Los angloparlantes no tienen un término para el golpe de Estado. Se trata de algo lógico en un sistema donde tales acontecimientos son prácticamente inexistentes.
Como suelen hacer con ciertos vicios y cuestiones innombrables, los ingleses y sus primos gringos toman prestados los nombres en francés, ya que los galos son conocidos por hacer cosas que un anglosajón recatado jamás cometería. Así pues los llaman “coup d’état”, que nosotros simplificamos como ‘golpe’.
Esta actitud da una idea de lo exóticos que resultan tales hechos para el Departamento de Estado, cuyos diplomáticos nunca saben qué hacer cuando se escuchan ruidos de sables o gruñidos de gorilas.
Es por ello que las embajadas estadounidenses en muchos países latinoamericanos tienen una oficina de “Agregados Militares”, o “Asesores”, ubicada adentro, o lo más cerca posible, del Ministerio de la Defensa local. Cuando comienza la cosa el embajador gringo llama al Agregado y le pregunta cuáles son los buenos y así se ahorra confusiones.
En países como Haití el asunto es más fácil pues un comando de marines, acompañado de sus colegas franceses (para que sirvan de traductores), secuestran al presidente y lo llevan para África sin que nadie diga ni pío.
La variante panameña consiste en bombardear un barrio mientras sacan al gobernante local de su asilo en una embajada.
En Honduras el Presidente Zelaya fue trasladado a la base gringa de Palmerola durante el cambio constitucional de gobierno.
En cuanto a Ecuador, todavía no se sabe qué pasó, pero se supone que el golpe falló debido a la torpeza de la policía local, primeriza en tales lides.
En la Escuela de las Américas les enseñan a usar bombas lacrimógenas contra estudiantes rebeldes, manifestantes burocráticos o jubilados de la tercera edad, pero nunca para cosas más serias.
Los policías de Quito, tomados por sorpresa ante el arrojo del Presidente Correa, traspapelaron los roles de manera lastimosa. Unos quemaron cauchos mientras otros le disparaban lacrimógenas al mandatario, quien, rápidamente, fue dotado de una máscara antigases por su equipo de seguridad.
Ante semejante afrenta la furia estremeció a los gendarmes, quienes intentaron sacarle la máscara, procurando desnucarlo en el proceso. Luego lo cercaron en el Hospital Policial, de donde podía salir cuando quisiera recibir más bombazos, pero, eso sí, nadie le dijo que estaba secuestrado.
Ahora Correa inventa que había un golpe orquestado entre militares, policías, empresarios y los que ustedes saben.
¡Si hasta se le veían lágrimas de cocodrilo!
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