Presentada a menudo como el mejor de los sistemas políticos, la democracia ha sido durante mucho tiempo una forma rara de gobierno, dado que ningún régimen responde totalmente al ideal democrático, que implicaría una honestidad absoluta de los poderosos respecto de los débiles y una condena verdaderamente radical de todo abuso de poder. Y que hay que respetar cinco criterios indispensables: elecciones libres; existencia de una oposición organizada y libre; derecho real a la alternancia política; existencia de un sistema judicial independiente del poder político; y existencia de medios de comunicación. Aun así, algunos Estados democráticos como Francia y el Reino Unido negaron durante mucho tiempo a las mujeres el derecho al voto, y además eran potencias coloniales que pisoteaban los derechos de los colonizados.
A pesar de esos fallos, este método de gobierno tiene tendencia a universalizarse. Primero bajo el fuerte impulso del presidente de Estados Unidos Woodrow Wilson (1856-1924). Pero sobre todo después del final de la Guerra Fría y la desaparición de la Unión Soviética. Entonces se anunció "el fin de la historia" con el pretexto de que nada se oponía a que todos los Estados del mundo alcanzaran un día los dos objetivos de la felicidad suprema: economía de mercado y democracia representativa. Objetivos que se convirtieron en dogmas intocables.
En nombre de esos dogmas, George W. Bush estimó legítimo recurrir a la fuerza en Irak. Y autoriza a sus fuerzas armadas a practicar la tortura en cárceles secretas establecidas en el exterior. O a someter a tratamientos inhumanos, en la cárcel de Guantánamo, a prisioneros excluidos de todo marco legal, como acaba de denunciar un informe de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, así como una resolución del Parlamento europeo.
A pesar de infracciones tan graves, Estados Unidos no vacila en erigirse en instancia planetaria de homologación democrática. Washington ha tomado la costumbre de envilecer a sus adversarios calificándolos sistemáticamente de "no democráticos", incluso de "Estados canallas" o "bastiones de la tiranía". La única condición para eludir ese sello de infamia es organizar "elecciones libres".
Pero aun en ese caso todo depende de los resultados. Como lo muestra el caso de Venezuela, donde desde 1998 el presidente Hugo Chávez ha sido electo en varias oportunidades en condiciones democráticas garantizadas por observadores internacionales. Es inútil. Washington sigue acusando a Chávez de ser "un peligro para la democracia"; y llegó al extremo de alentar un golpe de Estado en abril de 2002 contra el presidente venezolano, quien se somete de nuevo al veredicto de las urnas en el siguiente diciembre...
Otros tres ejemplos: Irán, Palestina, Haití, muestran que no basta con ser democráticamente elegido. En Irán todos evaluaron impecables las elecciones de junio de 2005: participación masiva de los votantes, pluralidad y diversidad de los candidatos (en el marco del islamismo oficial), y sobre todo brillante campaña de Ali-Akbar Hachemi Rafsanyani, favorito de los occidentales que lo consideraban el vencedor. Entonces nadie evocaba el "peligro nuclear". Todo cambió brutalmente después del triunfo de Mahmoud Ahmadinejad (cuyas declaraciones sobre Israel son inaceptables). Y ahora asistimos a una demonización de Irán.
Aunque Teherán sea signatario del Tratado de No Proliferación Nuclear y niegue querer la bomba, el canciller francés acaba de acusar a Irán de desarrollar "un programa nuclear militar clandestino" (1). Y olvidando ya las recientes elecciones Condoleezza Rice, secretaria de Estado de Estados Unidos, reclama 75 millones de dólares al Congreso para financiar en Irán "la promoción de la democracia".
La misma situación, o casi, se da en Palestina (léase el artículo de George Corm, pág 6) donde tanto Estados Unidos como la Unión Europea, después de exigir la celebración de elecciones "verdaderamente democráticas" vigiladas por una miríada de observadores extranjeros, niegan ahora el resultado de las elecciones, con el pretexto de que el vencedor, el movimiento nacionalista islámico Hamás (autor en el pasado de repudiables atentados contra civiles israelíes) les disgusta.
Por último, con ocasión de las elecciones presidenciales del 7 de febrero pasado en Haití, vimos cómo en un primer momento se hizo todo lo posible por impedir la victoria de René Preval, finalmente elegido, al que la "comunidad internacional" no quería a ningún precio, debido a sus vínculos con el ex presidente Jean Bertrand Aristide, él mismo democráticamente elegido y destituido en 2004.
"La democracia, decía Winston Churchill, es el peor de los regímenes, con excepción de todos los demás". Lo que parece importunar ante todo actualmente es no poder determinar por anticipado el resultado de una consulta electoral. Cuando algunos quisieran poder instaurar democracias a medida. Con resultado garantizado.