Comenzaré estas memorias en tecnicolor con una confesión: como muchos, que somos mayoría, experimento períodos de satisfacción e insatisfacción. Recientemente leí, no recuerdo donde, que esa es la condición del ser humano, entre otras: el tiempo de la vida responsable y organizada, y lo contrario: echarse a perder a causa del traqueteo de la rumba. En mi caso, se cumplen tales ciclos como si la mismísima luna fuera culpable del eterno retorno, cada fin de semana, y los lunes, cuando el mundo, como una llaga abierta, agrede con feroces ruidos, malas palabras e insultantes olores.
Después de un fin de semana de juerga, cuesta mucho retomar el laberinto de las obligaciones. Primero hay que tener paciencia y esperar que el organismo se libere de toxinas y efectos secundarios, causados por la mezcla de estimulantes dionisíacos entre los que se incluye el alcohol, el cigarrillo y demás aditamentos. Un proceso traumático. Una úlcera clavada en el estómago que da vueltas como un tornillo inclemente. Yo me equiparo a miles, a millones que hacen lo mismo que yo hago de lunes a viernes y de viernes a lunes. Caer y levantarse y luego caer y otra vez tener que levantarse. Así han pasado los años y compruebo que mi organismo ya no posee la misma velocidad. Hace veinte años me recuperaba al segundo día de una borrachera, ahora me cuesta el doble y quizá más. Mis intestinos se mueven como boas cansadas de llevar dentro tanta materia descompuesta durante años. No trabajan con la misma agilidad de tripas jóvenes. He sido, a lo largo de mi inestable vida, una pieza de alambique. Trasiego caña desde chiquito y mis pulmones están impregnados de nicotina, al borde de una TB.
Aparecen manchas en la piel: testimonio de un hígado que pide clemencia. Aparte las secuelas del jaleo y la pachanga, uno se rodea, como en un tango, de seres despreciables, como todos los imbéciles con quienes he hablado durante horas sobre asuntos de los cuales no conservo ni una perla. ¿Cómo es posible que yo pasara noches y noches en compañía de sujetos como Peluca? ¿Y Chicharrita? Desastroso. Un desperdicio. Estos tipos no tienen remedio. Lo digo, no porque pretenda descargar mi moralina de enratonado en la dudosa reputación de estos dos, si no porque es así, no hay otra: ¿Qué hago yo con Peluca y Chicharrita? Unos especímenes fuera de lo común, que pretenden pasar impunes: pasajeros de primera clase: sibaritas, gozones, lujuriosos, investidos de burocracia, portan el virus que lentamente los mata.
Peluca parece una nevera de dos puertas. Y a Chicharrita nada ni nadie lo salva de la diabetes y la cirrosis. En un tiempo, estos sujetos sin alma quisieron ser poetas, intelectuales, escritores famosos, artistas. Y en efecto, ocuparon altos cargos en la conducción (lo de conducción es un decir) de ese mundillo petiso, vanidoso y cruel, al cual planificadores, plumíferos refieren, eufemísticamente, como sector cultura. Condiciones hubo para ello. Condiciones históricas. El país vivía la plenitud del desorden, la rochela y la corrupción. Los colombianos minaban las bases de nuestra sociedad (me refiero a los colombianos malos), a partir de la primera presidencia de CAP: 1974-1979. Éste entregó el país a sus paisanos del otro lado de la frontera, a los malos. A cambio metieron, y meten, toneladas de cocaína. Con CAP los venezolanos vivimos una joda: una locura nefasta de magnitudes alucinantes, progresivas, catastróficas.
Aunque Peluca y Chicharrita no tenían, aparentemente, nada que ver con la política: hablaban de la Gran Venezuela. La nacionalización del petróleo y el hierro y el pleno empleo en baños y ascensores. Tal como ordenaba el famoso artículo 21 de CAP. En aquel entonces, Peluca y Chicharrita eran neoliberales, hoy día son chavistas devotos: afanados jalaban bola, pelaban linajes y apellidos, como en la colonia, con furia y pasión exclusivistas. Ser o no ser, a pesar de los pesares: poetas, escritores, gente entre la gente. Y para ser lo que quisieron ser no lo pensaron dos veces: buscaron amigos, cómplices, caimanes de un mismo pozo.
Un día Chicharrita quiso ser mi amigo. Me mostró unos textos suyos de iniciación en la escritura automática. La cosa no estaba del todo mal. La construcción de los párrafos, la secuencia rítmica y otros elementos de valoración estética, para decirlo a la manera pedante de los especialistas, permitían aceptar el hecho de que había en la humanidad de aquel muchacho recién llegado de Mérida, cierta vislumbre de escritor: un pestañeo, un picón favorable. No tardó mucho en confiarme la intimidad de las influencias literarias a las cuales había sometido el fragor de su empedernida creatividad. Recuerdo que entre ellas destacaba la influencia que en él había ejercido el maestro Juan Carlos Onetti. Y que me perdone este gran uruguayo si desde su tumba me observa escribiendo su nombre junto a los de Peluca y Chicharrita. Pero así es la vida y no es mi propósito adulterarla. No deseo añadir una porción de mentira a una historia verídica. Una historia que sucede en este momento. Pues, ni Peluca ni Chicharrita han muerto, y con el correr de los años no sólo ganaron fama y recompensas, sino que además forjaron la ambición de nuevos retoños que ansiaban con premura continuar los pasos de sus maestros en el arte del escalafón.
