Las y los activistas de la red internacional CADTM nos enteramos con gran emoción de la catastrófica explosión que afectó a Beirut el martes 4 de agosto. Con este comunicado queremos expresar nuestra plena solidaridad con las y los libaneses que sufren desde hace tantos años esta injusta cadena de crisis criminales que ahora está llegando a su paroxismo. Creemos que también es importante señalar las responsabilidades políticas y a quienes intentan aprovecharse de la situación; y más aún, intentar identificar las pistas que permitirían al país salir de este círculo vicioso.
La verdad sobre las causas precisas de la explosión, este 4 de agosto a primera hora de la tarde, de 2.750 toneladas de nitrato de amonio en el puerto de Beirut tomará algún tiempo para establecerse, si es que alguna vez se logra. Sin embargo, lo que esta catástrofe, que en el momento de escribir este artículo ha causado la muerte de más de 158 personas y las lesiones de más de 6.000, demuestra claramente hasta qué punto el Estado libanés se encuentra en una forma avanzada de desintegración. El Primer Ministro del país del cedro ha hablado de «negligencia». Sin embargo, esta negligencia, que es incluso literalmente criminal, es sobre todo la del gobierno y su propia alta administración gangrenada por el clientelismo y la corrupción. Es también la de los gobiernos que se han sucedido al frente de Líbano desde el final de la guerra civil (aunque los hombres en el poder hoy de hecho lo estaban ya entonces) y obviamente la de los diversos partidos y milicias de todo el país. Líbano va mal, muy mal, y las élites políticas locales tienen una gran responsabilidad en esta situación, como es obvio para todo el mundo. Pero esta responsabilidad es también la de las potencias regionales y mundiales, las instituciones financieras internacionales (Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial) y los bancos privados.
Una situación local mantenida por el juego de las potencias internacionales
El desastre de este inicio de agosto se produjo ante todo en el contexto de la intensa crisis económica que atraviesa el país desde hace varios meses. Y ésta se inscribe en un contexto político problemático durante varias décadas. Líbano es un país magnífico, de fronteras milenarias de varias culturas y religiones. Esta mezcla cultural y religiosa es, como en todas partes, una fuente de enorme riqueza cultural y social. Esta misma mezcla y diversidad étnica y religiosa a menudo se explota y amplifica en los juegos políticos de los poderes establecidos. Muestra de ello es la guerra civil que desgarró al país de 1975 a 1990. El fin de la guerra no significó el fin del hábito de las potencias internacionales de tratar de sacar provecho de las tensiones interconfesionales. Esquematizando un poco de manera aproximada, históricamente, Arabia Saudita y sus aliados (y detrás de ella los Estados Unidos) y en menor medida Turquía son los apoyos de los partidos sunitas, Irán y Siria de los partidos chiítas (liderados por el célebre Hezbolá) y Francia (y más discretamente Israel) de los partidos cristianos. Cada uno los apoya y los utiliza para hacer avanzar sus peones en esta región estratégica a nivel geopolítico y económico.
En Líbano, esta organización en torno a confesiones religiosas define toda la política. Las y los votantes solo pueden votar por candidaturas que compartan su confesión (real o supuesta por nacimiento) y no en la localidad donde vive el o la votante sino en la que nació. Este sistema ha favorecido el establecimiento de un clientelismo estructural de enormes proporciones. Hasta tal punto que no es exagerado decir que la mayor parte de la clase política libanesa trabaja casi exclusiva y abiertamente por sus propios intereses sin preocuparse por los de la población a la que se abandona a sí misma en la mayoría de los terrenos de la vida cotidiana: el suministro de energía eléctrica es caótico, la gestión de los servicios de autobús en Beirut se deja a las distintas milicias, o bien a particulares que tienen minibuses, la (no) gestión de residuos ha sido tema de grandes manifestaciones en 2015, las comunicaciones tienen precios elevadísimos, los proyectos para construir una línea de tren de sur a norte del país se posponen constantemente a pesar de la congestión permanente de las autopistas y de haber planes preparados desde hace mucho tiempo. En los puestos de la administración y en la contratación pública, la norma es el amiguismo político y el nepotismo.
