De algún modo, la idea de progreso material ha estado asociada a todo lo peor que pudiera sucederle al ser humano en general. Por ejemplo, desde que se diera a conocer al público la novela gótica de Mary Shelly, «Frankenstein o el moderno Prometeo», cualquier asomo de inteligencia y de superación de los distintos elementos que conforman el modelo de sociedad actual (sociales, económicos, culturales, científicos y tecnológicos) acaba por convertirse en sinónimo de destrucción y extinción, con pocas probabilidades de sobrevivir en un escenario apocalíptico como suele predecirse, más allá de cualquier consideración metafísica o religiosa. A muchos les envuelve una sensación de desconcierto, desamparo y confusión ante tal perspectiva, pero no toman en cuenta que, producto de la Modernidad instaurada por la Europa liberal, los avances tecnológicos y científicos de los últimos doscientos años han sido utilizados para la explotación del hombre y de la naturaleza para cimentar la hegemonía del sistema capitalista, adquiriendo éste un carácter depredador voraz que amenaza con acabar con todo vestigio de vida sobre la Tierra. De esta manera, la idea de progreso mantiene la creencia en la existencia de recursos naturales inagotables e infinitos sobre los que es lícito, además, ejercer la propiedad privada por encima de la propiedad comunal y del interés colectivo.
En palabras de Alberto Acosta, en su prólogo al libro «Desarrollo, Postcrecimiento y Buen Vivir: Debates e interrogantes» de Koldo Unceta: «El desarrollo, en tanto propuesta global y unificadora, desconoce de manera implacable los sueños y luchas de los otros pueblos. Esta negación violenta de lo propio fue muchas veces producto de la acción directa o indirecta de las naciones consideradas como desarrolladas; recordemos, a modo de ejemplo, la acción destructora de la colonización o de las mismas políticas fondomonetaristas. Además, ahora sabemos que el desarrollo, en tanto reedición de los estilos de vida de los países centrales, resulta irrepetible a nivel global. Dicho estilo de vida consumista y depredador está poniendo en riesgo el equilibrio ecológico global, y margina cada vez más masas de seres humanos de las (supuestas) ventajas del ansiado desarrollo. Inclusive en los países considerados como desarrollados, el crecimiento económico logrado se sigue concentrando aceleradamente en pocas manos y tampoco se traduce en una mejoría del bienestar de la gente». Con la glorificación y puesta en marcha de los postulados del capitalismo neoliberal se acentuó la negación del pluralismo y del derecho a existir del otro (incluyendo a países enteros), lo que se extendió a la naturaleza, sin considerar su fragilidad y la importancia que su preservación reviste para la existencia humana.
Por eso, cuando se dejan oír voces de advertencia respecto a la crisis climática que cada día se está incrementando, es necesario recapitular en torno a las diferentes propuestas que se han presentado desde hace mucho tiempo atrás para evitar sus efectos irreversibles. Esto pasa por crear un nuevo tipo de conciencia ecológica que genere acciones y leyes que contribuyan a que las personas asuman el compromiso de construir un modelo de sociedad distinto -en todas sus partes- al existente. Pero, para que pueda constituirse un tipo de sociedad ecológicamente estable, será necesario el establecimiento consensuado de restricciones al consumo energético y material de la sociedad; algo impensable, combatido y, hasta, ridiculizado, por aquellos que tienen el control de mercados y capitales a nivel mundial. Un asunto que comenzó a planteársele a los gobiernos desde la década de los 70 del siglo anterior, una vez que se corroborara que, bajo el patrón de crecimiento económico, universalizado a través de la hegemonía detentada por las grandes corporaciones transnacionales capitalistas, se han propiciado un incremento de las desigualdades sociales y una incapacidad para impedir que se extienda la pobreza en muchas regiones de nuestro planeta.
En «Geobiohumanismo: repensar el humanismo moderno desde la perspectiva de la Complejidad», Rocío Arroyo Belmonte cree imperioso «descentrar al individuo como autoreferencia, para asumir su interconexión con el planeta (geo), reconocer la interrelación dialógica, recursiva y sistémica que mantiene con la naturaleza y otras formas de vida (bios), e integrar la multidimensionalidad de las interacciones sociales entre los individuos y las colectividades que comparten una unidad orgánica y biológica planetaria común». Si a ello agregáramos las nociones de buen vivir, de comunidad y lo común, se abre la posibilidad de establecer unas relaciones de reciprocidad dentro del modelo de sociedad actual, de un modo que éstas incidan, positivamente y en un primer momento, en cada uno de los órdenes que habitualmente se han conocido. No obstante, es obvio que bajo la lógica del capitalismo no se podrá alcanzar dicho objetivo, como lo demuestra la inutilidad de las cumbres y acuerdos internacionales para reducir las causas y las consecuencias del cambio climático, con participación de gobiernos y agrupaciones ecologistas, donde siguen prevaleciendo los intereses de las grandes empresas transnacionales de Europa, Japón y Estados Unidos, a pesar del incremento en cuanto a magnitud y frecuencia de los desastres naturales producidos últimamente en todo el planeta. Para lograr, entonces, una sociedad ecológicamente estable es necesario que se propicie una revolución a fondo, una transformación estructural del modelo civilizatorio actual, que reivindique la vida y los derechos de todos, tanto de los seres humanos como de la naturaleza en todas sus manifestaciones vivas. Una revolución, por consiguiente, que nos comprometa y nos involucre a todos.