La humanidad se encuentra en una encrucijada histórica marcada por crisis de alcance planetario cuya escala, complejidad y velocidad superan la capacidad de respuesta de los sistemas políticos tradicionales. Desde el cambio climático hasta la proliferación de conflictos armados, pasando por las crisis migratorias, el agotamiento de los recursos naturales, el auge de los neofascismos y la concentración del poder en manos de corporaciones transnacionales, la realidad contemporánea evidencia que los desafíos globales han desbordado las estructuras estatales y multilaterales existentes. Las herramientas con las que contamos para gestionar estos problemas resultan, a todas luces, insuficientes. La solución a estos fenómenos no puede venir de enfoques fragmentarios ni de acciones aisladas, sino de una transformación estructural que redefina las bases de la gobernanza global y articule un marco jurídico, político y social que trascienda las fronteras nacionales. En este contexto, la creación de instituciones supranacionales con poder real, legitimidad democrática y capacidad vinculante se perfila como una condición imprescindible para enfrentar los retos del siglo XXI.
El cambio climático es, quizá, el ejemplo más evidente de una crisis que exige una respuesta planetaria. La acumulación de gases de efecto invernadero en la atmósfera, producto de siglos de industrialización sin control, ha desencadenado una serie de fenómenos catastróficos, como el aumento del nivel del mar, la desertificación de vastas regiones y la intensificación de eventos meteorológicos extremos. Estos efectos no respetan fronteras y afectan de manera desproporcionada a los países del Sur Global, que son los menos responsables de las emisiones históricas. Sin embargo, las medidas adoptadas hasta ahora, como los acuerdos internacionales sobre reducción de emisiones, han sido insuficientes debido a la falta de voluntad política, el predominio de intereses económicos y la ausencia de mecanismos coercitivos que obliguen a los Estados y a las corporaciones a cumplir con sus compromisos. En este sentido, la propuesta de Luigi Ferrajoli de una Constitución de la Tierra resulta fundamental. Este marco normativo supranacional no solo protegería los derechos fundamentales de las personas y de las generaciones futuras, sino que también establecería obligaciones vinculantes para todos los actores, asegurando que la sostenibilidad ecológica sea un principio rector de las políticas globales.
El agotamiento de los recursos naturales y el pico del petróleo son problemas interrelacionados que agravan la crisis ecológica. La extracción masiva de combustibles fósiles, minerales y agua está llevando al colapso de ecosistemas enteros y provocando conflictos geopolíticos por el control de estos recursos. El agua, en particular, se ha convertido en un bien estratégico que alimenta tensiones entre naciones y regiones. En lugares como Oriente Medio, el acceso al agua es un factor determinante en conflictos que ya de por sí son complejos. Este escenario pone de manifiesto la necesidad de una gestión global de los recursos comunes, basada en principios de equidad y sostenibilidad. Una gobernanza planetaria que regule el uso de estos bienes y garantice su distribución justa es esencial para evitar que las luchas por los recursos se traduzcan en guerras y desplazamientos masivos.
Las crisis migratorias son otro fenómeno de alcance global que exige una respuesta coordinada. Según datos de la ONU, decenas de millones de personas se ven obligadas a abandonar sus hogares cada año debido a conflictos, desastres naturales y condiciones económicas extremas. El cambio climático está intensificando este fenómeno, ya que la desertificación, las inundaciones y la pérdida de tierras habitables están forzando a comunidades enteras a migrar. Sin embargo, las políticas migratorias adoptadas por muchos países, especialmente en el Norte Global, están basadas en el cierre de fronteras, la militarización y la criminalización de los migrantes. Este enfoque no solo es inhumano, sino también insostenible. Los flujos migratorios son una consecuencia inevitable de las desigualdades globales y de la crisis ecológica, y su gestión requiere una estrategia global que combine la protección de los derechos humanos con políticas de desarrollo sostenible en los países de origen.
El auge de los neofascismos y de la ultraderecha en diversas partes del mundo representa una amenaza adicional para la estabilidad global. Estos movimientos, que se alimentan de la xenofobia, el chauvinismo o ultranacionalismo extremo y la desinformación, aprovechan las inseguridades económicas y sociales para erosionar las instituciones democráticas y promover políticas regresivas. En un contexto de creciente desigualdad, el discurso de la ultraderecha encuentra terreno fértil al culpar a los migrantes, las minorías y las instituciones internacionales de todos los males sociales. Este fenómeno no es un problema aislado, sino una consecuencia directa de las dinámicas económicas y políticas globales. La concentración de la riqueza, el desmantelamiento del estado del bienestar y la falta de mecanismos de redistribución han generado un descontento generalizado que estos movimientos explotan. La única forma de contrarrestar esta amenaza es a través de una gobernanza global inclusiva que aborde las causas estructurales de la desigualdad y promueva valores de solidaridad y justicia social.