La descripción de Peluca merece párrafos aparte. Antes, muy antes, mucho antes, él era un tipo delgado, de melena negra, que, con el paso implacable del tiempo, se puso blanca. La propia melena de poeta como joven perro, al decir de Dylan Thomas. Perfilado. Su ascendencia le aseguraba, a su llegada de los páramos y la escuela de filosofía bogotana, el apoyo de la hight society en su vertiente intelectual y artística caraqueña: la crema de la crema. Las suyas, contrariamente a las de Balzac, eran ilusiones encontradas, garantizadas, nunca perdidas. Ante los ojos de Peluca y Chicharrita, recién llegados a la capital, se encendía la gloriosa pantalla de las letras nacionales. Tanto la carrera y el prestigio requerían abono como las plantas: orientaciones metafísicas. Para ello, el status quo, desde la época del general Gómez, quizá mucho antes, había organizado lo que hoy día, por pura moda, se ha dado en llamar intelectualidad orgánica.
Así como existe el abono orgánico, existe la intelectualidad orgánica. (La inorgánica es otra cosa y a ella nos referiremos en otra parte). Así crecían y a medida que crecían, Peluca, Chicharrita y otros jóvenes de todos los sexos, formaron un grupo literario que bautizaron con un nombre tomado de la jerga urbana, pretendiendo con ello transmitir una imagen corporativa que rescataba, a nivel retórico, la irreverencia de la perdida década de los sesenta. El grupo Tránsito. Adaptaron una especie de surrealismo que consistía en pegar palabras a lo loco, sin coherencia ni sentido. Fundaron una revista cursilona, full diseño, con fotografías donde los integrantes del grupo aparecían recostados en un muro; en pose de poetas, muy bien estudiadas. De perfil, con barbita algunos, mirando hacia el futuro, como jóvenes promesas que eran; también hubo fotos delante de bibliotecas de papel tapiz y se organizaron concursos de adivinanzas poéticas en los que descollaba, por su ágil y nutridísima memoria, y por sus impresionantes lecturas, el gordito “care manzana” O´Really. No me refiero al protagonista de la novela de John Kennedy Toole: La conjura de los necios. Aunque ambos comparten rasgos comunes. Así, guapos, jóvenes y apoyados, hacían de las suyas. Mientras tanto, las madres de Peluca y Chicharrita, cuyos linajes se remontaban hasta Puerto de Palos, elevaban oraciones a los santos y les pedían que intercedieran en la guardia y custodia de sus adorados pichones. Y es que las mejores familias, decía el abuelo de Peluca (dueño de bancos y supermercados), necesitan un sacerdote, un abogado, un militar y un poeta, con tal que no salga marico, añadía el viejo tacaño.
Y en esto tuvo razón el abuelo de Peluca. Aunque yo, apegado a la construcción aristotélica de la historia, no debo delatar la loca vida sexual de alguien que ha llegado a ser emblema de nuestras letras. Alguien condecorado, viajado y corrido en siete plazas. Ducho, yo diría superducho, en el camuflaje machista. Ya que, como nunca se decidió, por razones de orden familiar, Peluca siempre llevó (y lleva) la cruz de la homosexualidad reprimida, con fuerte olor a naftalina. Asunto suyo. Siempre que no sea asunto de la República. Que no dañe el prestigio de las instituciones. Todo aquel que quiera, puede hacer de su hilo un rollo. Así pienso yo y otros como yo que no creemos que la homosexualidad sea una amenaza a la sociedad. Las amenazas son de otra índole: la delincuencia, los crímenes, las malas costumbres, los valores perdidos, el deterioro físico y moral, el burocratismo hipócrita, y tantos otros males que han derrumbado imperios.
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Como en una secuencia cinematográfica, Peluca y Chicharrita cambiaban materia, forma y aspecto. El piso de la historia se movía. Sobrevino El Caracazo. Los perniles se confundieron con los cadáveres acribillados. El 28 de febrero de 1989 se llevó a cabo, por parte de las fuerzas represoras de la burguesía criolla, un homenaje a la necrofilia, para decirlo con palabras de Carlos Contramaestre. Pero ellos, Peluca y Chicharrita, estaban asegurados, provistos, impertérritos, dentro del redil de la intelectualidad, la farándula poética y la bohemia de Sabana Grande. Una gran época, dura y contradictoria para algunos y esplendorosa y bullanguera para otros.
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La secuencia cinematográfica traslada, en paneo, el cabaret de Liza Minelli a los predios de El Triángulo de las Bermudas. Yo recuerdo unas elecciones de la República del Este, en el bar Camilo´s, donde los electores introducían sus votos en una urna de verdad, pero de tamaño bonsay, que a tales fines mandó fabricar el multimillonario dueño de capillas funerarias, cementerios, fábricas de urnas y empresas aseguradoras: el extinto mecenas Elías Mebebes.
