A mis colegas universitarios.
Una garantía de la vigencia del sistema democrático es el derecho a disentir y como tal a existir en un espacio político de oposición. Es igualmente legítimo profesar y defender posiciones definidas por el propósito central de derrotar al gobierno establecido, por las vías legales y pacíficas disponibles. Hasta allí se estaría identificando un sistema político constituido racional. Del mismo modo, aceptemos que aunque la razón política no siempre es razón ética tampoco puede la práctica política desconocer totalmente los parámetros y criterios que rigen a esta última, porque entonces se convierte en práctica de la barbarie más abyecta. Se haría entonces política sin principios ni valores, en cuyo caso ¿Se podrá seguir llamándola política?
Pero cuando desde una posición política específica, individual o colectiva, se justifica el uso de cualquier medio de acción para lograr objetivos de Estado, como el cambio de gobierno o de sistema político, se abandona el campo democrático, con graves consecuencias para el funcionamiento de la sociedad. Poniéndose así de lado toda consideración ética de la acción política, fuente que garantiza su civilidad.
Todo el sistema se exacerba si ese medio político utilizado, con más énfasis y difusión, es el terrorismo. Sea éste de cualquier origen, signo o naturaleza. Esto hay que ratificarlo: todo acto terrorista es despreciable, y es imperioso condenarlo sin vacilación, porque no existe un terrorismo bueno y un terrorismo malo. Si se afirma lo contrario entonces se es partidario del terrorismo, a secas, y se abandona ipso facto toda convicción democrática, por más que se haga un discurso que pretenda ocultarlo. Es imposible ser demócrata y terrorista a la vez.
Por definición el terrorismo apela al uso de la violencia sistemática con objetivos políticos (Romero y Romero, 1994). Porque tiene por objeto crear un clima de miedo en la población (Miller, 1989). A este mismo tenor afirma Pérez Campos (1998) que “La violencia es la utilización ilegal de la fuerza y el terror para lograr fines políticos” (el subrayado es mío). Ha de agregarse que cuando la violencia política es generalizada conduce directamente a la ruptura de las relaciones políticas mediadoras de la vida común en sociedad. En esta situación derivada se imponen por tanto formas de relaciones de fuerza, allí desaparece todo orden basado en la convivencia social e institucional, que pudiera existir y que deberá prevalecer, aún en condiciones de máxima tensión o de un frágil equilibrio sociopolítico.
Es terminantemente indigno de la condición humana hacer un festín a propósito de la perpetración de actos terroristas, independientemente de la contabilidad de víctimas provocadas; resulta peor aún burlarse de las víctimas y banalizar las graves consecuencias de un atentado ¿Cómo se calificaría a alguien que después de los atentados terroristas perpetrados contra las Torres Gemelas en Nueva York el 11S, o contra el semanario satírico “Charlie Hebdo”, de París, el año 2015, o contra la asociación religiosa de la AMIA, en Argentina, durante 1994, por nombrar algunos eventos de repercusiones mundiales, aquel haya realizado comentarios de burla ante la tragedia y además los haya publicado para rematar la estupidez? ¿Qué es más grave, el acto criminal perpetrado por los autores del terror o el público (como masa morbosa) que lo aplaude abierta o solapadamente?
Hablando de morbo, algo insólito está ocurriendo ante todos en Venezuela ahora. Un atentado terrorista (tan terrorista y vil como los arriba recordados que todos repudiamos) se ha ejecutado contra el ciudadano presidente venezolano Nicolás Maduro, el alto gobierno y el público presente en la avenida Bolívar de Caracas, transmitido en cadena de televisión, en directo para el país. Apenas ocurrido el evento, una porción nada despreciable de la población opositora mostró sin pudor alguno múltiples mensajes de celebración, con entusiasmo superlativo, agravando la inusitada manifestación porque se expresaba lamentación por lo fallido de la agresión, al no perpetrarse el magnicidio planificado. Estas muestras jubilosas resultan desconcertantemente insólitas porque, entre otras razones, esas mismas voces del lado opositor sostienen, como lo sabemos, por todos los medios, un discurso imperioso acerca de la necesidad de provocar un cambio de régimen “ya”, porque a éste se le caracteriza como antidemocrático, ilegítimo, antipopular, autoritario, y de estar al servicio de una élite político-partidista, descalificada por “embrutecida”, “violenta”, “primitiva”...
Sin embargo, esa atrocidad gubernamental atribuida, real o supuesta, es replicada e incrementada exponencialmente, con saña, por la indecencia arrogante de los partidarios de la violencia extrema oposicionista. Más preocupante resulta el hecho porque dichas convicciones retorcidas suponen la posibilidad de una “solución final” para el conflicto político que define a la Venezuela actual, imaginando una especie de solución terminantemente, mágica, ahistórica, seudomística, que sea capaz de retrotraernos a un “tiempo idílico” nacional, carente absoluto de contradicciones, que solo puede existir en un “pensamiento” particular a costa de la supresión radical de todo rastro de memoria histórica reciente. Tal supresión es impulsora efectiva de un encuadramiento con formas y modos políticos aun más primitivistas, más perversos, con marcada factura ideológica anticomunista, donde se adora con frenesí fanático la aculturación capitalista, siendo la expresión más clasista y racista de esta ideología, de entre las que pudieran conocerse en el horizonte de la opinión pública contemporánea.
