Blancos somos y en negros nos convertiremos

Negros éramos y en blancos nos convertimos

Humana es la raza que nos designa y diferencia en el Reino compartido con otras miles de especies animales. Animales somos porque la vida nos anima, porque tenemos ánima, porque el alma, mítica inquilina de nuestro cuerpo, nos mueve. Toda la animalada humana, y gran parte de la otra, tiene atado en África su cordón umbilical; junto a chimpancés, gorilas y mandriles, gacelas, leopardos y lémures, el hombre y la mujer, dizque una tal Lucy, asomaron su testa a la luz de un Sol africano. Toda la negrura se origina en África, alguna blancura también, pero muy poca. Para ser albino, primero hay que ser negro. Negra es una hermosa definición de piel: todos los colores de la síntesis sustractiva. De azabache y carbón; de vid cabernet sauvignon y chocolate; de café, dátiles, tabaco; de aceituna, nueces, almendras y avellanas; se ilumina el arcoíris de la negritud.

De imbéciles es, en consecuencia, negarle color materno a la especie humana. A nadie se le ocurre renegar su blanquitud, además de insensatez sería sacrilegio porque Dios es blanco, Cristo, María, y todos los ángeles también. Algún profeta tintó de negro a Lucifer y desde entonces éste yace maldito bajo el pie militar de Miguel, el Arcángel Jefe de los Ejércitos de la Iglesia Universal. El Hombre, a imagen y semejanza de Dios, es blanco; el negro, imagen y semejanza del ángel caído, el ángel opuesto, el ángel rebelde, no es hombre porque su imagen y su semejanza no son sagradas, por ende, puede ser mercancía. El mito judeo-cristiano justifica de tal modo la trata humana. El anatema religioso argumenta el mercadeo de personas, la acumulación de capital humano, la máxima ganancia del amo en la sociedad dividida en clases, y las clases divididas en razas.

El esclavismo tardío que azotó a Venezuela, llegó de la mano del cristianismo eclesiástico, católico para más señas, y sin más arraigo cultural que el ultraje con el cual se impuso España y sus prejuicios religiosos. La codiciosa molicie del invasor europeo, avivada por la generosa abundancia natural de estos paisajes, potenció la trata genocida de africanos una vez diezmados los dueños originarios del territorio. Inculta e inescrupulosa, la oligarquía criolla de ayer y de hoy, incapaz de acercarse a otra cultura que no sea la del dolce far niente y el despilfarro de lo que nada les cuesta, excluyó indios y negros de su imaginario civilista, aún y cuando su ADN hispano se enriqueció -en muchos casos mediante violación o derecho de pernada-, con genes nativos y para entonces sí, afrodescendientes; los genes, no sus portadores.

Cualquier manifestación del acumulado histórico negro e indio, fue obviada por la opinión dominante de aquellos primeros tiempos del quehacer intelectual criollo. Abolida la esclavitud, los indios fueron olvidados en los campos que aún pueblan, y los negros permanecieron como servidumbre urbana, la culta ignorancia del amo, desconoció el acervo del avasallado, la culta ignorancia del amo se anquilosó, ya no dá para más. Del otro lado de la Historia, el asfalto y la gasolina, el rancho y la urbanización popular juntaron indios y negros con blancos pobres de orilla, y aquí nos tenemos hoy: sudor de cacao, de hoja de plátano, de pescado de río, de casabe y yuca, de tambor y cuatro, harina de maíz y harina de trigo, joropo, valse y fulía, que para eso es para lo que sirve el sincretismo, para enriquecernos la vida.

En esta Venezuela bicentenaria no hay negro sin indio, no hay indio sin blanco, no hay blanco sin indio y negro. Así como acicala aves con el color de sus plumas, la naturaleza nos acicala con el color de la piel que es tan bella aceitunada como amarfilada, y la blanca es tan sensual como la negra, la amestizada es tan elegante como la pura, y la de pedigrí cubre igual que la realenga.

