(Foto cortesia José Sant Roz)
Confiesa Cecilia Matos, que ella tenía 15 años cuando en 1962, conoció a Carlos Andrés Pérez, y que en esa época él era Ministro de Relaciones Interiores del gobierno de Rómulo Betancourt[1]. CAP tenía 40 años, es decir, le llevaba 25. En esa oportunidad, se le estaba dando un agasajo a CAP por haber estado encargado de la presidencia de la república, y en ese acto se decidió entregarle un presente. La escogida para entregarlo fue la jovencísima Cecilia Matos. El regalo se trataba de un llavero, ella fue a llevárselo, se vieron y el flechazo fue total, mortal. Se irían a vivir juntos (hasta que se murió de casi 90 años), CAP nunca se divorciaría y tendría con ella dos hijas.
Lo inmediato fue convertir a Cecilia en secretaria del Congreso de la República, mientras hacía un curso de bachillerato comercial que se estilaba mucho entre la gente humilde de la época.
Aquella historia se hizo tormentosa con el tiempo. CAP trató de disimular por un tiempo la vida que llevaba con su amante, pero poco a poco se le fue haciendo imposible. Durante su primer mandato la situación se le fue de las manos y aquello se volvió de espanto y señor nuestro.
El súbito capricho de CAP por Cecilia Matos, convertido ya en todo un señor Presidente de la República (primer período), estaba destrozando el país; ya el Presidente no se ocupaba sino de ella y de sus gustos., y esta señora no conocía límites en sus frivolidades.
Al menos Blanca Ibáñez había tenido la aspiración de hacerse bachiller, y luego ostentar el glorioso título de abogada de la república; también solicitó la Orden del Libertador en Primera Clase. Pero Cecilia Matos Melero, la barragana de Pérez, no quería títulos sino dinero y poder, estaba viviendo cerca de la mansión de los Cisneros. Se había hecho miembro del Club “La Lagunita” en 1978, cuando la acción valía 200.000 bolívares, y su en declaración al impuesto de la renta se había registrado que su ingreso anual era de 25.000 bolívares[2]. Estaba protegida por el banquero Pedro Tinoco, el socio de Gustavo Cisneros, y en fin por los Doce Apóstoles de la gran estafa nacional.
De gente como esta, señores, surgiría la Coordinadora Democrática, la que Gustavo Cisneros utilizaría para lanzarla contra Chávez e intentar derrocar su gobierno.
Delante de los Doce Apóstatas, Cecilia llamaba a CAP, “papi”, sin ningún recato y con muchos mimos. Cecilia llegaba en helicóptero a La Lagunita, en su mansión de las grandes saraos, con fiestas cariocas o dominicanas, botando con locura millones de bolívares en una sola noche. Gustavo Cisneros vio y conoció de cerca ese asqueroso mundo, pero él no era un analfabeto como Chávez para dejar de coger lo que tenía que tomar de aquellas bacanales. Y tampoco él hacía negocios con políticos, como se lo había aconsejado su padre.
¿Cuántas veces, Gustavo Cisneros le beso la mano a su vecina Cecilia Matos? ¿Cuántas veces la honraría recibiéndola en su casa del Country Club o en La Romana? ¿Cuántas veces compartiría con la pareja Pérez espléndidas reuniones en Nueva York o en Miami? En Nueva York aquella reina tenía varios lugares para no aburrirse. Podía pasar unos días en el Olimpic Tower o en la Galirie. Cecilia además tenía pasaporte diplomático, y Gustavo Cisneros lo sabía. Y los hermanos (catorce, en total) de Cecilia que de perrocalienteros y vendedores de empanadas en la calle ahora estaban también todos en ese mismo tren de privilegios, hasta con pasaportes diplomáticos. Las barraganerías de Pérez y de Lusinchi las conocía en detalles Gustavo Cisneros, pero como él no era analfabeto como Chávez, no le interesaba criticar a nadie; él estaba en lo suyo. Él no tenía nada que ver con eso. Entre los socios admitidos en La Lagunita Country Club de 1979, estaban junto con Cecilia, algunos de los que 22 años más tarde blandirían una banderita en la Plaza Altamira. Los había también quienes no se atreverían a ensuciarse golpeando cacerolas y marchando por la libertad de Venezuela: los Brillembourg, los Zuloaga, los Pocaterra, los Machado, los Azpúrua, … Y en verdad que casi nadie analiza que lo que la gente estuvo pidiendo a gritos en la Plaza Francia de Altamira: “¡que vuelvan las barraganas de los Presidentes!”. Entonces, insisto, el país no estaba dividido, ni había odios ni conflictos de clases sociales.