No hay nada totalmente nuevo en este escenario del imaginario sociopolítico observado en las masas opositoras en Venezuela en el marco del proceso que vivimos. Ha sido un fenómeno sociológico constante, en crecimiento, conscientemente promovido por los grandes poderes socioeconómicos y comunicacionales (nacionales y transnacionales), y por el frente de organizaciones políticas antinacionales y procapitalistas venezolanas, viejas y nuevas, enemigas del cambio paradigmático. Lo emergente aquí es la inusitada desfachatez que exhiben ahora muchos de nuestros conciudadanos oposicionistas, dirigentes y dirigidos, incluidos algunos muy doctos del mundo académico y de la intelectualidad criolla, empeñados en la defensa abierta de posiciones de franco talante fascista (es decir genocida) porque ve en el exterminio moral y físico del oponente social y político (gobierno y pueblo que lo apoya) la posibilidad de recuperación del país. Es grave, dramáticamente grave, que sea así de prosaico este “razonamiento” político plagado de fatales mitos.
Podría decir que este atentado contra Maduro, este 4 de agosto, es una campanada de advertencia, pero con esta frase hecha me quedaría todavía corto para expresar el desasosiego provocado. Es más gráfico decir que literalmente ayer hubo una explosión que nos quemó el rostro a todos. Es urgente sin embargo que recuperado el aliento cada uno de nosotros sea capaz de reaccionar con sindéresis, pero también con plena responsabilidad, con sólido espíritu crítico. De quienes más debemos esperar y exigir una reacción semejante, sin más aplazamientos, es del alto gobierno y de la oposición organizada.
El gobierno nacional no puede quedarse en lo convencional de la condena enérgica y la reacción legal contra los criminales, tiene además la perentoria obligación de atreverse a repensar la tragedia sociopolítica y económica que vivimos, para reinventar su desempeño como vector orgánico del Estado nacional, para recuperar seriamente, sobriamente, el principio de autoridad perdido y promover con un ejemplar ejercicio oficial una cultura de paz y decencia en todos los espacios públicos, mostrando una pauta direccional confiable y creíble, alrededor de un verdadero y realista plan nacional integral, de gran envergadura, que afronte proporcionalmente la magnitud inusitada de la crisis padecida, especialmente sufrida por las clases más desposeídas. Pese a la merma sufrida aún conserva la legitimidad requerida para hacerlo, pero ¿Por cuánto tiempo más? Se exigen tales respuestas perentorias porque se notan ruidosas las ausencias de políticas nacionales contundentes para soluciones tangibles, ausencias que han derivado, cómo negarlo, en su creciente impopularidad y en el aumento del repudio general, lo que por lo además facilitan el salto hacia el pleno caos social, que poderosos intereses, más la ignorancia cultivada y silvestre, de manera diabólicamente combinados, con su carga de despolitización inducida, desean frenética, fatídicamente, imponer.
Los sectores democráticos dentro del frente opositor, a todas luces minoritarios hoy en el espectro de la política nacional, tienen la obligación de distanciarse del oposicionismo terrorista que pugna por ser hegemónico, so pena de ser también arrasados, más tarde, por una vorágine de violencia que se impondrá si no se corta de raíz su desquiciada lógica, con todos los medios constitucionales y políticos disponibles, ahora que la violencia política terrorista busca extenderse, y que parece recibir cada vez más respaldo social, bajo el estímulo del agobio cotidiano y de la desesperanza colectiva, por los efectos directos de la manipulación del poder económico y de la evidente incompetencia oficial, ambas cada día más elocuentes.
Para todos es una prioridad ineludible converger pero también poder movilizarnos alrededor de unos grandes acuerdos políticos de las mayorías. Si el liderazgo formal continúa siendo incierto urge la respuesta protagónica de otros frentes, con iniciativas como las que pueda promover las bases del movimiento popular transformador. Quizás el acuerdo político más elemental de todos estos, porque sustentaría otros de significativa relevancia, es el que nos compromete a sostener la decisión de seguir transitando los caminos de la acción política pacífica, aún en los peores escenarios de crisis. Debe privar por encima de todo el compromiso de que estos caminos nunca serán abandonados ni permitir que se nos arrebaten, bajo ninguna circunstancia. Ello no significa ignorar la existencia de una confrontación aguda en desarrollo, marcada por ideas, cosmovisiones y proyectos antagónicos, pero que debe canalizarse defendiendo con valentía un “método” político para dirimirla, basado en la tolerancia y la necesaria convivencia, porque de lo contrario triunfará el odio, el extremismo, y con ello crecería el riesgo cierto de la guerra fratricida tantas veces provocada, que represebta la negación total del diálogo político, es decir, la negación rotunda de la vida social misma, para unos y otros.
Quiero pensar con optimismo discreto que estamos todavía a tiempo de evitar entregarnos pasivamente a un estado general de violencia política, a la opción atroz de la barbarie, a una situación donde el poder lo ejerza el terror y reine el miedo, donde las principales víctimas, sin duda, seremos otra vez los pobres, los trabajadores, la gente humilde, valga decir, el pueblo, de cualquier posición política.
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