Los dioses escriben recto con renglones torcidos. En España nos tocó uno disléxico que escribe torcido con renglones torcidos. La historia avanza a trompicones, en círculos ascendentes -es la única posibilidad para ser progresistas- pero con recaídas ominosas. Es cuando regresa el pasado con sus modos de felón. A veces la historia se pone fea.
Reviso El precio de la transición, el imprescindible libro de Gregorio Morán recientemente reeditado. Miro los muros derruidos de la democracia actual con el ejemplo de lo que ocurrió a la muerte de Franco. La tristeza se adueña de los geranios. Como si nada dejara huella reflexiva. Nadie, es verdad, escarmienta en cabeza ajena. Cabe añadir: ¿y tampoco en la propia? En una reseña de 1992, cuando salió la primera edición del implacable libro de Morán, Charles Powell, un autor que contribuyó desde la academia al mito de la Inmaculada Transición, tachó al periodista de “maniqueo”, “amargado”, “estridente”, “ofuscado”. Todo por no comprar la versión oficial que dice que la democracia la trajo el rey, por negarse a ese mandato que nos reclama sumisos y obedientes. Siempre en nombre de un consenso sinónimo de resignación. No hace falta grandes sentencias revolucionarias para ser laminado. El pasaporte para recibir tales calificativos pasa por afirmar cosas tan terribles como que Franco , un dictador sangriento, murió en la cama, que los reformistas del franquismo pudieron dirigir la Transición sólo por la debilidad de la oposición, o que las divisiones entre los rupturistas tuvieron mucho que ver con la incapacidad de las fuerzas de la izquierda para confrontar el franquismo. Y también el posfranquismo. Porque se quedaron durante décadas. ¿Cómo repetir sin sonrojo “no pasarán”? No sólo pasaron en el 36 sino que se quedaron los cuarenta años de la dictadura y una buena parte de los decenios posteriores. Mucho tiene que ver con este impasse que vivimos esa celebración falangista del “¡Pasamos!” que resuena aún verbalmente en Rafael Hernando, en Dolores de Cospedal, en Rivera o en Girauta, y en los modos de sus partidos. Cuando un pueblo se gana a pulso la democracia y su relato -también su relato-, no le pasa un Rajoy y su estela de corrupción e ineficiencia con esta impunidad. Tenía razón aquella pancarta del 15-M: “Qué largo se me está haciendo el franquismo”. ¿Por qué la izquierda y sus aires de familia ampliada no se enteran?
A la la muerte de Franco, el régimen estaba fuertemente debilitado -lo demostraba el protagonismo popular de la calle o la necesidad que tuvieron de cambiar a Arias Navarro por Suárez-. Las fuerzas políticas franquistas andaban desorientadas e improvisaban constantemente. Pero la oposición no estaba mejor. La maldita desunión. La misma que subió a Hitler al poder -¿por qué demonios los sindicatos marcharon el 1 de mayo del 1933 con los nazis para celebrar el día del trabajo?- y hoy hace que el neoliberalismo campe por sus respetos con la extrema derecha subiendo y subiendo en Europa y Donald Trump acariciando a su gato y al gobierno con más armas nucleares del planeta.
Si en los setentas y ochentas la recuperación de la democracia en España vino de la mano de los actores provenientes del franquismo, hoy podríamos repetir la jugada y permitir que los herederos de aquél régimen sean los encargados de rehacer el nuevo contrato social en España, es decir, uno sin derechos sociales ni laborales, con una judicatura amenazada y rodeada y con unos medios con más capacidad de lijar alternativas que cuando había solamente dos cadenas. Si ayer la permanencia de lo viejo lo logró la división de la izquierda y el miedo al ejército y al terrorismo, hoy lo protagoniza de nuevo la división interna entre las fuerzas de la izquierda -también dentro de las fuerzas del cambio- y el miedo al terrorismo islámico y a las mafias que dirigen la dictadura financiera.
El gran aporte del PCE a la Transición tiene dos lecturas. Desde el régimen del 78 se celebra el “enorme sentido común” que habría demostrado Carrillo, elogiado incluso por los que quisieron matarle durante décadas. Desde una mirada progresista, su gran logro fue, bien al contrario, desactivar la calle. Lo hizo con los Pactos de la Moncloa en 1977 (gracias a lo que les dieron un puesto en la ponencia constitucional) y con la asunción del consenso como entrega impotente. No fue aceptar la bandera, sino negar la movilización popular. Nadie que disfrute de un privilegio lo entrega sin presión.