Ni que decir tiene que en este contexto, la «buena gestión de los presupuestos públicos» es un concepto que solo existe en los discursos de las y los políticos. Estos se utilizan sobre todo para enriquecer a las y los representantes locales y para enriquecer aún más a las grandes fortunas privadas. El centro de Beirut, alrededor de la Place de l’Étoile, con sus edificios vacíos construidos con subvenciones estatales y útiles solo para la especulación inmobiliaria privada, es el símbolo por excelencia de esta colusión de intereses entre titulares de poderes públicos y privados. Entre 2005 y 2014, el 1% más rico se apropió del 23% de los ingresos y el 40% de la riqueza patrimonial personal total en el Líbano, mientras que el 50% «más pobre» se repartía la mitad de los ingresos del 1% más rico.
El movimiento de protesta popular libanés comenzó el 17 de octubre de 2019, desafiando todo este sistema de desigualdades, exigiendo la salida de toda la clase dominante, la condena de las y los funcionarios corruptos y el establecimiento de una economía basada en la justicia social. Sigue intentando mantenerse en la calle a pesar de la excepcional situación sanitaria vinculada al Covid-19 y la represión. El movimiento lanza consignas anticonfesionalistas y denuncia la dictadura de los bancos. El movimiento de protesta popular se ha reanudado después del desastre del 4 de agosto de 2020 y ha logrado la renuncia del gobierno el 10 agosto 2020. Pero el pueblo quiere cambios reales y profundos.
Una economía ultrafinanciarizada basada en un montaje financiero inestable
El país que alguna vez fue llamado la "Suiza del Medio Oriente" ha basado su economía en el sector financiero en detrimento de los sectores productivos. La balanza comercial del país es muy deficitaria desde hace mucho (lo que implica una soberanía alimentaria muy precaria) y la economía depende en gran medida de los dólares que envía la enorme diáspora libanesa por el mundo (8.000 millones de dólares en 2018). Sobre la base de esta aportación, el sector bancario ha establecido una verdadera pirámide de Ponzi. Los bancos privados compran, gracias a la liquidez enviada por la diáspora, los títulos de deuda nacional, extendidos en libra libanesa, beneficiándose de tipos de interés muy ventajosos otorgados por el Banco del Líbano (BDL) que encontraba en este sistema la forma de financiar los presupuestos públicos que eran en lo esencial dilapidados por los gobiernos, como hemos dicho más arriba.
Este sistema de financiación del Estado por y para las finanzas privadas llevó a la acumulación de una deuda pública insostenible que representó, en 2019, el 170% del PIB (con cerca del 40% de esta deuda denominada en dólares). El edificio se derrumbó paulatinamente bajo la desaceleración del flujo de importaciones de dólares debido a la guerra en Siria y la fractura del sistema financiero a nivel mundial, así como a la fuga de capitales organizada por las grandes fortunas del país. Terminó colapsando por completo con la crisis económica y financiera que acompañó al coronavirus cuando las consecuencias socioeconómicas ya eran considerables (hace unos meses se estimaba que cerca de un tercio de la población vivía con menos de 4 dólares al día, que el paro era de alrededor del 25%, e incluso alcanzaba el 37% si se considera a la población menor de 25 años). Las y los libaneses se vieron privados de sus ahorros y pensiones y el Estado no pudo financiar nada, ni siquiera el pago de su deuda (el país se ha encontrado en suspensión de pagos ante los eurobonos con vencimiento en marzo de 2020, lo que ha acentuado aún más la asfixia del sistema bancario).
Cuando la crisis económica y humanitaria alcanzaba niveles sin precedentes en el país, ni siquiera durante la guerra civil y los bombardeos israelíes, fueron nuevamente los juegos políticos internacionales los que frenaron la ayuda del exterior. La mayoría de los partidos políticos se debilitaron tras las protestas populares y solo Hezbolá, utilizando su posición dominante como la milicia más armada del país para hostigar a la gente que se manifestaba, lograba mantener su poder.