Eso es lo que ha estado pidiendo a gritos Gustavo Cisneros, desde Miami, Washington o Nueva York: “¡que vuelvan las barraganas de los Presidentes!”.
Cecilia Matos había sido simplemente una secretaria de la fracción de AD en el Congreso de la República, y allí mismo Lusinchi también encontraría la suya. Aquellas amantes que los adecos que se conseguían por racimos en el Congreso Nacional como que les traían buena suerte. Y de ser una simple secretaria, Cecilia pasaría a tener chofer que la llevaba y traía por Caracas en un Mercedes Benz, 350, adjudicado a la presidencia de la república. Porque además el “Apóstol Adelantado” Gustavo Cisneros conocía de la calidad viajera de Cecilia que no se estaba quieta en ningún lugar, y que de Nueva York saltaba a Paris, Roma, Madrid, Lisboa, Hawai, Japón, de aquí a Río de Janeiro, de Río a Miami, y del santuario agusanado a Curazao, Aruba, Puerto Rico o Santo Domingo. De cada viaje, Cecilia traía entre doce y quince maletas. Un souvenir asiático, contó ella misma como si se tratara de una friolera, le había costado quince mil dólares.
Cuando Cecilia estaba en Caracas, los Cisneros sabían que los miércoles era de la segunda dama. CAP no estaba para nadie sino para su reina. Medio millar de escoltas rodeaba La Lagunita. Eso sí, de madrugada se iba a La Casona, cumpliendo el dicho de que andino amanece en su casa. En su mansión de La Lagunita amenizaban las fiestas Julio Iglesias y La Polaca, y podían verse aplaudiendo y dando brinquitos modernos a Pedro Tinoco, a Carola Reverón de Loperena, a Antonio Scannone, Carmelo Lauría, Siro Febres Cordero (a quien se le dictaría luego auto de detención junto con Ricardo Cisneros), Luis Núñez Arismendi, Enrique Delfino, entre otros de la gran camada. Todos atendidos por un chef de apellido Vázquez que también preparaba ricos platos en Miraflores. Se refiere que Simón Alberto Consalvi era entre todos los sinvergüenzas de aquellas francachelas el que más destalonaba zapatos bailando, y siempre asistía a ellas sin su esposa. Lo que más preocupaba a aquellos grandes dirigentes que amaban tanto a su país, era que Cecilia no acababa por salir embarazada, y hasta se trajo al médico que trataba a la Sofía Loren.
Aquella Venezuela sí era bonita, no esta, nojoda, regida por un negro grosero, violento y amigo de Fidel Castro.
A Cecilia quien mejor la entretenía el superministro de economía Carmelo Lauría, porque este borrachito tenía una especial calidad humana para explicarle los decretos de Pérez. Se los llevaba ordenados por carpetas de colores, y mientras él campaneaba un buen whisky y ella un champaña, uno a uno se los evaluaba con la misma sapiencia y pedagogía que aplicaba en sus conferencias en la UCAB. Allí le decía que en el mundo habían desaparecido para siempre el sentido de términos como imperialismo, explotación, dominación y monopolio. Cecilia estaba sorprendida de que todo fuera tan simple y banal, mejor dicho que la banalidad fuese la reina de todas funciones del estado, y que aquello que una vez lo imaginó plagado de sublime complejidad no pasara de ser algo que se explica como una receta de cocina.
Cuántas horas el analfabeto de Gustavo Cisneros compartiría con la analfabeta Cecilia Matos. Quizá hablándole de las nuevas tecnologías.