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Doy fe de ello. La historia, sostiene Mariano Picón-Salas, es como un baile que se escenifica en una sala que, de pronto, queda vacía. Palabras más, palabras menos, es lo que yo entiendo que quiso decir don Mariano, y a las pruebas me remito. Doy fe de ello. Porque yo los vi, desde los rincones, en mi condición de incognito, pues, sucedió que un buen día o un mal día me encontraba yo como muchos otros tantos días, mamando y loco por las calles de Caracas. Rebotaba de una pensión a otra. Buscaba con afán la posibilidad de dictar unas horas de clase o de impartir un taller de literatura a seres invisibles en aquel entonces: menores de edad presos en el retén Carolina Uslar, la cárcel del Junquito, los barrios de esa inmensa lepra multitudinaria llamada Petare, ese guetto constreñido en la espina dorsal de la ciudad: el barrio Los Eraso. Era el oficio más acorde con las aspiraciones de un muerto de hambre con veleidades literarias como yo. Mitad vago, mitad loco. Es como meterse a torero. Hay que tener bolas. Y pelar bolas. Mientras Peluca y Chicharrita ya eran funcionarios de confianza y ganaban premios en los concursos de cuentos de El Nacional. Yo iba a por un taller de literatura. Unas horitas de clase, pero que va. Había que moverla rápido, porque el hambre y la intemperie metían casquillo. Así que tenía que apelar a los avisos clasificados y someterme a la suerte del destino, como dice el bolero. Así fue que conseguí empleo en la funeraria Vallés, propiedad del otrora presidente de la República del Este: Elías Mebebes.
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Esta historia la he contado tantas veces, en botiquines, en tertulias de esquina y en pensiones de mala muerte. Lo cierto es que mi perspectiva del mundo, el lugar desde donde yo veía el carrusel de la existencia, era muy distinta y distante respecto a la perspectiva de Peluca y Chicharrita. Quienes siempre me ofrecieron su amistad y jamás dejaron de acompañarme en las mil y una noches que duró la rumba. Hasta que cambié de opinión respecto a ellos, siendo mi condición en demasía desventajosa, hube de refugiarme en el odio de clases e impugnar en mis fueros internos y externos la amistad con Peluca y Chicharrita. Otro tanto de mi parte iba, con toda la neura que cargaba, para “care manzana” O´Really, quien, además de funcionario ya fungía de consejero. Asistía al teatro de la vida y ni siquiera sospechaba las sorpresas que el tiempo reserva.
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Había una publicación dominica donde recibieron partida de bautizo los integrantes del grupo Tránsito y los grupos derivados, entre ellos los grupos Cloaca y Basura (éstos reivindicaban el realismo sucio), en torno al Papel Literario de El Nacional, que dirigía el poeta Equino. Allí se forjó la mayoría de los talentos que en la actualidad ocupan sillones de academias, cubículos de escuelas de letras, laboratorios donde se fabrican telenovelas en serie, fundaciones culturales subsidiadas por la CIA y otros negocios, como la publicidad y el periodismo mercenario. Esta intelectualidad orgánica imbuida de extremo narcisismo proclamaba, a través de todos los medios a su disposición, las bondades del neoliberalismo, la religión de los más aptos. La palabra gerente significaba lo mismo que sacerdote, pontífice, clase aparte. Fue entonces cuando surgieron los poetas gerentes. Clones clonados por el poeta Equino, quien, al sol de hoy, luce atuendos rojos. (Sin remordimiento que le devuelva a la memoria la identidad adecocopeyana). El poeta Equino hablaba (y habla) de sus ancestros como si éstos deambularán por ahí convertidos en fantasmas que le acompañan y le dan tragos de cocuy y mascadas de chimó.
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José Antonio Abreu dirigía (¿y dirige?) esta orquesta. Presidente del Consejo Nacional de la Cultura durante la segunda dictadura de CAP: 1989-1993. José Antonio Abreu obedecía las órdenes de su chofer, quien, dada las circunstancias, cumplía la función subsidiaria de la caridad en la persona disecada del músico, trapecista como pocos. Una especie de Fouché en fa menor. José Antonio Abreu soltó el trapecio de la Cuarta república y agarró el trapecio de la Quinta. El único rojo que ha ganado el Premio Príncipe de Asturias. Le da la vuelta al mundo cada ochenta días acompañado de un séquito constante y sonante. Está con Dios y el Diablo. A quienes martilla a la vez.
Cuando la coronación de CAP en el Teresa Carreño, el muy vivo dirigió la orquesta que interpretó el himno nacional dedicado a su majestad el asesino de Rubio. Esto corrobora lo que dice don Mariano. La fiesta termina y comienza otra fiesta en otro escenario, es decir, otra historia. Amado y odiado. Hábil como Houdini. Jalabola insigne. Símbolo de la patria transchavista, más allá del chavismo. El mundo se le ofrece como una extensa y costosa alfombra. Personaje de Sthendal: aclimatado a las contradicciones del trópico. Adeco rojo. Una brizna de paja en el viento, diría don Rómulo Gallegos.
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No salgo de
mi asombro al ver en la tele al poeta Equino recitando poemas de Mario
Benedetti. Siendo el poeta Equino un consumado intérprete vernáculo
de la lírica contemporánea francesa, quien, hasta hace poco, denigraba
de la poesía de Mario Benedetti, calificándola de panfletaria.
