El último 28 de octubre, Brasil eligió su nuevo presidente. Un proceso
débil que se dio después de un golpe palaciego y del encarcelamiento del
candidato que era el líder en las encuestas presidenciales, a través de
un sistema judicial politizado. Bolsonaro ganó porque no estaba Lula, es
un hecho. Asimismo, el proceso electoral fue marcado por la difusión
masiva de noticias falsas por las redes sociales en un país que, hoy,
tiene este medio como uno de sus principales fuentes de noticia. Los
debates entre los candidatos fueron prácticamente inexistentes. Todo que
valida un cuestionamiento sobre el carácter democrático de este proceso.
El candidato, que ganó popularidad por su forma autoritaria y por la
negación de la política comprendida como tradicional, demuestra falta de
conocimiento sobre los problemas estructurales del país. Todo esto sería
motivo para mucha preocupación, ya que la población clama por una nueva
política que pueda resolver sus problemas. Sin embargo, todos los
problemas del país fueron reducidos al PT y a las izquierdas. Una parte
de la población –más allá de cargar un odio de clase histórico, herencia
de la época de la esclavitud– también votaron en contra de la
corrupción. Otra parte votó a Bolsonaro por miedo –frente a la
incertidumbre que este momento histórico bajo un sistema neoliberal
genera colectivamente–, miedo de no tener estabilidad, miedo de perder
lo poco conquistado en un país tan desigual. Las manifestaciones de
repudio a nivel mundial en contra de la candidatura de Bolsonaro no
tuvieron la capacidad de frenar su crecimiento, cosa que muy
probablemente ocurriría si hubiera tenido un poco más de tiempo.
Frente a todo esto, es necesario pensar en quienes no votaron por el
odio y por el miedo. Fueron 45% de los votos válidos de personas que
saben lo que significa el proyecto bolsonarista. También en este sector
están las personas que, legítimamente, sienten miedo de la persecución
que se hace a cada momento más evidente. Pero también es esta otra mitad
de la población que, más allá del proceso electoral, está pensando cómo
resistir a todo lo que vendrá con la certeza de que, con el tiempo,
también las que sienten miedo del otro lado comprenderán que la salida
no es por la vía autoritaria. Llevará tiempo y cobrará mucho trabajo,
pero sucederá. No sin dolor, no sin sangre.
Los movimientos feministas y de mujeres tienen una tarea importante en
este momento, que es imprimir la ética del cuidado como agente
transformador de sentidos. Esta forma de hacer política desde una
perspectiva de garantía y manutención de la vida, es la que disputa con
las formas duras y belicosas del hacer política tradicional. Cuando el
movimiento feminista y de mujeres salieron a las calles diciendo
#EleNão, muchos sectores salieron a criticarlo diciendo que estaban
dividiendo la lucha, que el resultado fue el contrario de lo esperado.
Sin embargo, fue por la consciencia de que el odio no era una
alternativa, que parte de la población cambió su voto. También por ello
hoy muchas mujeres están poniendo sus cuerpos en la resistencia. Antes
de criticar al movimiento de mujeres, hay que comprender que éste guarda
una sofisticación en su accionar político que es justamente la capacidad
de resistir y sobrevivir a las sistemáticas torturas que hacen parte de
su existir y que también está en los movimientos indígenas, negros,
campesinos y LGBTI. Para los momentos que se avecinan, donde frente a
las armas solo tendremos los cuerpos, es importante escuchar a estos
históricos y potentes actores.
vbolten@riseup.net