Geográficamente, Caracas se extiende sobre un valle relativamente corto y angosto, de poco más de veinte kilómetros de largo, abrigado del mar Caribe por una cadena montañosa hacia el norte, con remaches de población que irradian hacia el sur, en una serie de valles más pequeños.
El casco antiguo de la ciudad se encuentra al oeste del valle, con un crecimiento que históricamente se ha desplazado cada vez más hacia el este: primero, en forma de suburbios verdosos, luego están las urbanizaciones de las élites y, finalmente, – al llegar a los límites más orientales del valle – los enormes asentamientos informales, conocidos como barrios, que precariamente bordean las cumbres de casi toda la ciudad.
Al ubicarse de pie en medio de la Plaza Altamira – el punto neural de la fortuna privada caraqueña y la capital informal de la oposición política – las élites adineradas y blancas no pueden dejar de sentirse rodeadas: Petare – quizás el barrio más grande y más peligroso de Latinoamérica – hacia el este; el centro de la ciudad y Catia al oeste, e innumerables barrios menores que se extienden hacia el sur.
¿Qué nombre darle a esta gente, que en el espacio de las últimas décadas se convirtieron en la mayoría? Marginales. Este término, sin duda, refleja la segregación geográfica de la ciudad: los habitantes de los barrios eran relegados en gran parte a las afueras, a terrenos inestables en los cerros, donde erigieron sus hogares, primero de cartón, luego de lata, y finalmente de cemento, en la medida en que sus asentamientos informales se volvieron permanentes.
Pero el concepto de marginalidad en sí mismo tenía más que ver con miedo que con cualquier valor descriptivo, ya que nunca pudo dar cuenta con éxito de la centralidad de la gente de los barrios en el sistema circulatorio de la capital. Llamar a los pobres de la ciudad "marginales" fue un mantra que pretendía exorcizar una amenaza, pero que fracasó espectacularmente; y al invisibilizar a los pobres, sólo ayudó a intensificar el choque inevitable.
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La década de los años 80 fue una época de aguda crisis económica en Latinoamérica. La crisis de la deuda coincidió con una fuerte caída en los precios del petróleo, convulsionando la economía venezolana y ocasionando una devaluación masiva del bolívar.
En medio de esta tormenta perfecta de crisis, los movimientos revolucionarios, que durante largo tiempo estuvieron aislados de una base social, capitalizaron el descontento en los barrios para ejercer presión sobre un sistema político insensible y corrupto; mientras que el Estado venezolano – incapaz y poco dispuesto a satisfacer las necesidades de los más pobres – hizo frente a la rebeldía con la masacre.
No hubo rebelión más trascendental ni masacre más infame que la del Caracazo de 1989: tal vez la primera gran rebelión anti-neoliberal en el mundo. Durante casi una semana, los pobres de los barrios protestaron, se amotinaron y saquearon, en respuesta a la imposición, por parte del gobierno, de un paquete de austeridad bajo el esquema del Banco Mundial. Los líderes rancios de un azotador sistema bipartidista apenas lograron imponer una calma relativa, por medio del sacrificio de cientos – quizá miles – de habitantes de los barrios, que durante tanto tiempo habían ignorado.
El choque que el Caracazo representó para las élites adineradas y blancas de Venezuela no puede ser exagerado, y este choque fue sobre todo geográfico. Nunca antes había sido penetrado su espacio tan de repente y de manera tan sistemática por los 'otros', tan económica y racialmente diferentes. Muchos aún hablan de la rebelión como el día en que "los negros bajaron de los cerros" o, de manera aún más deshumanizada, "cuando bajaron los cerros" – la masacre de los invasores no humanos, considerada una necesidad por más trágica que fuera.
El Caracazo marcó no sólo la muerte de lo viejo, sino también el violento nacimiento de lo nuevo, poniendo en marcha una dialéctica de movimientos y de conspiración militar que eventualmente colocaría a Hugo Chávez en la sede del poder.
Sin embargo, en el corto plazo, el shock y el miedo que el Caracazo inspiró en el seno de las élites, dio lugar tanto a reformas urbanas "progresistas" como a la aparentemente contradictoria – pero en realidad complementaria – segregación militarizada del espacio urbano. Una de dichas reformas fue la Ley Orgánica del Poder Municipal, concebida antes pero aprobada apenas tres meses después del Caracazo, la cual facilitó una descentralización de la ciudad que algunos han denominado urbanismo neoliberal.
En un espacio de dos años, los nuevos municipios de la parte más rica de la capital se habían efectivamente separado, afirmando su autonomía con respecto al gobierno de la ciudad, eligiendo sus propios alcaldes, y, sobre todo, estableciendo sus propias fuerzas policiales.
