En el mar de Bolívar

"…si persistís en ser nuestros enemigos, alejaos de estas tierras, o preparaos a morir"

José Sant Roz

Haz algo bueno cada día en nombre mío

José Martí

Sucedió un 17 de diciembre de 1980, en San Diego, California. Todavía no me había percatado que me encontraba en las meras entrañas de la bestia, ni mucho menos enterarme plenamente cómo ella estaba engulléndose a nuestros incautos y embobados paisanos, allá abajo del continente. Me sacudían estremecedoras revelaciones sobre la condición de nuestro penoso destino. En el mismo cauce de los cruentos tiempos de aquellas eternas guerras, pero ahora con otros dejos de impotencia y desolación, porque entonces no teníamos un líder, un conductor de pueblos con carácter, visión y harta nobleza. ¿Recuerdos miserables de nuestra trastornada historia? ¿Remordimientos? ¿Soledad? A mi lado, un periódico: Los Angeles Times; en cuyo titular aparece una foto del Libertador Simón Bolívar, de cuerpo entero, erguido, espada al cinto, sereno, jovial, de mirada apacible. El titular nos recuerda que hace 150 años ocurrió su muerte física.

Llevaba yo, cuatro años sin ir a mi país, y tal vez algunos venezolanos trasplantados a otras tierras somos capaces de ver más crudamente nuestra propia condición o realidad; como lo hizo Martí, con la carga de ser un poeta y a la vez un hombre sin patria. En mi caso, sentí la necesidad de hacer un balance de lo que hemos sido o pudimos ser; de lo perdido irremediablemente: de la historia, que comienza en 1810 y termina con la muerte del Libertador. Después de 1830 pudiera hablarse de la "historia atroz de nuestra desesperanza", "la historia de nuestros remordimientos", "la historia de nuestra desintegración moral". Desde entonces, no hubo un solo hecho político por el cual sentirnos dignificados como hombres, como pueblo, como hijos de Bolívar.

El título de aquel artículo de Los Angeles Times es miserable, vulgar, insidioso: "Simón Bolívar was despot at heart". Qué manera de recordarlo la de estos abominables gringos. Después de todo, me dejo llevar por recuerdos recientes: ¿por qué los yanquis han de quererlo si no lo hemos sabido querer nosotros los venezolanos, los colombianos, los ecuatorianos o peruanos? ¡Qué grotesca ingratitud la de nuestros gobernantes! Existen volúmenes completos de la lista de sus detractores. En Colombia y en Perú, igual que en Argentina, se cuentan por centenares los escritores que han tomado la pluma para denigrarle.

Salgo a dar unas vueltas: aquí donde me encuentro quién puede recordar que hoy se cumplen 150 años de la muerte de Bolívar. Cada cual en sus ajetreos domésticos, cada cual en las minucias del día a día. Quizá allá lejos en mi tierra, se verán banderas desplegadas, redobles de tambores en algunas plazas, rancios discursos con profusión de imágenes del Libertador por prensa y televisión, y ante mí el fondo de la farsa: "La voluntad dirigida al bien se corrompe en cuanto es exhibida y afirmada como medio para el fin, interesadamente. Pues, si no conserva la pureza de fin en sí mismo se vuelve mistificación1.

El afán efectista entre nosotros acaba devaluándolo todo. La apariencia, el disimulo convertido en imperativo moral, sin los ejemplos vivos ni obras regeneradoras en ninguna parte.

Vuelvo a casa empapado de recuerdos y lecturas pasadas. Otra vez frente a promontorios de libros y documentos, Y otra vez esa imagen del Bolívar aplastado por los discursos elocuentes y los nombres luminosos. ¡Cómo arrancar los velos de esas farsas carnavalescas! A mí puede que no me engañen, pero en definitiva igual, acabaremos adaptándonos al oprobio de esa farsa. ¿Cómo romper con el hechizo del endiosamiento de Bolívar y ver hondo en su espada de claridades?

Todo esto también lo vivió Martí, y encontró una salida mediante la acción, en el obrar constante y sin descanso, pura y honestamente.

¿Pero volvamos al titular de Los Angeles Times, ¿por qué llamarlo déspota de corazón? La historia cada día nos lo muestra más certero en sus clamores y profecías, más erguido, sólido y profundo en sus advertencias y dolores. Mis dolores existen en los tiempos futuros.