Partiendo de falacias conceptuales, llegó a soez la diatriba entre lo negro y lo afrodescendiente. Lastimosamente descolocaron los actores su argumentación sobre negritud o afrodescendencia, la personalización del debate se hizo reflejo de la anarquización ¿teórico-académica?, ¿teórico-intelectual?, hacia la cual nos arrastra el discurso político como estrategia organizacional mediática, que ensayan, -las cobayas somos nosotros-, las cúpulas partidistas de toda catadura electoral, de derecha y de izquierda, los que gobiernan y los desplazados.

De cuarta, primera o última generación, la guerra mediática se fundamenta en la indefensión del receptor ante el bombardeo de palabras, de discursos repetitivos, de ideas dispersas, enunciadas por un monologante de la tendencia que sea. La pugna por el Poder lleva más de doce años protagonizando la dinámica comunicacional, el diálogo imposible desdibuja el ámbito de la defensa, la ofensa se vuelve defensa obligada de la víctima, y el victimario esconde tras la defensa su verdadero fin: golpear primero para golpear dos veces. El ciudadano, o usuario resignado según Ley, limitado por distancias hertzianas, apenas percibe cuando le ofenden o cuando le defienden, en todo caso se mantiene en expectativa creciente según lo acontecido. El usuario, o simple receptor, alcanza niveles de paroxismo cuando la manipulación del contenido se complementa con la desinformación premeditada. El discurso del Poder político nos manipula desde el Poder mediático, público y privado, controlado por el Poder emergido y por el Poder declinante. Nosotros; auditorio, usuarios, receptores, o simples ciudadanos, no estamos democráticamente situados entre ambos poderes, estamos autocráticamente subordinados bajo ambos poderes.

Por eso se descolocó  el debate sobre lo negro o afrodescendiente, porque el Poder político emergente, abusando del Poder público económico y mediático, instituyó, oficializó, legisló, financia y promueve la noción de afrodescendencia, desoyendo a quienes afirman la negritud, como identidad pertinente a nuestra historicidad, y confirmada por el patrimonio tangible e intangible que autentifica nuestro gentilicio, nuestra nacionalidad. Los venezolanos somos negros, indios y blancos independientemente del color de nuestra caleidoscópica piel. Desde la profundidad de la noche sin luna, hasta la dulzura de la miel y la leche recién ordeñada, nuestras pieles abrigan el concepto patrio de pueblo enraizado en sus mixturas. No somos eurodescendientes, aborigendescendientes, asiadescendientes, ni afrodescendientes, somos venezolanos.

La noción de afrodescendencia no es una noción cultural, es política, es jurídica, y es propia de estratificaciones étnicas colonialistas. Judíoamericano, sinoamericano, latino, italoamericano; eufemística de la supremacía racial para fingir que condonan la deuda histórica con las neocolonias, excolonias y seudocolonias. Es la expresión tolerante con los diferentes, es la manera elegante de no decirles “raros”, es el modo políticamente correcto para delimitar derechos y reforzar deberes, es la veta de mano de obra barata, el cantón de reserva para trabajos indeseados y mercenarios de guerra. Son los prestidigitadores de la exclusión, trucando con palabras necias, la realidad.

Afrodescendiente suena a cambiar todo para que nada cambie, porque la diferencia no es de piel, es de clases. Los negros no son más libres por ser afrodescendientes, ni los blancos pobres lo van a ser menos porque se empeñen en autoproclamarse eurodescendientes. Por ahora, la propuesta cuasi secesionista produce efectos inmediatos para sus cultores, en el parlamento tenemos representantes afrodescendientes, aunque el fenotipo no sea requisito constitucional para elegir y ser elegido. Si todos nos clasificamos en alguna etnia, o recurrimos a diferencias culturales, ¿quiénes serán sencillamente venezolanos?  

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Kloriamel Yépez Oliveros


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