En paralelo, asistimos a una carrera armamentística que pone en peligro la supervivencia de la humanidad. A pesar de las múltiples crisis que enfrenta el planeta, las potencias globales siguen destinando enormes recursos al desarrollo de tecnologías militares, incluidas armas nucleares y sistemas de inteligencia artificial con fines bélicos. Esta dinámica no solo desvía fondos que podrían ser utilizados para abordar problemas urgentes como el cambio climático o la pobreza, sino que también aumenta el riesgo de conflictos devastadores. La proliferación de armas nucleares, en particular, es un recordatorio constante de que un error de cálculo o una escalada puede tener consecuencias catastróficas para toda la humanidad. La creación de un tratado global vinculante para el desarme nuclear y la regulación estricta de las tecnologías militares son pasos imprescindibles para garantizar la paz y la seguridad internacionales.
El tecnofeudalismo, como lo describe Yanis Varoufakis, añade otra capa de complejidad a este panorama. En este nuevo sistema, el poder ya no reside únicamente en los Estados, sino que está cada vez más concentrado en las grandes corporaciones tecnológicas y financieras que controlan flujos de datos, información y riqueza. Estas entidades operan al margen de las dinámicas democráticas, ejerciendo una influencia desproporcionada sobre las políticas públicas y exacerbando las desigualdades globales. Las corporaciones tecnológicas, en particular, tienen un impacto significativo en la economía, la política y la cultura, desde la manipulación de elecciones hasta la precarización del trabajo. En este contexto, es urgente establecer mecanismos supranacionales que regulen a estas corporaciones, garanticen la transparencia y protejan los derechos de los ciudadanos frente a los abusos de poder.
El cambio climático, la crisis migratoria, el auge del neofascismo, la carrera armamentística y el tecnofeudalismo son solo algunos de los desafíos globales que enfrentamos. Sin embargo, todos ellos están interconectados y comparten una característica común: no pueden resolverse dentro de los límites de los Estados-nación. Los problemas globales requieren soluciones globales, y estas solo pueden surgir de instituciones supranacionales con poder real y legitimidad democrática. La creación de una Constitución de la Tierra, como propone Luigi Ferrajoli, sería un paso fundamental en esta dirección. Este marco normativo establecería los derechos y deberes de todos los actores, desde los Estados hasta las corporaciones, y garantizaría que la sostenibilidad, la justicia y la equidad sean principios rectores de la acción global.
La resistencia a la creación de estas instituciones supranacionales proviene, en gran medida, de las élites políticas y económicas que se benefician del statu quo. Los Estados poderosos y las corporaciones transnacionales tienen poco interés en ceder soberanía o aceptar regulaciones que limiten su capacidad de acción. Sin embargo, la alternativa a esta resistencia es el colapso. Si no somos capaces de articular una respuesta global a los desafíos del siglo XXI, las crisis actuales se intensificarán, llevando a una espiral de conflictos, desigualdades y catástrofes ambientales de proporciones inimaginables.
La gobernanza global no es una utopía ni una aspiración idealista; es una necesidad práctica y urgente. Las instituciones supranacionales deben ser diseñadas de manera inclusiva, asegurando que todos los pueblos y naciones tengan voz en la toma de decisiones. Deben contar con mecanismos efectivos de rendición de cuentas, para evitar que se conviertan en instrumentos de poder para unas pocas élites. Y, sobre todo, deben basarse en principios de solidaridad, justicia y sostenibilidad, que son las únicas bases sobre las cuales puede construirse un futuro viable.
La humanidad enfrenta un momento decisivo. Las decisiones que tomemos hoy determinarán el curso de los próximos siglos. Tenemos los conocimientos, los recursos y las herramientas necesarias para abordar los desafíos globales, pero necesitamos voluntad política y una visión colectiva que trascienda los intereses nacionales y particulares. Como afirmó el jurista y filósofo Luigi Ferrajoli, "Solo una Constitución de la Tierra que introduzca un demanio planetario para la tutela de los bienes vitales de la naturaleza, prohíba todas las armas como bienes ilícitos, comenzando por las nucleares, e introduzca un fisco e instituciones idóneas globales de garantía en defensa de los derechos de libertad y en actuación de los derechos sociales puede realizar el universalismo de los derechos humanos. El proyecto de una Constitución de la Tierra no es una hipótesis utópica, sino la única respuesta racional y realista capaz de limitar los poderes salvajes de los estados y los mercados en beneficio de la habitabilidad del planeta y de la supervivencia de la humanidad." La Tierra es nuestro hogar común, y protegerla es un deber moral y jurídico que compete a todas, todos y todes. La construcción de una gobernanza planetaria eficaz no es solo una posibilidad; es nuestra responsabilidad más urgente.
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