Mía era la pesadilla de Raskolnikof, después de haber matado a la vieja usurera, dueña de la pensión donde vivía el atribulado personaje de Doswtoieski. Pero yo no podía darme el lujo de Don Quijote, que confundió los libros con la realidad y viceversa. Acostumbraba llevar, en mi ligero equipaje, una edición de bolsillo de la novela Hambre, del gran escritor Knut Hamsun. A veces, pensaba que era yo mismo, quien recorría las calles de Cristianía, que podía ser Caracas. En busca de un lugar donde alojarme. Tratando, por encima de los obstáculos, escribir un artículo para entregarlo en la redacción del Suplemento Cultural de Últimas Noticias, donde su director, Nelson Luis Martínez, generoso y afable, publicaba a los jóvenes no recomendados (ni recomendables) como yo. En cambio, la camada literaria en manos del poeta Equino, mantenía a raya a los intrusos. No obstante, hubo marginales como Harry Almerda, de procedencia marginal, quien logró penetrar el grupo Tránsito.
Descendientes del Marqués del Toro, del General Francisco de Los Palotes, quien peleó en la machetera de Hoyo de la Puerta, a punta de chopo, escardilla, palo, navajas empuñadas por los peones de las haciendas. La genealogía de los jóvenes vates obedecía a un afán naturalista que mezclaba la teología y el positivismo con el cachivache ideológico neoliberal. De la escritura automática pasaron al haikú. Del haikú a la poesía mística. De la poesía mística pasaron a la poesía experimental. De la poesía experimental pasaron a la poesía transfor. De la poesía transfor pasaron a la poesía despojada. De la poesía despojada pasaron a la poesía hermética. De la poesía hermética pasaron a la poesía diurna y a la poesía nocturna. Y de la poesía nocturna pasaron a la demencia simulada. Ningún pronóstico advertía las negras nubes que se cernían sobre el territorio nacional de las letras.
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Peluca y Chicharrita han sido fieles a los aires del tiempo, y, después de todas las escuelas que transitaron en busca de sí mismos, cultivan, especialmente Peluca, la poesía política. En cuanto a Chicharrita, elabora fragmentos sobre la ciudad, a partir de la escritura semiautomática, acompañada de retórica fotográfica que logra convencer a primera vista. Las metamorfosis de Peluca y Chicharrita me dejan pasmado. ¿Cómo es posible ser uno y otro? ¿Tener varios egos? ¿Sufrir amnesia in-voluntaria? ¿Vivir con el alma aferrada a tristes recuerdos?
Los tres días que duró el Caracazo no abandonaron la Baticueva. Allí el mayordomo Alfred (cuya identidad la revelaré en otra parte de mis confesiones), atendía llamadas y contestaba correspondencia. La Baticueva era un lugar afable. Como tantos otros lugares por donde Peluca y Chicharrita habían transitado: la dirección de recursos humanos, la dirección de presupuesto, la dirección de la dirección: ninguna dirección le era extraña a Peluca y Chicharrita: habían pasado por todas. Y es que Peluca y Chicharrita habían nacido para ser directores. Poetas gerentes. En este aspecto, corroboraban las aptitudes que en ellos cultivara el director José Antonio Abreu. (Titubeo al redactar los tiempos verbales en pasado y presente).
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Después de los días genocidas del Caracazo, CAP invitó a Palacio a los “intelectuales”, o mejor dicho, lo que se suponía era una representación de este sector, por pura pantalla, y que para preguntarles y ser aconsejado por ellos. Era como ver a Alejandro Magno recibiendo instrucciones de sus profesores de tenis. Allí estaban Bolsita, estrenando chaleco negro y paltó recortado. Lentes de carey cuadrados: los de siempre (el tipo no envejece: es el retrato de Dorian Gray). A su lado, el gordo Manuel Caballero. Pino Iturrieta y otros de cuyos nombres nadie quiere acordarse. Un sanedrín kantiano. Al final no se supo qué fue lo que le aconsejaron a CAP.
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Estas interpretaciones
de opereta mal lavada uno las veía desde las páginas de los periódicos
de la oligarquía. A través de la red de televisoras privadas y los
radio receptores fabricados por el capitalismo, importados de EE.UU
por la susodicha oligarquía. Los medios eran el mensaje: la fotografía,
el chaleco, los lentes de carey, los cachos de Manuel Caballero, la
ronquera silenciada en la imagen congelada de Pino Iturrieta. Y el poeta
Rafael Arráiz Lucca. Al piano. Al derecho y al revés. En un solo,
e interminable (beckeriano) monólogo inclemente: machacaba y machacaba
que el neoliberalismo era la religión de los más aptos. Desde ese
día, que CAP los invitó a Palacio, las fotos de los intelectuales
orgánicos de la Cuarta república sustituyeron las portadas fotográficas
de modelos y pibes de la farándula dominical.
Mientras los vagos como yo fumábamos marihuana en Tierra de Nadie (UCV) y hacíamos la interminable cola del comedor universitario (más larga que la muralla china), Peluca y Chicharrita estudiaban, uno en Mérida y el otro en Bogotá. Posteriormente, Peluca fue traslado por decisión de su ultraconsevadora familia a los predios de la Universidad Católica Andrés Bello. (Antro fascista). Apenas graduados de filósofos y letrados, concibieron la estrategia vital que coronarían hasta el presente, haciendo gala de dotes para el esguince y la finta. Ya lo dije: Peluca y Chicharrita se hacían pasar por eso que los hipócritas llaman apolíticos. La tarea de ser actor político era confiada, durante la zoocracia, a una claque de facinerosos que ocupaban curules en el congreso, asambleas legislativas, consejos municipales, ministerios, institutos autónomos, empresas del estado (PDVSA); instituciones militares y todo: tribunales, cárceles, hampa: la oligarquía, por debajo de cuerda, designaba sus representantes políticos. Quienes terminaron siendo pésimos actores.
