El actual proceso electoral en Brasil es uno de los centros de atención mundial. Los procesos electorales, incluso cuando son muy intensos, como ocurrió recientemente en Colombia (elección del primer presidente de izquierda en la historia del país y de la primera vicepresidenta negra en la historia de América Latina) y en Chile (rechazo del proyecto de nueva Constitución que sustituiría a la actual, heredera de la dictadura de Pinochet), no suelen alcanzar el nivel de drama existencial que actualmente vive la democracia brasileña. Este drama resulta de la amenaza que se cierne sobre la supervivencia de la propia democracia, amenaza que se deriva de las declaraciones y movilizaciones públicas del presidente Jair Bolsonaro y sus seguidores, cuestionando la transparencia del escrutinio electoral, haciendo apología de un posible golpe de Estado, con apelaciones a las Fuerzas Armadas para intervenir y suspender o cerrar las instituciones democráticas, concretamente el Supremo Tribunal Federal, uno de los principales garantes de la normalidad democrática en el contexto actual.
Todo ello, combinado con un entorno digital de redes sociales altamente contaminado por fake news, discursos de odio y prosélitos religiosos del apocalipsis y de la redención por la tríada Dios, Patria y Familia, ha llevado a la creación de un ambiente de intimidación que, de alguna manera, paraliza la manifestación pública de la diversidad de opciones políticas y obliga a los titulares de altos cargos del Estado a tomar medidas de seguridad inusuales. Las celebraciones del 7 de septiembre, Día de la Independencia de Brasil, fueron políticamente instrumentalizadas hasta un extremo que ni siquiera se había alcanzado en tiempos de la dictadura. ¿Existe el riesgo de un golpe de Estado en Brasil? ¿Se reconocerán pacíficamente los resultados electorales si son contrarios a los intereses bolsonaristas? ¿A quién sirve la retórica del golpe anunciado y la atmósfera de intimidación instalada?
Siempre insisto en que los sociólogos están entrenados para prever el pasado y no el futuro. Aun así, me atrevo a identificar varios factores que me llevan a pensar que el peligro del colapso de la democracia brasileña, aunque real, no es inminente. La retórica del golpe es mucho más efectiva en instalar el miedo que en condicionar opciones. Por ello, el miedo al golpe funciona sobre todo como un golpe del miedo. Los principales factores que me llevan a esta suposición son los siguientes.
En primer lugar, las élites brasileñas, que tradicionalmente se sirven de la democracia cuando esta les conviene, están divididas. El sector más influyente (el financiero), si bien no muere de amor por Lula da Silva, tampoco aprecia la estupidez grotesca (pero carismática) de Bolsonaro. La bolsa de valores dio señales en el pasado de que la perturbación institucional no entra actualmente en el modelo de negocio.
En segundo lugar, tal vez por primera vez en la historia del continente, Estados Unidos no parece estar interesado en fomentar la inestabilidad democrática o en influir en el proceso electoral. La razón principal, como siempre, es de política interna. La Administración Biden conoce los vínculos entre Donald Trump y Jair Bolsonaro y sabe que la extrema derecha global, en gran parte movilizada desde Estados Unidos, ve en Bolsonaro la última esperanza de controlar el gobierno de un país grande y, con ello, ayudar a mantener encendida la llama del rescate de Trump en 2024. Para Biden, dejar caer a Bolsonaro reduce las posibilidades de Trump de enfrentarse a él en 2024. Por supuesto, los intereses geoestratégicos y económicos de Estados Unidos dominan, como siempre, las opciones políticas del big brother, pero en este caso la influencia que tales intereses puedan ejercer sobre el gobierno de Brasil deberá ocurrir después de las elecciones y no antes.
En tercer lugar, las Fuerzas Armadas están divididas y las señales que reciben de su mayor referencia estratégica (el alto rango militar estadounidense) no parecen estimular aventuras golpistas. Es cierto que las Fuerzas Armadas de Brasil están ahora concentradas en la maquinaria de la administración pública a un nivel sin precedentes (incluso contando el tiempo de la dictadura). Se estima que unos seis mil militares desempeñan funciones civiles en el sector público. Por tanto, tienen interés en la continuidad del gobierno bolsonarista. Sin embargo, saben que hoy cuentan con suficiente poder de influencia en Brasil para imponer algunas condiciones de continuidad al nuevo presidente si no es Bolsonaro. Y esto es más económico y eficaz que una impredecible turbulencia institucional.
En cuarto y último lugar, la extrema derecha brasileña es quizá más ambigua sobre el proceso electoral de lo que se supone. Es costumbre distinguir entre Bolsonaro y el bolsonarismo para significar que la base social del presidente seguirá políticamente activa incluso si Bolsonaro abandona la escena. Creo necesario introducir un tercer componente: la familia Bolsonaro. Bolsonaro tiene tres hijos con mandatos políticos democráticos: Flavio, senador; Eduardo, diputado federal y Carlos, concejal en Río de Janeiro. Cualquiera de estos políticos puede ser en el futuro candidato a la presidencia de la república. La probabilidad de que esto suceda es mayor si se mantiene la normalidad democrática. Por tanto, el potencial desestabilizador de la familia Bolsonaro puede estar condicionado por este cálculo. Reconozco que puedo estar atribuyéndole demasiada racionalidad a las decisiones de esta familia, pero lo cierto es que, hasta Vito Corleone, jefe de la mafia neoyorquina, tenía el sueño de que su hijo predilecto (memorablemente interpretado por Al Pacino) fuera elegido gobernador del estado de Nueva York o incluso presidente de Estados Unidos.
Ninguno de estos factores tiene en cuenta la determinación de las fuerzas democráticas, el apego de altos funcionarios a la defensa de la democracia incluso corriendo riesgos o el activismo de la sociedad civil y su voluntad de defender activamente la democracia, en la calle si es necesario. Son factores decisivos, pero en este momento son tanto indicadores de esperanza como de aprensión. Me centro en estos últimos indicadores porque más vale prevenir que curar.
Es intrigante, pero las fuerzas políticas antibolsonaristas, en particular el Partido de los Trabajadores (PT), no están llamando a sus bases a la movilización para ocupar el espacio público en defensa de la democracia. ¿Confianza excesiva en los procesos electorales? ¿Defensismo autoderrotista ante posibles reacciones de la extrema derecha? ¿Miedo a hacerse evidente la incapacidad de movilización, incomparablemente inferior a la de tiempos pasados no muy lejanos? Por otro lado, las fuerzas que se oponen al bolsonarismo se dividen actualmente en tres candidatos: Lula da Silva, Ciro Gomes y Simone Tebet. Particularmente en tiempos de polarización, la división debilita y el electorado potencial de los candidatos que disputan la alternativa a Lula da Silva puede migrar fácilmente hacia Bolsonaro. Finalmente, quienes siguieron de cerca la orgía electoralista de Bolsonaro el 7 de septiembre saben que los convocados eran familias de clase media y clase media baja, muchas religiosas, intimidadas por la crisis económica. Era gente empobrecida o con miedo a empobrecerse, intoxicada por la religiosidad reaccionaria a la espera de una palabra de esperanza que, entre los candidatos democráticos, solo Lula da Silva puede y sabe dar.Traducción de Antoni Aguiló.