—Cada vez que a los miembros de esta pandilla de Washington se les pregunta por sus intereses en las guerras que apoyan, invariablemente responden: la sola sugerencia es absurda, simple y un punto terrorista. Los neoconservadores, se esmeran mucho en presentarse como intelectuales geniales o realistas duros, guiados por la ideología y las grandes ideas, y por algo tan mundano como el beneficio.
—¡Cuán triste es el despertar de un pueblo que se prepara para ir hacia la muerte! Sobre el corazón del más valiente corre un soplo helado y asoma a sus labios un ¡qué importa! Sí, ¡qué importa, la vida, si la muerte de todos modos ha venir! Por eso es grande, y salva y redime en valor, al hacerlos superiores a nuestra mismas naturaleza. Por eso llenan la historia los hombres y los pueblos valientes. Por eso virtud máxima, la fama les adula y el mundo se les entrega. El hombre sobre la tierras, en todas las manifestaciones de su actividad, y el valor, su único escudo.
Era que ya cerca de su ideal, veía en la muerte una intrusa, la despreciaba, pero sabía que podía alejarlo de unos brazos que, en sueños, ceñíanse a su cuello. Aquel amor era su única debilidad; más, pronto las energías de su alma devolviéron el dominio de sí mismo. Era un valiente. Mientras que el pueblo, con la naciente claridad del día tomaba forma humana.
En aquella guerra-muestrario del alma nacional, porque a ella contribuían hombres de todas las entidades políticas de la agrupación venezolana. Por localidades podía clasificarlos, porque en cada uno de ellos florecía una virtud o un vicio. El alma colectiva no era tal como la concibiera, anhelante de la paz, del trabajo, del orden con una concepción rudimentaria de la vida, paro sana, en medio de un gran fondo de bondad y de dulzura. Rudo, tosco, primitivo, sin un gran ideal que determinara su existencia en el concierto universal, arrastrábase, todavía con adherencia de barro, a los talones palmípedos. Con gran apego a la guerra, al desorden y a la guachafita. ¿Sería aquel un estado momentáneo de la conciencia, o el producto de la herencia, de sus factores étnicos? Sobre su alma descendía la tristeza como las nieblas. Viviera siglos, para que el tiempo la descifrara aquella incógnita. Porque no podía convenir en el desastre de la patria, en la inutilidad del sacrificio de los buenos. Y sin querer, el innovador, el luchador de raza forcejeaba en él por asirse siquiera a una momentánea y fugaz mentira.
¿Y no acababa de caérsele el alma a pedazos ante aquel desastre y su total desilusión de los hombres que prometía salvar a la patria? ¿A qué se reducía todo aquello? Los ideales de la revolución estaban muertos; nunca oyó hablar de ideales, sino de gavetas en la cosa pública. Palabras de odio y de venganzas mezquinas. Los ideales, ¿Dónde estaban los ideales? ¿La idea salvadora de la patria, por la que corrían a sacrificarse en un principio las muchedumbres? ¡Música de palabras! En llegando la hora, todo era lo mismo. ¿Dónde estará el mal?
Su psiquis transformabáse, tal cual nos acontece a los humanos, cuando el triunfo coronó nuestros esfuerzos, cuando la abundancia repleto nuestro granero, cuando nos vemos acariciados y adulados; cuando las manos se nos tienden y todos nos reconocen. Sin dejar de ser, en el fondo, se daba cuenta de que comenzaba para él una nueva vida en un nuevo mundo.
Pero, encima de esas miserías y dolores, el alma, la grande alma venezolana, que no se abate, sino momentáneamente, en sus más duros trances y reveses, reía y burlaba. Pues, la risa y la guasa son la formidable cota con que el venezolano se abroquela para hacerse más fuerte que el desastre, en el perenne derrumbamiento de sus más caros ideales, ensueños y anhelos.
¡La Lucha sigue!