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La vida cotidiana de los venezolanos se encadenaba los sábados a partir de las tres de la tarde hasta la nueve de la noche. Venevisión transmitía, como un rito patrio: Sábado Sensacional (ahora se llama Súper Sábado Sensacional): animado por un hombrecito de origen judío, un freack: Amador Bendayán. Un hijo suyo lo conocí en el bar las Delicias en la Pastora. El hijo ya estaba entrado en años y era un borracho consuetudinario que vivía (y bebía) de una renta que le dejó su padre natural. Siendo como era hijo natural de Amador Bendayán.
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Hubo un paréntesis bochornoso durante los gobiernos intermitentes de AD y Copey: el gobierno de Jaime Lusinchi. Un viejo borrachón a quien le ponían unos enormes pañales porque no controlaba los esfínteres. Cara de bebé querido, en verdad que se cagaba y la cagaba. Todo el período presidencial de este cagón pasó como una telenovela. La “mala” era la secretaria privada de la Presidencia: Blanca Ibáñez. Todo este período transcurrió como una variante de El Derecho de nacer. Para ello, el país contaba con la asesoría de cubanos batisteros importados de Miami, quienes se encargaban de los decorados y la puesta en escena y el manejo de los medios de comunicación. Cada día el divorcio de Jaime Lusinchi acontecía como un fragmento de historia patria. La nación entera no se perdía una sola secuencia de aquel culebrón que duró cinco años.
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Yo crecí viendo
las telenovelas interpretadas por Marina Baura, Raúl Amundaray (quien
hizo el papel de Albertico Limonta, junto a María Teresa Acosta como
Mamá Dolores: Eva Moreno, Doris Wells y tantos otros: José Bardina).
El mundo entraba por esa ventana rectangular de vidrio iluminado en
blanco y negro por donde se transmitían las informaciones de las empresas
petroleras: El Informador Creole, entre otros telenoticieros.
Dentro de la historia (no lineal) de la radiodifusión, recuerdo los
programas de Napoleón Bravo: Gente en ambiente. Allí comenzó
Bolsita su carrera de escritor. Primero fue con la literatura oral,
luego pasó a la literatura escrita y finalmente terminó haciendo literatura
anal. Despotricaba de don Rómulo Gallegos y decía, entre otras cosas,
que don Rómulo era un escritor retardatario. Que cuando el ilustre
venezolano escribía Doña Bárbara ya Proust había escrito En busca
del tiempo perdido. Que esa si era una obra contemporánea, pues,
para Bolsita, Rómulo Gallegos siempre fue un pasado de moda. Bolsita
me contó que un día que salía de una de esas sesiones fundamentalistas
en contra del maestro de la novela venezolana y latinoamericana, fue
asaltado por una mujer que le cayó a carterasos. Eso por hablar paja
en contra de don Rómulo Gallegos, a quien descalificaba en su condición
de joven que se había decidido por la literatura experimental. Ver:
Proust: ejercicio narrativo. También me remito a los programas
grabados, moderados por el dicharachero Napoleón Bravo. Aclaro, de
una, que estas Memorias son auténticas y yo soy el responsable de cada
palabra.
Además de
la sala de baile donde se escenifica la historia, también cambian las
máscaras. Los actores que participan en el espectáculo cotidiano que
tiende hacia la historia (la historia menuda, de todos los días: no
la heroica: grandilocuente); cambian las máscaras. Éste es un proceso,
para llamarlo de algún modo, que sucede de manera similar a un cambio
de piel. Una revolución, por ejemplo, es una nueva puerta que se abre.
O muchas puertas que se abren. Las reivindicaciones ancestrales de los
descendientes de africanos que fueron esclavizados; la reclamación
legítima de las tierras que fueron arrebatadas a los habitantes originarios
de América; la exclusión que se hizo patente durante la Cuarta república,
dentro del ámbito de la educación, la cultura, el arte y las letras;
lamentablemente, sirven de pretexto y justificación para que muchos
farsantes pasen por esas puertas. Estos coleados históricos los conoció
don Pío Baroja y sobre ellos escribió memorables líneas donde adquieren
rasgos particulares. Otro tanto cabe decir acerca de nuestros coleados
históricos. Que los hay de varios tipos: están quienes con maña y
truco logran entrar a la fiesta. También los hay que no creen pero
les conviene. Además de los incapaces, quienes suelen reconocerse porque
hablan de justicia, equidad y amor y en sus vidas reales, son auténticos
patanes que reproducen los vicios que se quiere superar mediante un
esfuerzo colectivo de amplia participación. La fraseología revolucionaria
es uno de los enemigos de la revolución. Esto sucede cuando el discurso
que pretende ser revolucionario sufre disociaciones respecto a la realidad
vivida por los sujetos emisores de tal fraseología. Signos de inmadurez
política. Cuando se trata de jóvenes, aunque también los hay viejos
(Peluca y “care manzana” O´Really); repiten lemas revolucionarios,
son maestros en el arte de la simulación verbal. Expertos en el artilugio
de la fraseología revolucionaria.