Hoy no hay movilización popular en el reino de España -salvo en Cataluña- porque se está esperando que Podemos ponga en marcha la regeneración democrática. Y está tardando. Pero se vuelven a repetir esquemas de división interna y externa jaleados por los bancos, los partidos, las empresas y los medios de comunicación a su servicio. ¿Vamos a cometer otra vez el mismo error? ¿Vamos a tener que explicar dentro de veinte años que no pudimos salvar la democracia porque se repitió una “correlación de debilidades”? ¿Van a ser las ambiciones personales y la debilidad democrática interna de las fuerzas del cambio responsables de que se vayan de rositas el PP de Barberá, Bárcenas, Cotino, De la Serna, Fabra, Rus, Arístegui, Rato, González, Granados, Figar, Soria, Cañete, Cospedal, Fernández (y mil más), o el PSOE de Cháves, Griñan, González, Villa, de la reforma del 135, de las peleas de poder internas propias de una empresa mafiosa más que de un partido?
Rajoy se puede suceder a sí mismo de la misma manera que el rey Juan Carlos se sucedió a sí mismo, como Cebrián y la prensa del régimen se sucedieron a sí mismos, como Fraga, Suárez, Cisneros, Pérez Llorca, Fernández Miranda, como los jueces, catedráticos, policías, políticos, empresarios de la dictadura se sucedieron a sí mismos. Y mientras, las fuerzas del cambio se enredan en un juego propio de niños caprichosos que dan prioridad a su ambición antes que al interés del país. Los partidos, con creciente arrogancia, se están presentando como los responsables de que la democracia no crezca. Y ese posfranquismo sociológico penetra incluso en los nuevos partidos (véase el comportamiento de Ciudadanos o algunas de las discusiones que tiene en su seno Podemos). Esa división paraliza a las fuerzas del cambio y es la alfombra roja por donde regresan siempre los de siempre. Como en el Tratado de Maastricht, cuando las fuerzas del cambio, con una confusión proverbial, estaban a favor, en contra y a favor de la abstención, además del “sí crítico” que defendía CC.OO para terminar de confundir a quien aún no lo estuviera. La derecha nunca se equivoca y siempre va junta. Su realismo es quizá su mayor virtud. En España, incluso han hecho un hueco dentro de sus filas para la extrema derecha. Por el contrario, las fuerzas de cambio, en todo su espectro, siempre parecen un paisaje después de la batalla.
¿Parálisis en España? ¿Terceras elecciones? ¿Acuerdo quirúrgico camino de alguna suerte de gran coalición? Y las fuerzas que debieran estar en el cambio afirman: si, no, abstención y apoyo crítico. O como dicen en el Caribe, un arroz con mango. Y en Argentina, un quilombo. Vamos, que un mejunje que no hay quien se lo lleve a la boca. Mientras tanto, los partidos pensando más en ellos mismos que en el país. Culpa de la gente, que les deja solos.
El espectáculo del PSOE es a mayor gloria del esperpento: en el Consejo Federal socialista no saben qué va a hacer su Secretario General, Pedro Sánchez, porque no se hablan con él. Pedro Sánchez ya no sabe qué hacer, obsesionado con ganar tiempo, por el odio que le profesa su Consejo Federal. Susana Díaz, el elefante blanco de la vieja guardia socialista, se desinfla día a día y encima piden cárcel para sus padrinos políticos (el fiscal, una vez más obedeciendo a los intereses del PP, lo anuncia apresuradamente para compensar la imputación de Rita Barberá). Fuera cual fuese el resultado de unas terceras elecciones, el PSOE no está en circunstancias de gestionar nada. Estamos echando aceite y aceite a la mayonesa cortada. A Podemos, después de dos años de elección tras elección, le toca prestarle un poco de atención a lo interno y saber qué quiere ser de mayor. Es normal que tenga ruido. No lo será si no habla con claridad y expresa en qué consisten sus diferencias internas, más allá de los síntomas del “mal de piedra” que muestras ya algunos de sus miembros pese a su juventud. Si se quiere parchear lo viejo o si se quieren abrir nuevas posibilidades. Si se quiere ser un partido más o si se está dispuesto a enfrentar los enormes retos que amenazan a la Unión Europea. Si se atreve y apuesta fuerte por la democracia o se asusta y quiere intentar ganar credibilidad en el estado de partidos metiéndose en la cama con quienes vino a sustituir. Lo hizo Lula y Dilma Roussef en Brasil. Ya hemos visto cómo se lo han pagado. Roma no paga traidores. Volvemos a olvidarnos de que el verdadero viaje empieza cuando se acaban los caminos. Y que lo nuevo nació para ayudar a que lo viejo se marchara. ¿Nos acordamos de aquello del 15-M?: vamos despacio porque vamos lejos.
Tomado de Público.es