Copyright y maremoto

Actualmente existe un amplio movimiento de protesta y transformación social en gran parte del planeta. Tiene potencialidades constituyentes desmesuradas, pero aún no es completamente consciente de ello. Aunque su origen es antiguo, se ha manifestado sólo recientemente, apareciendo en varias ocasiones bajo los reflectores mediáticos y, sin embargo, trabajando día a día lejos de ellos. Está formado por multitudes y por singularidades, por retículas capilares en el territorio. Cabalga las más recientes innovaciones tecnológicas. Le quedan pequeñas las definiciones acuñadas por sus adversarios. Pronto será imparable y la represión nada podrá contra él.

Es lo que el poder económico llama «piratería».

Es el movimiento real que suprime el actual estado de las cosas.

Desde que —no hace más de tres siglos— se impuso la creencia en la propiedad intelectual, los movimientos underground y «alternativos» y las vanguardias más radicales la han criticado en nombre del «plagio» creativo, de la estética del cut-up y del sampling, de la filosofía do it yourself. De más moderno a más antiguo se va del hip-hop al punk al proto-surrealista Lautréamont («El plagio es necesario. El progreso lo implica. Toma la frase de un autor, se sirve de sus expresiones, cancela una idea falsa, la sustituye con la idea justa»). Actualmente esta vanguardia es de masas.

Durante decenas de milenios la civilización humana ha prescindido del copyright, del mismo modo que ha prescindido de otros falsos axiomas parecidos, como la «centralidad del mercado» o el «crecimiento ilimitado». Si hubiera existido la propiedad intelectual, la humanidad no habría conocido la epopeya de Gilgamesh, el Mahabharata y el Ramayana, la Ilíada y la Odisea, el Popol Vuh, la Biblia y el Corán, las leyendas del Graal y del ciclo artúrico, el Orlando Enamorado y el Orlando Furioso, Gargantúa y Pantagruel, todos ellos felices productos de un amplio proceso de conmixtión y combinación, reescritura y transformación, es decir, de «plagio», unido a una libre difusión y a exhibiciones en directo (sin la interferencia de los inspectores SIAE).

Hasta hace poco, las empalizadas de las enclosures culturales imponían una visión limitada, luego llegó Internet. Ahora la dinamita de los bits por segundo vuela esos recintos y podemos emprender aventuradas excursiones en selvas de signos y claros iluminados por la luna. Cada noche y cada día millones de personas, solas o en colectividad, rodean/violan/rechazan el copyright. Lo hacen apropiándose de las tecnologías digitales de compresión (MP3, Mpeg etc.), distribución (redes telemáticas) y reproducción de datos (masterizadores, escáner). Tecnologías que suprimen la distinción entre «original» y «copia». Usan redes telemáticas peer-to-peer (descentradas, «de igual a igual») para compartir los datos de sus propios discos duros. Rodean con astucia cualquier obstáculo técnico o legislativo. Sorprenden en contrapié a las multinacionales del entertainment erosionando sus (hasta ahora) excesivos beneficios. Como es natural, causan graves dificultades a los entes que administran los llamados «derechos de autor» (Bernardo Iovene demostró cómo los administran en su investigación para la transmisión Rai Report del 4 de octubre de 2001, cuyo texto está disponible en la dirección http://www.report.rai.it/2liv.asp?s=82.

No estamos hablando de la «piratería» gestionada por el crimen organizado, sección de capitalismo extralegal no menos desplazada y jadeante que la legal por la extensión de la «piratería» autogestionada y de masas. Hablo de una democratización general del acceso a las artes y a los productos del ingenio, proceso que salta las barreras geográficas y sociales. Digámoslo: barreras de clase (¿de veras tengo que desgranar algún dato sobre los precios de los CD?).

Este proceso está cambiando el aspecto de la industria cultural mundial, pero no se limita a ello. Los «piratas» debilitan al enemigo y amplían los márgenes de maniobra de las corrientes más políticas del movimiento: nos referimos a los que producen y difunden el «software libre» (programas «de fuente abierta» libremente modificables por los usuarios), a los que quieren extender a cada vez más sectores de la cultura las licencias «copyleft» (que permiten la reproducción y distribución de las obras a condición de que queden «abiertas»), a los que quieren hacer de «dominio público» fármacos indispensables para la salud, a quien rechaza la apropiación, el registro y la frankensteinización de especies vegetales y secuencias genéticas, etc.