A medida que
voy desenrollando este rollo, trato de mantenerme al acecho, pendiente
de los intersticios de la memoria, las luces que se encienden y se apagan
como fuegos fatuos. Los sueños donde estos fuegos aparecen desplazándose
en la oscuridad del inconsciente: lenguas de fuego de un color azulado
violeta. Aparecen y desaparecen. Se extinguen por sí mismas. Ningún
viento las mueve, y, sin embargo, cambian de lugar a medida que se desplazan,
adquieren otra tonalidad más débil y se consumen sin dejar huella
de incendio. No queman. No abrazan árboles ni derriban nada pero confunden,
atraen con voluptuosas formas adquiridas a lo largo del camino de la
vida. (Un equivalente metafórico de los fuegos fatuos lo tenemos en
las florecillas de ilusión que admiramos por ratos súbitos, de acuerdo
con la versión mística de San Juan de la Cruz). En pocas palabras:
las apariencias engañan. No basta con parecer lo que no se es, si no
que además hay que parecer que se es por encima de quienes son. Esto
que parece un trabalenguas es una verdad indiscutible. Concierne a todos
los oficios: zapatero, médico, artista. Hay quienes lo son sin serlo
y hay quienes son y no pueden ser porque las circunstancias adversas
suprimen voluntades. Entre esas circunstancias destacan la ignorancia,
la pobreza y la exclusión social. Sobre la base de estos tres factores,
se organizó la orquesta de los intelectuales orgánicos de la Cuarta
república, de cuyos integrantes la revolución heredó, junto a otros
males de prolija enumeración, una porción, distribuida entre poetas,
periodistas, abogados, militares (también son intelectuales según
Gramsci), y payasos líricos que siguen siendo gerentes, asesores y
viajeros inagotables como Peluca, Chicharrita y el leidísimo O´Really.
Peluca ha envejecido
prematuramente. Sus piernas se han arqueado por el peso unánime de
la panza. La nariz se convirtió en una papa porosa. Los ojos, detrás
de los cristales de los lentes, parecen los ojos de un pez en el refrigerador
de una pescadería. Camina como una tortuga en dos patas. Los hombros
en forma de V invertida, soportan la atmósfera. Poco a poco, sus hombros
declinan, al igual que sus piernas, pues, no hace nada para vincularse
de una manera activa al magnetismo de la tierra. Se mueve de un escritorio
a otro. De un bar a otro. De un aeropuerto a otro. De un país a otro.
De un automóvil a otro. De un hotel a otro, sin moverse.
La noche menesterosa
de la droga extiende sus tentáculos hasta los confines más sucios
de la ciudad. La cocaína perfora los pulmones y ejerce una labor de
taxidermista en la humanidad de los consumidores. Éstos parecen animales
disecados en vida. Es una noche que nunca termina: la noche menesterosa
de la droga. Dentro de su vientre atragantado de pequeños seres se
incuban pesadillas. Todas a cual escoger. Cada quien escoge su pesadilla.
Puede incluso compartirla. Congregarse en torno a la caña. Buscar un
rincón en la piel de otro. La vida se convierte en un tobogán interminable
que sube y baja. Baja y sube, a medida que la adicción perfora. Escarba
la psiquis. Causa estragos. Pasa lo que le pasó al protagonista del
cuento de Edgar Allan Poe: El gato negro. Caes en una racha alcohólica.
El tiempo te empuja hacia el abismo del hastío. (La mayoría bebe por
hastío). La molicie, como gusta designar a ese estado turbio y espeso
del alma, el entrañable Julio Ramón Ribeyro, oculta en los pliegues
cotidianos de la existencia. El gato que antes era tu amigo, que te
seguía a todas partes, que te quería, como sólo saben querer los
animales domésticos, empieza a caerte mal. Primero le gritas, le lanzas
un objeto. Luego vas directo a la patada. El animal chilla: desconcertado.
No te reconoce. Se crispa. Se aferra al vacío con sus garras. Se eriza
de espanto. Sufre de terror. Abre los ojos, inmensamente los abre, y
te mira, como si te miraras a ti mismo. Te miras en los ojos horrorizados
del gato. Los ojos que llevas por dentro. Los ojos incrustados en las
paredes del hueco en donde te has metido. Caín: espantado, huyes de
ti mismo.
Desde que tengo memoria, escucho Radio Rumbos. Su lema promocional rebota en mi mente como un eco desde la infancia. Sigue siendo el mismo: Raaadio Rumbos en Caaaraaaacas… Sen-sa-cional. Soy un asiduo escucha de radio. Buena parte de eso que llaman cultura se la debo a la radio. Otra parte le corresponde en efecto a la historia tal como uno la percibe, mientras come, baila o trabaja. Los capítulos sobre la guerra de Vietnam, por ejemplo, que yo escuchaba, mientras almorzaba, y la radio permanecía encendida; la voz que salía del aparato informaba, con histérica insistencia, acerca de la amenaza comunista: que los vietcongos, desde Vietnam del Norte, se acercaban, más hacia el sur. Tenía siete años y no sabía quiénes eran unos y quiénes eran otros. En aquella guerra distante y a la vez próxima; radionovelada para América Latina. La historia radiada según la inmediatez del caso; cada día, movía un milímetro las piezas del ajedrez imaginario: el relato de los bárbaros comunistas comandados por un tal Ho Chi Min. A las puertas de la ciudad de Saigón. El mito de la ciudad asediada se representaba, y el mundo entero era espectáculo y espectador. Mientras yo almorzaba tranquilo en mi casa a la llegada de la escuela. El mito de la ciudad que está a punto de caer, transmitido por la red de emisoras de la gran cadena Rumbos. Aliada a otras cadenas radiales. Uno se miraba allá, en el pasado, desde el presente, y aceptaba, no sin resignación, la frase de Rimbaud: Yo es otro.