Disfrutando ya de más riqueza que la de buena parte de la zona urbana, estos nuevos municipios – y en particular el protegido distrito central de negocios de Chacao – instrumentaron su recién descubierta autonomía administrativa para extraer aún más ingresos del centro de la ciudad tradicional. Desplegando sus nuevos poderes policiales para limpiar étnicamente de sus vecindarios a las poblaciones marginales y a los vendedores ambulantes, estos municipios hacían alarde de su seguridad, en contraste con otras áreas, menos fortificadas.
Junto a esta descentralización neoliberal, los ecos del Caracazo se manifestaron en una multitud de transformaciones a pequeña escala, dando forma arquitectónica a los temores de la élite. Las cercas eléctricas, el alambre de púas, la arquitectura de fortaleza, los condominios cerrados, e incluso puestos de control residenciales, se convirtieron rápidamente en la norma.
En las palabras del poeta François Migeot,
En sus urbanizaciones
ellos pusieron
primero botellas rotas en la cima de sus muros,
luego
barreras y vigilantes armados,
alambres de púas, rejas,
perros bravos
y ahora
cables eléctricos de tres líneas
como en un campo nazi... [pero]
el campo de concentración es la calle,
los cerros y la necesidad,
el polvo y la chatarra
donde viven si Dios quiere...
En la medida que la arquitectura se fue militarizando cada vez más, lo mismo hizo la policía: desviando su atención de individuos sospechosos a poblaciones enteras, identificadas gracias a una combinación de su color de piel y su apariencia "marginal".
Mantener a los pobres fuera era el orden del día, y la geografía de Caracas se volvió cada vez más segregada a lo largo de los años 90. Parafraseando la descripción que hiciera Frantz Fanon de la Argelia colonial, se trataba de un mundo cada vez más maniqueo, "un mundo compartimentado... divido en dos" y "habitado por diferentes especies."
Al igual que en Argelia, la frontera entre ricos y pobres, blancos y de piel oscura, fue impuesta por la fuerza, patrullada por la policía local y por guardias privados armados. Hoy por hoy, no existe nada que provoque más pánico que un motociclista pobre, o motorizado, capaz de cruzar, de manera rápida e impredecible, los linderos de este paisaje segregado informalmente.
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No obstante, la historia sólo se pliega hacia los poderosos hasta cierto punto, antes de dar un giro para vengarse, y la destrucción del viejo sistema político inauguraría nuevos esfuerzos para derribar los muros de la segregación urbana. La intervención violenta de Hugo Chávez en la vida política de la nación, en un fallido golpe de Estado en 1992, fue la condición previa para su elección a la presidencia en 1998. Si bien Chávez fue electo inicialmente con un importante respaldo de la clase media, con una plataforma que evadía cualquier referencia explícita a cuestiones de raza o de clase, su relación dinámica con los movimientos sociales – y la agresión de la derecha – radicalizaron dramáticamente el proceso bolivariano. También en este caso, las luchas encontrarían su expresión en el terreno de la geografía urbana.
Las primeras etapas del proceso se centraron en medidas más moderadas de bienestar social, pero en el remolino combativo que condujo al breve golpe de Estado contra Chávez y contra la Constitución, en abril de 2002, el gobierno primero aprobó la Ley de Tierras, que permitiría expropiar las tierras ociosas en el campo, y luego el Decreto 1.666, facilitando reclamaciones similares en las ciudades, confiriendo igualmente figura legal a los Comités de Tierra Urbana (TCU).
En los años transcurridos desde entonces, el gobierno ha procurado compensar la falta de disponibilidad de vivienda urbana, especialmente en Caracas, mediante ambiciosos programas como la Misión Vivienda. Producto de ese programa, más de seiscientas mil unidades de vivienda para familias de bajos ingresos han sido construidas desde 2011, con una meta de más de dos millones para el año 2018. Si bien estos imponentes bloques de apartamentos color rojo y blanco con frecuencia se construyen en lugares menos deseables, también están apareciendo cada vez más en las zonas centrales prósperas de Caracas, provocando protestas de vez en cuando por parte de los vecinos.
Fue la movilización popular la que obligó a crear los CTU, otra instancia –junto a los consejos comunales, las mesas técnicas de agua, y muchas más – de la participación popular. Una vez formados, estos CTU abrirían aún más espacios para su ocupación por parte de los movimientos de base y su aprovechamiento con fines populares.