Porque la gran querida de Gustavo Cisneros ha sido de siempre el capital y las nuevas tecnologías. Con ellas follaba cada minuto, cada segundo. En cuanto a lo doméstico Gustavo llevaba una vida muy familia y decente con su esposa, pero también comprendía que un Presidente estaba sometido a demasiadas presiones, y merecía gozar del reposo reservados a los grandes guerreros. Además, cómo no le iba a aceptar Cecilia, cuando el propio Pérez había amenazado a sus más cercanos financistas advirtiéndoles de que quien no aceptara su reina, no contara con él para nada.
De modo que Gustavo Cisneros hizo también el papel de un soberano chulo, porque jamás le dijo que lo que aquellos caprichos de su barragana estaba mal para el país; más bien lo protegía con su poderoso medio de comunicación Venevisión, y todas las noticias que allí pasaban sobre el país y sobre el Presidente en absoluto reflejaba aquella vida disoluta y degenerada de Pérez. Con solo haber pasado 30 segundos por su televisora, medio reseñando una sola de aquellas vagabunderías, Pérez y su amante habrían tenido que salir huyendo del país. Pero nada se decía porque Pérez era amigo de Kissinger y de los cubanos agusanados radicados en Miami. Estaba protegido, digo. Imaginemos que el chulo de los chulos, Napoleón Bravo, cada mañana, hubiese mostrado en su programa al espongiforme Pérez, para arriba y para abajo con su querida, mediante super-teleobjetivos. Quizá de verdad, Venezuela habría sido otra. Pero de puta a puñeteros, ellos se entendían bien, y el país se desangraba a paso de cabronadas. Eso era lo que pasaba, un fue así como entonces pudo surgir un grandísimo capo global.
Para aquella época los ministros se dividían en dos clases: los cecilianos y los apóstatas, y los que deambulaban como moscas dentro de AD para mantenerse al lado del gran sultán, tenían que mostrar un especial talento para la cursilería. En una de aquellas francachelas Héctor Alonso López, fue presentado como un prospecto de Presidente de la República. Gustavo Cisneros tuvo que haberle auscultado gónadas, sobaco y mollera, para que este muchacho diera tal salto y comenzase a ser recibido con frecuencia por Venevisión. Estaba este joven merideño mostrando sus dotes anfitriónicas cuando sorprendió a la clase dirigente y empresarial con una rumbosa fiesta sorpresa, en Margarita, al patriarca Gonzalo Barrios. Para la ocasión trajo los mejores quesos y vinos del planeta. Ciento cincuenta mil dólares costó aquella fiesta, barata, sin la comparamos con que la que se le hizo en el Hilton a Cecilia, cuando se dejaron correr periquitos blancos y palomitas rosadas. Héctor había tenido la ocurrencia de hacer desfilar por la fiesta un elefante rosado, pero llegó a tiempo.
Qué bella era aquella Venezuela, y que grande ese hombre que hoy recorre el mundo presentado el libro “Un empresario Global”.
Los periodistas de Venevisión no estaban, digo, para ir a La Lagunita y captar cuando llegaba en helicóptero Cecilia Matos, ni para perseguir a Pérez cuando salía a buscarla, ni para recoger las imágenes de cientos de policías resguardando la zona donde se encontraban aquellos amantes. En Venevisión nadie podía nombrar las palabras “Los doce apóstoles”, ni someramente mencionar a la dama de compañía de Cecilia, misia Gladis López.
Cisneros se cansó de ver cómo utilizaban docenas de vehículos del estado, docenas de policías y militares para proteger a Cecilia: Aviones de las Fuerzas Aéreas, lanchas, carros blindados. Aquella Venezuela sí era bonita y todo estaba en paz, y había ritmo, amor y sueños. CAP por ejemplo jamás se habría perdido la Boda del Siglo, entre el príncipe de Asturias y la plebeya Leticia, y Gustavo lo habría ayudado a elegir el traje e indicarle secretos del más refinado protocolo de altura. Si algún adeco o copeyano hubiese estado gobernando a Venezuela cuando se dio la Boda del Siglo, le habrían ganado al Lambucio Gutiérrez, el Presidente de Ecuador, quien se presentó en Madrid, como hemos mencionado, con dos días de anticipación al acto. ¡El Gran Madrugador! Para vivir entre bagatelas como éstas es por lo que los jeques de la Coordinadora Democrática quieren gobernar a Venezuela.