Como en lo político interviene de un modo radical los intereses inmediatos, luchas de partidos, deseos frenéticos de figuración, residuos de venganza o rencor, divergencias raciales y miserias personalistas, no ha habido héroe, santo o genio que no haya sido devorado, escarnecido por la estupidez humana. Ese es el complemento de la pena, decía el propio Libertador. Es tan cruel esta verdad, tan probada y repetida en la historia, que parece una insensatez, una miopía terrible el meterse a ponerse en su sitio a este mundo. Debería saberse que a cambio se recibirán calumnias, odios, persecución, muerte y la ingratitud a través de todos los tiempos.

¡Bolívar déspota de corazón! ¡Qué perversión la de estos yanquis! ¿Y ellos?, pues, asesinos por naturaleza, de corazón?: ¡Ah!, la soledad del creador; la pena y la vergüenza del hombre noble y justo, y allí ante mí también, la figura conmovedoramente desolada de José Martí, reconociéndose elegido, señalado, marcado por los tormentos del propio Bolívar.

Imbéciles gringos, y ¿José Martí qué será?, ¿déspota del amor?

José Martí que vivió abrumado por la visión profunda que tenía de sí mismo; agobiado por la sensibilidad suprema de su alma, de su fe en el hombre, entre la nada y la inmensa obra por hacer: ya temores y alcanzando al fin su naturaleza plena y el valor que da derechos.

Porque la entrega de Martí por su América da vértigos: sin reservas; su corazón sólo para lo grande, lo noble y lo útil, marchando hacia la muerte cuando más lleno está de vida: Voy bien cargado, mi María, con mi rifle al hombro, mi machete y mi revolver a la cintura...

Marchando junto con los que sueñan con los ojos abiertos: no con el florilegio falso de las palabras, sino con el ejemplo vivo de sus obras, de sus sacrificios; amando, sobre todo amando. Por eso, pensar en Bolívar es reencontrarse con Martí. Recordar a Martí es volver a Bolívar.

Ante todo, es un don sobrehumano el suyo, el que Bolívar se mantuviera intacto en su pureza, en medio de las tentaciones de cometer desmanes en una guerra tan violenta como lo fue la nuestra. En todo momento, se mantuvo firme, de una sola pieza desde 1812, seguro en sí mismo, como un dios, cuando todavía muy joven y con serenidad le dijo a los realistas: Españoles, si persistís en ser nuestros enemigos, alejaos de estas tierras, o preparaos a morir.

Esta simple declaración lo muestra como el predestinado a darnos libertad. Sentencia sólida, neta y formal de quien está compenetrado de una idea y de un valor y de una decisión más poderosa y fulminante que lo hace invulnerable ante cualquier desafío, peligro o condena humana o sobrehumana. Es la sentencia del que va a regar de heroísmos la extensión de un continente; a levantar esclavos, a someter verdugos, a hacer marchar a los condenados y muertos, a la tierra y al cielo en una espiral de anhelos y hazañas infinitas. Erguido y sereno, como la foto que tengo a mi lado, lanzó al mundo esa frase que sería la tumba y el fin de un reinado. En Bolívar la palabra era acción y, a veces, más que acción, un fenómeno que le da un vuelco estremecedor a los cimientos de la tierra, a la historia, a los pensamientos. Si retrucamos al titular de Los Angeles Times, diremos que su despotismo era el verbo determinante y sublime de la libertad, de la acción rectificadora de todo mal.

Está claro que guerreros y caudillos audaces sobraban en Venezuela como para abatir dos o tres escuadras como las que trajo don Pablo Morillo, pero no hombres que encarnaran como el Libertador una cohesión tan sólida en áreas disímiles del pensamiento como eran lo militar, político y filosófico. Era además un escritor nato de una sutileza sicológica certera y penetrante.

Lo que asombra es su vitalidad, su constancia en el trabajo, su lucha obsesiva contra la inmovilidad. Sabía, que mientras hubiese vida era inevitable el conflicto y que antes de desertar era preferible buscar en el combate. No esperaba que lo desafiasen, Bolívar se le adelantaba. Llevaba sobre sí la dolorosa y terrible cruz de la dignidad de un continente.