***
Mientras Bolsita
despotricaba de don Rómulo Gallegos en los programas de Napoleón Bravo,
transmitidos por Radio Capital, explotaban niples, cajas de resonancia:
había guerrillas y el país, o una suma de sus habitantes, sucumbía
ante la imbecilidad de los medios audiovisuales. El Topo Yiyo fue un
personaje que acaparó la atención de los venezolanos por un buen tiempo.
Era un muñeco. Un ratón de grandes orejas que hablaba con acento entre
argentino e italiano que es como decir lo mismo. El Topo Yiyo, además,
manifestada en sus movimientos de muñeco electrónico, amaneramientos
y poses afeminadas, junto a Gilberto Correa, quien fungía de interlocutor.
Un muñeco gay, contraparte de Chucky, más cercano a las patologías
delictivas de la actualidad. Chucky jamás hubiera hablado con Gilberto
Correa así como lo hacía el Topo Yiyo. Chucky es un muñeco psicópata,
como muchos de los niños de hoy, y en cambio, el Topo Yiyo, era hijo
de cubanos, que los hay como arroz dentro de Venevisión: mitad escenógrafos
y ejecutivos y mitad agentes de la CIA que es como decir lo mismo. La
mayoría de estos cubanos, ligados umbilicalmente a Miami, permanecen
tras bastidores y no se dejan ver, a excepción de actores como Jorge
Félix, batistero que hacía de esposo en la serie: Casos y cosas
de casa. Remedo de vecindario cuyas ventanas se abrían hacia las
mentes de un país que no estaba tan dañado como ahora. Pero que, a
partir del Pacto de Punto Fijo, comenzó a ser objeto de una avalancha
de opciones culturales estrictamente norteamericanas, a lo Renny Ottolina,
un funcionario de la CIA, que hacía, entre otros roles, de animador,
publicista, productor, bailarín y coreógrafo: se declaraba enemigo
natural de los chinos comunistas, mientras anunciaba una colección
de mercancías, las cuales, manipulaba con su estilo característico.
Demostraciones de lo que es un valor de uso en determinadas manos. Las
manos de Renny Ottolina podían ser las manos de cualquiera de nosotros
que manipulaba una licuadora o un cigarrillo Vicerroy, la marca
que fumaba Renny: clase aparte. Renny Ottolina murió en un atentado
concebido por CAP. La avioneta donde viajaba se estrelló contra El
Ávila y sólo quedaron restos dispersos de huesos y vísceras (ni siquiera
encontraron los lentes) entre chaparrales y cujíes, que yo vi cuando
los trasladaban en bolsas de plástico de color negro. Pobre Renny,
quiso ser presidente y CAP lo volvió añicos. Como a tantos otros.
El espíritu
de Atila se apodera de Peluca. La inestabilidad emocional lo delata
como un tipo extremista: llega al paroxismo y de allí pasa bruscamente
a la mala leche. La codicia de poder, aliada de la rumba, en su caso,
no reconoce límites. Un día puede estar alegre, frenético, dispendioso,
eso sí, con dineros públicos; y otro: inflamado, rojo, enrojecido,
los ojos acuosos, de pescado que salta (pepón) detrás de los cristales
de la pescadería. Peluca es un sujeto im-previsible. De allí que,
el personal a su cargo, viendo que le cambia el ánimo como una luna
loca, esté acostumbrado a su delirio y a su interminable noche que
arrastra a duras penas y a punta de fármacos y sicofármacos, como
una pesada urna. Esa es su condena y también la condena de quienes
le rodean. El espíritu de Atila suministrado en pequeñas dosis: voces
de mando que afrentan las caras pálidas de secretarias, mensajeros,
choferes y allegados. Su corte. Su anillo de poder. Donde los cortesanos
se apegan a la lógica de un espíritu capitalista, contrarreformista,
no protestante, amante de saraos. (En América Latina, el paradigma
de intelectual vivalapepa -el Bachiller Mujiquita: cobarde, oportunista
y cortesano, desde la primera colonia, rasga los velos del tiempo, como
un dardo envenenado, y se clava en el corazón de nuestros días). Peluca
ladra, refunfuña, gruñe, alza las manos crispadas, cuando algo sale
mal o cuando sus mozuelos no le han sido fieles, quiero decir sus asesores.
Lo cual, sucede con la regularidad típica de personas que no profesan
una convicción, sino que la simulan. A Peluca, únicamente le interesa
el poder por el poder, pero reducido a una escala provinciana e irónica:
triste y festiva. La cuestión está en que, dada la proximidad (en
la vida real), que hay respecto a este personaje (hombre mediocre, diría
José Ingenieros), su estatura aumenta mientras él está más cerca.