Aquella Venezuela, pues, sí era bella, y por eso Gustavo Cisneros ha estado buscando restaurarle su democracia. Que vuelvan por sus fueros los Héctor Alonso López, los lusinchistas y perecistas, y si no lo consigue por elecciones o por referenda, está dispuesto a obtenerlo, con la ayuda de Roger Noriega, enviando varios porta-aviones libertarios, paramilitares, ASESINOS.
Los empresarios aquellos que se disputaban servirle a la reina Cecilia son los mismos que se alzaron el 2002 contra Chávez: hubo uno que le prestó su Quinta Colibrí, situada en La Castellana, cerca de un edificio donde CAP tomaba lecciones para dominar los pasos furiosos de Travolta. No había las bailoterapias que ahora están imponiendo en las marchas y concentraciones el equipo de danza de Venevisión, sino travoltismo sobre ladrillos luminosos, y en esto Pérez se estaba volviendo un lince. Se sentía joven teniendo al lado a Cecilia.
Diego Arria, también tomaba lecciones en los cabarets de Pérez, y cuando Cecilia Matos se fue a descansar (no se sabe por qué) a El Hatillo en su mansión Giraluna (con 44 hectáreas boscosas), la carretera Unión le fue asfaltada por el enano Arria, gobernador entonces de Caracas. Esta mansión de El Hatillo la había adquirido Cecilia con la ayuda de Gumersindo Rodríguez y un empresario colombiano de nombre George Valey Norzagaray, primo de CAP. El entonces, Enrique Delfino, poderosísimo empresario, dueño de Delpreca, promotor de Parque Central y de las empresas constituidas con el Banco de los Trabajadores, Bantrab, para un descomunal desarrollo urbano de 10 mil millones de bolívares, etc., etc., aparecía como el comprador de la mansión de La Lagunita, y también de la quinta Giraluna. De esta casta de empresarios, surgirían los que se lanzarían al paro del 10 de diciembre del 2001, al golpe que encabezó Pedro Carmona Estanga y el criminal paro petrolero que duró tres meses, y de los cuales todos fue artífice Gustavo Cisneros junto los medios de comunicación. De aquella casta venían los Cisneros cuadrados con Pedro Tinoco (el más chulo entre los chulos de CAP), el hombre más rico de entonces, quien tuvo sus veleidades presidencialistas con aquel partidito que se llamó AVI. Pedro Tinoco era la fuerza y el condón de los doce apóstatas, y el epicentro de éstos era Cecilia Matos.
En La Lagunita está la crema de la crema de los golpistas venezolanos y allí está el Club que frecuentaban Cecilia Matos y los Cisneros, los Graniers, los Diego Arria y los Delfines, los Phellps y los Zuloagas, los Tinoco, y en fin, lo más granado del empresariado caraqueño. Cuando Cecilia aparecía, salía el sol aunque fuera de noche y todos estos señores corrían a besarle la mano, con mucha finura y galantería. La querían enseñar a jugar golf y tenis, a montar a caballo; jugar a las cartas no, porque ya lo había aprendido en los casinos del Caribe. Los días domingo, aquello no tenía comparación, llegaba el helicóptero presidencial, y salían con la vestimenta adecuada los dueños del país a dar sus salutaciones a la reina de las reinas. Tenía clase Cecilia, tanto como la de los Cisneros. Sin duda. En La Lagunita no había un solo analfabeto de los que detesta Carlos Fuentes. Si la noche cogía a aquellos “adelantados”, disfrutando de buenos cuentos y mejores entretenimientos visuales, se quedaban a dormir porque sobraban cuartos. Gustavo Cisneros sabía leer, y le llegaba la pequeña revista del Club, donde estaba Cecilia como miembro Clase A. Centenares de documentos llegaron a los tribunales denunciando los grandísimos robos de Cecilia (más de media docena de abultados reportajes aparecieron en la revista Resumen), pero jamás los periodistas de Venevisión, insisto, reportaron uno solo de ellos. Jamás se discutió en los programas de Carlos Rangel y Sofía Imber. No lo habría permitido el gran cabrón de Gustavo Cisneros.