Durante la tarde del 4 de octubre de 1801, Nogent-L’Artaud, pueblo de la orilla izquierda del Marne, a pocas millas de París, fue durante algunas horas el centro nervioso del continente. Napoleón andaba recorriendo los contornos para vigilar la aplicación de las nuevas leyes de reclutamiento, pulsar los ánimos de la gente y observar los méritos y defectos del nuevo sistema de leva antes de aplicarlo en más vastas proporciones. Había llegado de Epernay en coche y pensaba regresar al día siguiente a París, por Meaux. Como de costumbre, se había instalado inopinadamente en Nogent, escogiendo para su alojamiento el edificio mejor y distribuyendo a su séquito en los demás.
Miraba las águilas que ornaban las astas de las banderas puestas ante la casa que había escogido como alojamiento. Mientras sus muros persistiesen, nadie olvidaría la sombra augusta que un día atravesara su umbral, sombra que ya se proyectaba sobre el mundo entero.
El secretario había dispuesto en la habitación principal de la casa los muebles de campaña, incrustados de bronce, que Napoleón llevaba siempre en sus viajes. En la estancia contigua se había preparado el angosto lecho plegable, de colchón suave y almohada dura.
Un sargento escudriñó la casa y halló a un chiquillo escondido en un armario. ¡Quiero ver al general Bonaparte! El niño, que se llamaba Pierre Mortier, vió en el dormitorio de su padre u un hombre vestido con uniforme verde de vueltas blancas. Descansaba de espaldas, con las manos sobre el pecho. Sus ojos estaban cerrados y su rostro oliváceo y cerúleo, parecía una mascarilla el perfil de una moneda.
Después de poner aparte su anglofobia, Napoleón inquiría de un modo desordenado, sin objeto ni finalidad aparentes. Quería saber todo lo concerniente a las tierras por las había viajado. Bonaparte le consideraba como un libro viviente, que apartaría a un lado en cuanto hubiese agotado los datos que de él pudiera sacar, o en cuanto comenzase a enojarle. Entretenido por aquella especie de examen. Napoleón, siempre interesadísimo en el conocimiento de la naturaleza del hombre. O quizá no pasara de querer divertirse satisfaciendo su curiosidad. El interrogatorio, claro y preciso, continuaba, y el empezaba a sentir agotado su repuesto de informes.
Napoleón estaba tan deseoso de conocer lo atañente a Gibraltar como lo atañente a La Habana. Río al saber la delicada situación en que había estado el gobernador de Cuba. Luego inquirió sobre la estancia en Río Pongo. Poco después decía a su amigo: "Casi estuve por creer que Napoleón deseaba invertir fondos en África. Y me ha hecho notar que sé de las cosas africanas mucho más de lo que creía. Es notable sentir la impresión de que la voluntad de un hombre te fuerza a recordar cosas que tú mismo ignorabas saber."
Napoleón brindó por la gloria y fortuna de Francia. No tomó parte más activa en la algazara de la reunión, cuyos honores evidentemente descargaba en Cambacérés. Sentado un poco aparte, apoyada la barbilla en la mano, contrastando por la sencillez de su uniforme con la vistosidad de los otros, contemplaba el cuadro que tenía ante los ojos. Su expresión no había variado. Ni siquiera río al aparecer el "Ganso a la Inglesa", asado expresamente para aquella ocasión, ni aplaudió una respuesta verdaderamente ingeniosa que dio José a Cambacérés. Sólo una vez habló para pedir su capa, porque refrescaba la noche.
Napoleón: He leído el libro de extremo a extremo… Sí, me hace justicia y me llama "el hombre necesario". Necker, era un idealista, un visionario, un loco. ¡Uno de esos teóricos que juzgan al mundo según los libros y los mapas! Llamaba al hombre un "animal económico". Los economistas son gentes que fabrican ungüentos financieros para curar las llagas del cuerpo político. Pero no se les ocurre que una nación puede tener el alma enferma. El resultado es la quiebra, síntoma de los organismos en disolución. El dinero proporcionado por el gran Necker fué como el pus de las úlceras de Francia. Sí: yo era necesario… para reparar los daños causados por Necker. Él fue quien provocó la revolución. Y ahora óigame, señor de Staél. El reinado del terror ha concluido y lo substituye el orden. El caos de las ideas ha de terminar, a que le aplico el remedio de la acción. Sólo cuando las ideas se encarnan en la fuerza producen energía. Yo soñaba con alcanzar la fama de Newton. Me atraía la acción de la fuerza sobre los átomos.
—"En 1795 Napoleón derroto a España, convirtiéndola en una nación satélite de Francia. En 1808, lugarteniente Murat, con un ejército de 40.000 hombres invada España, su pretexto de hacerle la guerra a Portugal. La conspiración es debelada. Murat llega a Madrid con su poderoso ejército y ordena a Fernando VII que salga inmediatamente para Bayona que el Emperador le espera. Rota la autoridad nacional española en 1808, con las abdicaciones de Fernando VII y Carlos IV".
—¡Qué día! Y el caso es que habríamos podido no tener acceso jamás al Cuartel General.
¡La Lucha sigue!