La compra y venta de futbolistas refleja el estado del mercado en la época de la globalización liberal: las riquezas están en el Sur pero se consumen en el Norte, el único que tiene los medios para comprarlas.
Del 9 de junio al 9 de julio nuestro planeta se verá sumergido por un peculiar maremoto, el del fútbol, cuya fase final de la Copa del Mundo se desarrolla en Alemania. Se trata del acontecimiento deportivo y televisivo más universal. Varias decenas de miles de millones de telespectadores, en audiencia simultánea, seguirán los 64 partidos de la prueba que opone a 32 equipos nacionales, representantes de los seis continentes.
La confrontación alcanzará su máxima intensidad el domingo 9 de julio, cuando los dos últimos equipos clasificados disputen la final en el Olympiastadion (construido por Hitler para los Juegos Olímpicos de 1936). En ese momento, más de dos mil millones de personas -la tercera parte de la humanidad- en 213 países (la ONU sólo tiene 191 Estados miembro) se encontrarán ante sus pantallas. Y ninguna otra cosa contará para ellos.
La competición actuará entonces como una formidable pantalla y ocultará cualquier otro acontecimiento. Para gran alivio de algunos. Por ejemplo, en Francia, Jacques Chirac y Dominique de Villepin apuestan sin duda a esta hipnótica distracción colectiva para tratar de hacer olvidar el tenebroso caso Clearstream. Y lograr un respiro.
"Peste emocional" (1) para algunos, "pasión exultante" (2) para otros, el fútbol es el deporte internacional número uno. Pero indiscutiblemente es más que un deporte. Si no, no suscitaría semejante huracán de sentimientos en conflicto. "Un hecho social total", lo definió el gran ensayista Norbert Elias. Cabe afirmar que constituye una metáfora de la condición humana. Porque según el antropólogo Christian Bromberger, permite vislumbrar la incertidumbre de los estatus individuales y colectivos, como asimismo los azares de la fortuna y el destino (3). Favorece una reflexión sobre el papel del individuo y el trabajo en equipo, y da lugar a debates apasionados sobre la simulación, la trampa, la arbitrariedad y la injusticia.
Como en la vida, los perdedores en el fútbol son más numerosos que los ganadores. Por eso ha sido siempre el deporte de los humildes, que ven en él, consciente o inconscientemente, una representación de su propio destino. También saben que amar a su propio club es aceptar el sufrimiento. En caso de derrota, lo importante es permanecer unidos, juntos. Gracias a esta pasión compartida, se tiene la seguridad de no quedar nunca aislado. "You will never walk alone" (Nunca caminarás solo) cantan los hinchas de Liverpool FC, club proletario inglés.
El fútbol es el deporte político por excelencia. Se sitúa en la encrucijada de cuestiones capitales como la pertenencia, la identidad, la condición social e incluso la religión, por su aspecto sacrificial y místico. Por eso los estadios se prestan tan bien a las ceremonias nacionalistas, a los localismos y a los desbordes identitarios o tribales, que desembocan a veces en violencias entre hinchas fanáticos.
Por todas esas razones -y sin duda por muchas otras, más positivas y festivas- este deporte fascina a las masas. Las cuales a su vez interesan no solamente a los demagogos sino sobre todo a los publicistas. Porque más que una práctica deportiva, el fútbol es hoy un espectáculo televisado para un público muy amplio cuyas vedettes se pagan a precio de oro.
La compra y venta de futbolistas refleja el estado del mercado en la época de la globalización liberal: las riquezas están en el Sur pero se consumen en el Norte, el único que tiene los medios para comprarlas. Y ese mercado (a menudo compuesto por engañados) da lugar a formas modernas de trata de personas (véase el artículo de Johann Harscoet, páginas 24 y 25).
Los medios financieros puestos en juego son exorbitantes. Si Francia se clasificara para la final, el precio de una cuña publicitaria de treinta segundos en la televisión alcanzaría los 250.000 euros (es decir, 15 años de salarios de quien percibe el salario mínimo). Y la Federación Internacional de Fútbol Asociación (FIFA) va a percibir no menos de 1.172 millones de euros sólo por los derechos televisivos y los patrocinios de la Copa del mundo en Alemania. Por otra parte se estima que el total de inversiones publicitarias vinculadas con la competición va a superar los 3.000 millones de euros.
Estas masas de dinero enloquecen. Toda una fauna de negocios gira alrededor del balón. Controla el mercado de las transferencias de jugadores, o el de las apuestas deportivas. Algunos equipos no vacilan en hacer trampa para asegurarse la victoria. Los casos comprobados son legión. Como lo confirma el escándalo que sacude actualmente a Italia. Y que podría llevar a la Juventus de Turín, un club mítico, acusado de haber comprado a los árbitros, a ser degradado a división inferior. Así va pues este deporte fascinante. Tironeado entre sus esplendores sin igual y sus abyecciones cuyo efecto se parece a veces al del barro en un ventilador. Salpica a todo el mundo.