El conflicto entre anti-copyright y copyright expresa en su forma más inmediata la contradicción de base del sistema capitalista: la que se da entre fuerzas productivas y relaciones de producción/propiedad. Al llegar a un cierto nivel, el desarrollo de las primeras pone inevitablemente en crisis a los segundos. Las mismas corporations que venden samplers, fotocopiadoras, escáneres y masterizadores controlan la industria global del entertainment, se descubre dañada por el uso de tales instrumentos. La serpiente se muerde la cola y luego azuza a los diputados para que legislen contra la autofagia.

La consiguiente reacción en cadena de paradojas y episodios grotescos nos permite comprender que ha terminado para siempre una fase de la cultura y que leyes más duras no bastarán para detener una dinámica social ya iniciada y arrolladora. Lo que se está modificando es la relación entre producción y consumo de la cultura, lo que alude a cuestiones aún más amplias: el régimen de propiedad de los productos del intelecto general, el estatuto jurídico y la representación política del «trabajo cognitivo», etc.

De todos modos, el movimiento real se orienta a superar toda la legislación sobre la propiedad intelectual y a reescribirla desde el principio. Ya se han puesto las piedras angulares sobre las que reedificar un verdadero «derecho de los autores», que realmente tenga en cuenta cómo funciona la creación, es decir por osmosis, conmixtión, contagio, «plagio». A menudo, legisladores y fuerzas del orden tropiezan con esas piedras y se hieren las rodillas.

El open source y el copyleft se extienden actualmente mucho más allá de la programación del software: las «licencias abiertas» están en todas partes y en tendencia pueden convertirse en el paradigma de un nuevo modo de producción que libere finalmente la cooperación social (ya existente y visiblemente desplegada) del control parasitario, la expropiación y la «renta» a favor de grandes potentados industriales y corporativos.

La potencia del copyleft deriva del ser una innovación jurídica desde abajo que supera la mera «piratería», acentuando la pars construens del movimiento real. En la práctica, las leyes vigentes sobre el copyright (uniformadas por la Convención de Berna de 1971, prácticamente el Pleistoceno) están siendo pervertidas respecto a su función original y, en vez de obstaculizarla, se convierten en garantía de la libre circulación. El colectivo Wu Ming —del que formo parte— contribuye a dicho movimiento insertando en sus libros la siguiente locución (sin duda mejorable): «Permitida la reproducción parcial o total de la obra y su difusión por vía telemática a uso personal de los lectores, a condición de que no sea con fines comerciales». Lo que significa que la difusión debe permanecer gratuita... so pena del pago de los derechos correspondientes.

Para quien quiera saber más, la revista New Scientist ha ofrecido recientemente un excelente cuadro de la situación en un largo artículo publicado a su vez bajo «licencia abierta».

Eliminar una idea falsa, sustituirla con la justa. La vanguardia es un saludable «retorno a lo antiguo»: estamos abandonando la «cultura de masas» de la era industrial (centralizada, estandarizada, unívoca, obsesionada por la atribución del autor, regulada por mil cavilos) para adentrarnos en una dimensión productiva que, a un nivel de desarrollo más alto, presenta no pocas afinidades con la de la cultura popular (excéntrica, deforme, horizontal, basada en el «plagio», regulada por el menor número de leyes posible).

Las leyes vigentes sobre el copyright (entre las que se cuenta la amañadísima ley italiana de diciembre de 2000) no tienen en cuenta el «copyleft»: en el momento de legislar, el Parlamento ignoraba por completo su existencia, como han podido confirmar los productores de software libre (equiparados sic et simpliciter a los «piratas») en diversos encuentros con diputados.

Como es obvio, dada la actual composición de las Cámaras italianas, no se puede esperar nada más que un diabólico perseverar en el error, la estulticia y la represión. Sus señorías no se dan cuenta de que, bajo la superficie de ese mar en el que ellos sólo ven piratas y barcos de guerra, el fondo se está abriendo. También en la izquierda, los que no quieren agudizar la vista y los oídos, y proponen soluciones fuera de tiempo, de «reformismo» pávido (disminuir el IVA del precio de los CD, etc.), podrían darse cuenta demasiado tarde del maremoto y ser arrollados por la ola.

Traducción: Albertina Rodríguez Martorell


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