A partir de ahí, estaba fuera de discusión que Estados Unidos, Arabia Saudita, Turquía, Israel, así como Francia y el resto de la UE, ayudaran al país en este contexto. Por el contrario, Estados Unidos estaba más bien tratando de aprovechar esta crisis para ejercer la máxima presión sobre Hezbolá privándolo (y con él al resto del país) de la llegada de liquidez, con el objetivo de dañar a Irán en su estrategia regional. En cuanto a Irán, que se encontraba en una posición difícil debido a las repercusiones económicas tanto del fortalecimiento del bloqueo estadounidense como del coronavirus que está golpeando muy fuerte al país, tampoco fue capaz de proporcionar una asistencia adecuada. Las potencias internacionales que durante décadas habían utilizado Líbano para sus propios intereses, le dejaban a su suerte en el peor momento posible.
En este contexto el Banco Mundial otorgó, en abril, un primer préstamo de 120 millones de dólares al Estado libanés para financiar sus gastos en salud. El FMI, siempre dispuesto a reaccionar ante este tipo de situaciones, también se hizo pasar por el salvador de las y los libaneses al proponer un préstamo de 10 mil millones de dólares al gobierno. Por supuesto, como es habitual en la institución de Bretton Woods, esta oferta de entrega de liquidez estuvo acompañada de un plan de ajuste estructural (PAE), dicho de otra forma, de un paquete de reformas para liberalizar aún más una economía ya extremadamente financiarizada.
Por una verdadera ayuda internacional y por reformas que realmente sirvan a los intereses de las y los libaneses
Desde el pasado martes, ante el verdadero cataclismo que ha golpeado a la gente beirutí y que lógicamente ha conmovido a los pueblos del resto del mundo, los gobiernos de todo el mundo han multiplicado las promesas de ayuda humanitaria. El presidente francés incluso fue a Beirut para pronunciar un discurso abiertamente neocolonialista a la gente del antiguo protectorado francés que, por su parte, le pidió que dejara fuera de juego a las élites políticas apoyadas por Francia. Si la explosión del 4 de agosto afectó naturalmente a la ciudadanía de Beirut en primer lugar, todo el pueblo libanés está a punto de sufrir también las consecuencias. De hecho, fue destruido el puerto, que es la principal puerta comercial del país (el 60% de las importaciones pasaban por este puerto, incluido el 85% de los cereales importados) que tiene todas sus fronteras terrestres cortadas por la guerra en Siria y el conflicto con Israel, al igual que gran parte del distrito financiero. Así pues, toda la economía libanesa está por los suelos. Si la gente había perdido ya sus ahorros y pensiones y el costo de vida se había disparado, 250.000 personas se encuentran ahora sin hogar y millones se quedarán sin ingresos.
Y no hay que olvidar que Líbano es un país en el que 1 de cada 4 habitantes es refugiado. Aunque los datos no son exactos, se calcula que junto a 4,5 millones de personas libanesas hay más de 1,5 millones de personas refugiadas sirias y más de 500.000 palestinas, por hablar solo de los grupos más importantes. Igualmente hay que considerar la enorme cantidad de personas migrantes que viven en el país, trabajando en condiciones lamentables, particularmente las trabajadoras domésticas. A todas estas personas la crisis actual golpeará con mayor fuerza aún.
Por tanto, es obvio que la ayuda internacional es indispensable, tanto en términos de ayuda humanitaria de emergencia como para la reconstrucción a medio y largo plazo. También es muy claro que el poder local ya no puede estar en manos de la gente responsable de este desastre, sino que debe ser devuelto a la «sociedad civil», es decir a la población, que debe poder gestionar las instituciones del país en interés de todos y todas. Esta ayuda debe ser una ayuda real y, para ello, debe tomar la forma de donaciones, apoyo médico y alimentario y el suministro de experiencia logística (en particular para la reconstrucción del puerto, hospitales e infraestructura esencial) y no en forma de préstamos. Y las grandes reformas imprescindibles para el país (exigidas por el movimiento popular) son las que permitirán una gestión democrática y eficiente del país, no las ofrecidas (con gran insistencia) por el FMI y que conducirán a un aumento aún mayor de las desigualdades económicas y a una economía no menos dependiente de las finanzas, como ocurre sistemáticamente en todos los países que siguen sus planes de ajuste estructural.
Por lo tanto, pedimos una ayuda internacional genuina en forma de donaciones y cancelación de toda la deuda libanesa y no en forma de nuevos préstamos que no harán sino impedir la reconstrucción del país a largo plazo.
Traducido por Alberto Nadal