El Foro de Túnez ha sido, en efecto, de baja intensidad: el que menos delegaciones europeas y latinoamericanas ha recibido,el que ha contado con menos financiación y el que menos atención mediática ha despertado. Es verdad que el FSM nació en el interior de la ola progresista que transformó la orografía política de América Latina y que llevó al gobierno a partidos políticos que, aupados en los movimientos sociales, hoy los contemplan con desconfianza, cuando no como fuerzas de oposición. Y no es menos cierto que los movimientos en España y en Grecia están ahora absorbidos -o al menos ocupados- en procesos de cambio que hace dos años no existían. Ahora bien, creo que, en este caso, las limitaciones del Foro -que son también estructurales- tienen más que ver con la situación concreta del país anfitrión y, más allá, de la región árabe en general. Podríamos mencionar las numerosas anulaciones de viajes y talleres tras el atentado yihadista del 18 de marzo, pero esa misma circunstancia habría podido provocar un desafiante impulso solidario si Túnez siguiese siendo el principio, y no el final, de una gran esperanza regional e internacional.
La implacable lluvia que durante cuatro días ha subrayado la arquitectura carcelaria del campus universitario del Manar, en la capital de Túnez, ha expuesto el alma de un país política y socialmente deprimido en una región que vuelve aparatosamente al peor de los pasados imaginables. Frente a la reunión de la Liga Arabe -celebrada en Egipto al mismo tiempo que se cerraba el Foro- en la que nuevos y viejos dictadores apoyaban los bombardeos sobre Yemen, como si jamás hubiera habido “primavera árabe”, la fiesta de los movimientos sociales tenía algo clandestino y marginal y hasta elegíaco: los jóvenes tunecinos acudieron en menor número que en 2013, “entre la decepción y la depresión” -según las palabras del artista y escenógrafo Khaled Ferjani- , y ante la indiferencia de los propios medios locales, completamente absorbidos por las consecuencias del atentado del Bardo y “la marcha anti-terrorista” internacional encabezada por François Hollande. Nawaat, el conocido medio alternativo tunecino, hace dos años resumió el Foro en un titular: “Entusiasmo a pesar de la falta de organización”. Hace dos días, el único artículo aparecido en sus páginas sobre el encuentro se preguntaba “qué ha sido de la lucha anticapitalista”, pero hablaba sobre todo de “visible decepción de los participantes”. Estas críticas son elocuentes en la medida en que describen no tanto la atmósfera del campus -con sus talleres más o menos interesantes y sus más o menos rutinarios “vendedores de causas perdidas”- como el abatimiento de los militantes locales, cuyas demandas se han visto marginadas por el juego “democrático” y silenciadas por la “alarma terrorista”.
Si se tiene en cuenta que, en todo caso, Túnez es el único país de la región donde podía celebrarse un encuentro como éste, puede imaginarse el tono de las otras delegaciones y organizaciones árabes. Incluso los acostumbrados enfrentamientos entre saharauis y marroquíes o entre partidarios y opositores de Bachar Al-Assad han sido marginales y casi protocolarios. Las fuerzas zombis que se apoderan de nuevo de la región -regímenes dictatoriales, intervenciones multinacionales y violencia yihadista- han secado por el momento las esperanzas de cambio que la sacudieron de arriba abajo en 2011.
¿Ha sido un fracaso el Foro tunecino? Más allá del fugaz estímulo al sector turístico, en ruinas tras el atentado, y de las píldoras de conocimiento ingeridas en los talleres, el Foro ha servido, como todos, para catalizar contactos, festivos y políticos, en los pasillos, para prolongar redes más o menos duraderas y para amortiguar la soledad de unos cuantos centenares de tunecinos que, en cualquier caso, no representan sino a una minoría de la población, los menos castigados por el paro y la crisis económica. Es poco. Es algo. Aunque ahora, más solos que hace una semana, fuera ya de todos los focos, esos mismos jóvenes queden más expuestos que nunca frente a un gobierno y una policía que -advierte ya Human Rights Watch- aprovechará el atentado del Bardo y la alerta securitaria para recortar derechos civiles y amordazar sus voces.
¿Es el fin del Foro Social Mundial? Probablemente no, pero es verdad que debería replantearse sus formatos y sus sedes a la medida de los cambios político-geográficos insinuados en los últimos años. Al contrario de lo que dice Emir Sader, la ola latinoamericana, en marea baja, no puede ser ya el referente del Foro, que nació para vender causas perdidas, no ganadoras (por muy importante que sea ganarlas), y que debe conservar y robustecer su vida paralela -mientras defender causas perdidas siga sirviendo para que los perdedores de siempre no pierdan las ganas de luchar.