Hombres enérgicos y épicos como San Martín y Sucre terminaron inclinándose ante su genio, ante su prodigiosa capacidad para afrontar el peligro, las adversidades. Dice José Martí: ¡Qué hombre sería Bolívar, para que personajes del fuste de San Martín, Jefe del Ejército, Jefe de Estado, dueño de verdes laureles, le ofreciera, apenas lo vio y lo oyó, ponerse a sus órdenes! ¡Qué hombre para haber inspirado la veneración que inspiró a varón tan probo, tan austero, tan recto, y de tan analizador y descontentadizo espíritu como el del Gran Mariscal de Ayacucho!

Sin Bolívar la revolución no habría tenido la gloria y el hálito de grandeza que todavía sopla entre nuestros tiempos y los futuros. Era la energía restauradora del orden. Todo se impregnaba de su heroísmo: hasta el deseo de encarar la muerte tenía un sabor de aventura: era él, la evidencia de algún milagro, el peregrino de la gloria y de la abnegación más absoluta.

En aquellos tiempos, la vida se justificaba sirviendo bajo sus órdenes. Nosotros, los de esta generación, lamentamos amargamente no haber tenido aquella oportunidad de servicio.

Es que Bolívar no sólo se servía de los términos revolución o liberal con el cerebro, sino que los hacía acción. ¡A caballo era él irrefutable!: el acicate en permanente desafío contra la nada, contra la inmovilidad, contra la indolencia y el olvido, él impregnó de un destino grandioso a todo un continente.

Los jóvenes de este siglo XX, condenados a sufrir el cinismo de los negociantes de partido, padecen el crimen de que se haya separado lo místico de la política. Nuestros políticos han perdido interés por la historia, por la épica, por la religión y la filosofía y ésta es la razón por la que no hay verdaderos cambios en los hombres, en las ideas, en el sistema. ¡El hombre, antes que formas o reformas políticas o de instituciones, de desarrollo económico o tecnológico, necesita valores espirituales, fe en sí mismo! Bolívar perseguía básicamente estos principios con una voluntad de sacrificio grandiosa, quijotesca, y éste ha sido el don que ofende a tanto cretino, a tanto cobarde.

Añádase que fue, en política, un hombre sometido al rigor de las leyes más absurdas. Esto por una parte lo ha hecho el genio más trágico del siglo diecinueve: su sensibilidad, su pasión y su obra grandiosa nace y vive en medio de las más frustrantes y devastadoras contradicciones. Libera un extenso territorio donde los grupos humanos no llegan siquiera a la condición de pueblo, acostumbrados por siglos a ser esclavos, de pronto, en libertad todo el mundo quiere mandar y nadie obedecer. Se genera entre los salvajes militares, orientados por el cretinismo funesto de los cortesanos intelectuales, una desastrosa anarquía cuyo único fin apunta hacia la destrucción de la Gran Colombia. Es doloroso ver en 1830, al hombre más asombroso de la América del Sur perdido, inmóvil ante el caos, ante el escándalo incontrolable de la calumnia, la intriga y la agresión. Lágrimas trágicas nos acompañan en el silencio eternamente presente de aquella historia culpable, cuando en sus últimos días dice: Quisiera yo saber qué es lo que pudiéramos hacer... Yo no sé a qué aspiramos, ni qué fin nos proponemos en nuestros sacrificios... Nosotros no podemos formar ningún gobierno estable, porque nos faltan muchas cosas y sobre todo hombres que puedan mandar, y que sepan obedecer... Yo no sé qué hacer ni qué aconsejar. Aquí no se puede respirar sin conmoción, y no se puede conmover sin explosiones horribles. No hay base sólida y fija, no sé sobre qué debemos contar... Deseara poderme mover pero no sé -nótese lo enfático en el no sé- de qué manera, de suerte que si los nuevos peligros que van a sobrevenir no me indican el camino que debo seguir, tendré que permanecer en la inacción, porque no veo más que incertidumbre y amenazas.

 

1 Karl Jasper, Los grandes filósofos, Tecno, Madrid.

 



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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

 jsantroz@gmail.com      @jsantroz

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