Pero basta un alfiler, una aguja, para desinflar semejante globo que
se desplaza sobre un par de piernas, arqueadas por el peso unánime
de la panza. Por cierto, noto que Peluca se parece, cada vez más, físicamente,
a Juan Vicente González.
Diríase que la Naturaleza da a aquellos de quienes quiere conseguir grandes cosas un temperamento enérgico, como otorga una poderosa vitalidad a los árboles encargados de simbolizar el luto y el dolor. Esos hombres, a veces con apariencias débiles tienen posibilidades de atleta, resistencia para la orgía y para el trabajo, están inclinados a los excesos y son capaces de asombrosas sobriedades.
Me identifico con estas líneas. Sin que por ello sienta ningún apego por la categoría romántica de genio. La cual, se colige de las aseveraciones de Baudelaire, quien, sin duda, se refiere a una clase especial de seres: hombres, como él mismo sostiene, predestinados por la Naturaleza, no por Dios, sino por la Naturaleza.
Palabras de un “hereje” que advierte la determinante participación de una entidad universal (la Naturaleza), en los destinos humanos. Baudelaire se refiere a un fenómeno de complexión, de capacidad física: resistencia, tanto en la alegría como en el dolor.
Un individuo
que pasa de un extremo a otro. Que tropieza con aceras, edificios, ciudades,
muelles, tabernas, hospitales. Un hombre que es multitud. Así veo yo,
a través del cristal de Baudelaire, a Poe. Como yo mismo puedo verme
y ver a otros. Reclutados en la misma guerrilla. Alistados en escuadrones
sucesivos marchamos a ultratumba.
A medida que avanzo en la espesura y la espinosa vereda de las confesiones, llego a una convicción: las memorias se adentran en el tiempo de todos los tiempos. Las memorias no tienen necesariamente que referirse al pasado, como si este fuese una coletilla de la existencia. Una base robada. Las memorias no son únicamente memorias del pasado, también son memorias del presente. Y, para los lectores, o el lector imaginario que siempre me acompaña, será siempre pasado, así hable en este momento acerca de este momento. Será siempre pasado para ese lector ubicado en el futuro. Ya lo dijo Alí Primera: hoy somos, mañana no.
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Valga este paréntesis para proseguir con el más directo de los tiempos: el de hoy: (27/07/2010). Me entero, luego de una semana de los hechos, que la Fundación para la Cultura Urbana, presidida por el poeta Rafael Arráiz Lucca, fue intervenida, dados los vínculos con el igualmente intervenido Econoinvest. Una casa de cambio, por lo poco que sé hasta ahora. Una de las entidades financieras mafiosas que la revolución está desmantelando. Hubo declaraciones y comunicados firmados por los “intelectuales” orgánicos de la Cuarta. Entre ellos Alfredo Chacón, tan abstruso en su vida como en su obra. Muy mal poeta, por cierto, si acaso lo es. Abro otro paréntesis para decir que durante la zoocracia ser poeta era lo más fácil del mundo, aún no siéndolo, como la mayoría, pero sabiendo hacer las cosas bien, siguiendo el guión al pie de la letra, tanto en público como en privado. Cierro paréntesis.
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La Fundación para la Cultura Urbana es una organización de intelectuales de derecha, defenestrados subvencionados por la CIA, a través de la NED. Esto lo sostiene Eva Gollinger en sus investigaciones. Hay un video donde aparecen los miserables desmontando pinturas al tiempo que sustraen piezas artísticas confiscadas, pues, entre otras evidencias, se hallaron falsos títulos de valor, falsas cédulas de identidad, así como implementos para su elaboración.
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No necesito haber leído el libro (“care manzana” O´Reeally si lo leyó): La CIA y la guerra fría cultural, para percatarme de que tanto Peluca, actualmente a cargo de sendas gerencias rojas, y el poeta Arráiz Lucca (fascista, académico, nieto de europeos inmigrantes neocoloniales), y el poeta Equino, y Chicharrita (nini por conveniencia): son cabezas (o cabecitas) de la hidra.
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(Paréntesis
entre paréntesis: (Chicharrita fue ganador del Premio Transgénico
(año 2003) que otorga (otorgaba) la Fundación para la Cultura Urbana
(allanada el día 20/07/2010)), y al año siguiente (2004), Chicharrita
fue designado agregado cultural del gobierno revolucionario en Brasil.
(La Embajada le ladilla tanto como la arquitectura de Neymeyer).
Miró hacia atrás y veo una hilera interminable de copas y vasos y botellas vacías. Un cementerio recalcitrante. La osamenta del pasado. Cruces que brillan sobre mortajas harapientas y habitaciones lúgubres. Latas de cerveza extraviadas en los rincones enchumbados. Ceniceros repletos. Risotadas que se pierden en el vacío de la nada. Cuerpos que se abrazan en la ignorancia de los encuentros fortuitos. Hoteles donde se alojan prostitutas y traficantes y homosexuales saturados de anfetaminas y afrodisíacos. Maquinitas de juego que despiertan a medianoche con timbres de alarma. Humo, mucho humo. Olores de aserrín mezclado con orines. Promontorios de vidrios rotos. Esperanzas lanzadas al basurero. Autodestrucción. Laceración cotidiana del hastío que reblandece la voluntad ante la inminencia del vicio. La molicie. Madre de todas las claudicaciones.
(…)