Aún más audaz es el Movimiento de Pobladores, que reúne a los CTU, las redes de inquilinos, las trabajadoras y trabajadores residenciales, los conserjes y los "campamentos de pioneros"; dedicándose a ocupaciones de tierras, parecidas a las de los Movimientos de Trabajadores Sin Tierra y Sin Techo de Brasil. Ocupan terrenos urbanos, exigiendo que se les conceda la titularidad para la construcción de viviendas auto-gestionadas.
Estas tácticas controversiales – previsiblemente consideradas "invasiones" por sus detractores – jalan activamente a los bordes del centro de gravedad chavista. Muchos líderes las consideran innecesariamente provocadoras, incluso anárquicas. Pero, en su guerra contra lo que ellos llaman el "latifundio urbano", en referencia a los grandes terratenientes, habitualmente asociados con las zonas rurales, los pobladores lograron alistar un poderoso aliado: el propio Chávez, quien finalmente acogió el movimiento y el derecho a ocupar las tierras urbanas ociosas.
El retorno de los pobres al corazón de la metrópoli ha despertado el fantasma de la rebelión, por parte de un "otro" de piel oscura, provocando así el pánico y la reacción de las élites. No fue casual que los manifestantes de la oposición invadieran con frecuencia las instalaciones de la Misión Vivienda en el período previo a las elecciones presidenciales de abril de 2013; del mismo modo que no fue fortuito cuando, durante la reciente ola de manifestaciones de jóvenes de la oposición, los manifestantes atacaron e incendiaron la sede de dicho programa.
Tampoco es ninguna casualidad el hecho que el rascacielos abandonado, transformado en asentamiento de viviendas informales, conocido como la Torre de David – y demonizado en el New Yorker por Jon Lee Anderson – se haya convertido en un auténtico pararrayos para la ansiedad elitista. Las élites tienen claro que "vivienda digna" significa que "ellos" vuelven al corazón de la ciudad, de la cual habían sido barridos de manera sistemática.
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A principios de 2012, un breve video titulado "Caracas, Ciudad de despedidas" rápidamente se volvió viral, brindando al espectador una mirada no intermediada sobre la mentalidad de los jóvenes de las elites venezolanas, tentados a abandonar la patria en búsqueda de comodidades más norteñas. La película, que un bloguero opositor calificó de "tristemente carente en cuanto a la conciencia de sí mismo" rebosa la clase de privilegio que se podría esperar de "un puñado de niños ricos blancos, agresivamente mimados, sentados con los brazos cruzados y sintiendo lástima de sí mismos".
Los chavistas se burlaron rotundamente de "Ciudad de despedidas", sirviendo de forraje para decenas de memes burlones. Ahí estaba a la vista la decadencia terminal de una clase ante la competencia de los pobres en ascenso, sin poder ya disfrutar de un acceso privilegiado a los lucrativos cargos públicos de antes, y obligada a atenerse al atrofiado sector privado, que a su vez se aferra de modo parasítico a la hinchada ufanía del Estado.
Si se tratara sencillamente de la decadencia terminal de una elite desplazada, podríamos simplemente celebrar su partida y dar por cerrado el tema (después de todo, son más quienes se trasladan a Venezuela por las oportunidades que ofrece, que quienes la abandonan para irse al extranjero). Pero resulta que este deseo reprimido de escapar volvió con furia en las protestas de la clase media a principios de este año.
Una mujer joven medita en "Ciudad de despedidas" que "Caracas sería tan perfecta sin la gente", un deseo apenas velado de que los pobres regresen a la oscuridad; y otro hombre se pregunta en voz alta, "¿Cómo terminará todo este peo?".
Si en los últimos años no se ha visto la instauración de un país socialista, sino la aparición de los pobres en la vida pública de la nación, entonces es evidente que algunos desean con nostalgia que éstos vuelvan a desaparecer, se replieguen en las sombras, o se vean obligados a retirarse.
En consecuencia, no sorprende que en lugar de romper las barreras de la segregación urbana, en vez de abandonar sus refugios militarizados de riqueza, en un auténtico esfuerzo por conectarse con la mayoría de Venezuela, los manifestantes decidieran más bien defender mediante sus acciones la misma división del paisaje que ha llegado a caracterizar la era neoliberal.
Mientras tanto, esta geografía petrificada y segregada está empezando a mostrar señales de agrietamiento, de un giro dialéctico. Los caraqueños pobres, especialmente quienes vivieron tanto tiempo apiñados en los barrios de las periferias urbanas, reservadas para "esta especie de subhumanos", han tomado el asunto en sus manos, en las palabras de Fanon: "se redimen a sí mismos ante sus propios ojos y ante la historia".