Hoy hace treinta y cuatro años el fascismo posó sus garras sobre Chile y, con el apoyo de transnacionales como la ITT y del gobierno norteamericano de entonces, destruyó a sangre y fuego la esperanza de consruir un mundo mejor, bajo el liderazgo del presidente mártir Salvador Allende, quien prefirió morir en el Palacio de la Moneda antes que convalidar el zarpazo contra el primer intento socialista por vía electoral que se escenificaba en América Latina.
Más allá de los errores que hubieran podido cometer las diversas fuerzas políticas que llevaron a Salvador Allende a ganar las elecciones presidenciales, la CIA tuteló el accionar político de la derecha chilena para impulsar planes desestabilizadores contra un gobierno democrático, electo por el pueblo, que tomó medidas destinadas a reafirmar la soberanía chilena sobre sus recursos naturales y a poner en práctica políticas sociales favorables a las grandes mayorías. No era posible para el imperio permitir que en su patio trasero el pueblo escogiera democráticamente el camino hacia el socialismo. Por lo tanto, cualquier medio era válido para abortar esta amenaza a los intereses de una clase política y una oligarquía chilenas claramente comprometidas con los mandatos del norte.
Han pasado más de tres décadas y todavía están frescas en la memoria colectiva latinoamericana las imágenes de los estadios convertidos en campos de concentración, las desgarradoras noticias sobre ejecuciones, torturas y otras modalidades de crímenes políticos y crueles violaciones a los derechos humanos que el gorila Augusto Pinochet y sus secuaces llevaron a cabo, en medio de una gran impunidad y bajo la protección de la administración de Richard Nixon, quien tuvo en Henry Kissinger el arquitecto de la brutal carnicería humana que se inició en Chile a partir del derrocamiento de Salvador Allende.
La táctica desestabilizadora contra Allende fue similar a la que se usó contra otros gobiernos, como el de Jacobo Arbenz en Guatemala, y contra el de Hugo Chávez. En este último caso el imperio no pudo lograr sus objetivos, sin que por ello pueda decirse que las amenazas son cosas del pasado. En el caso de Chile es pertinente recordar que sectores políticos como la Democracia Cristiana le hicieron el juego al golpe, para luego arrepentirse cuando ya era muy tarde. Esa es una buena lección para quienes dentro y fuera de Venezuela siguen acariciando la idea de un palazo a la lámpara como vía para acabar con gobiernos electos por el pueblo y que promueven cambios con orientación socialista.
Hoy , por ejemplo, Bolivia es el centro de una nueva conspiración, y no es nada novedosa la metodología desestabilizadora que están empleando, con el objetivo de acabar con la primera experiencia de un gobierno encabezado por un representante de las grandes mayorías indígenas, que ha manifestado además su plena disposición a reivindicar, como lo hizo Allende y lo está haciendo Chávez, los derechos de su pueblo y la soberanía nacional. La solidaridad es parte de la medicina preventiva para enfrentar el golpismo, y para evitar que el pueblo boliviano sufra nuevamente los embates de los enemigos de la democracia y de la justicia social.
Postales de Leningrado
La recién estrenada película de la cineasta venezolana Mariana Rondón es un testimonio de los acontecimientos ocurridos en Venezuela en los años sesenta, durante el período de lucha armada. Desde una perspectiva de los hijos de militantes presos, asesinados o desaparecidos, Mariana presenta este trabajo cinematográfico que despierta nostalgias y recuerdos en torno a una época que sigue invitando al debate, pero que también dejó terribles huellas en las familias de las víctimas de la represión durante los gobiernos de Betancourt, Leoni y Caldera.