El futuro, en la visión de la nueva derecha

El filósofo español Daniel Innerarity sostuvo que «buena parte de los conflictos actuales responde a que el sistema democrático no está siendo capaz de hacer plausible la promesa de futuro, que está en el origen de su configuración. Y para que la democracia tenga futuro es fundamental que la ciudadanía lo vea bien repartido. Hoy comprobamos que hay personas y sectores que tienen más futuro que otros. Mi tesis es que la distribución no se limita a los medios económicos, como habíamos pensado, sino también a una cuestión de oportunidades vitales». Así, los conflictos y las disyuntivas que confronta la práctica de la democracia en la mayoría de los países lucen como síntomas de un agotamiento creciente de su legitimidad, llegándose a cuestionar su misma existencia y la vigencia de los valores fundamentales que le dieron forma -a partir del modelo instaurado por las trece ex colonias británicas que dieron origen a Estados Unidos y la Revolución Francesa que erigió a la burguesía como clase social preponderante- a lo largo de estos últimos doscientos años. Tales conflictos y disyuntivas, en una mayor o menor proporción, dependiendo de las circunstancias específicas de cada país, han hecho emerger posiciones políticas afines al fascismo ítalo-germano del siglo pasado como alternativa opuesta a las prédicas de la izquierda revolucionaria y de la socialdemocracia sobre las que han oscilado las preferencias electorales de las mayorías, tratando de obtener la satisfacción plena de sus expectativas y necesidades.

Para los profetas de la nueva derecha (fascistoide, sin duda, en el más puro y amplio sentido), es importante y necesario que sea eliminada la idea de la igualdad, ya sea ésta la sustentada en las creencias de la cristiandad, la política y social, predicada inicialmente por la Revolución Francesa de hace más de dos siglos antes, o la economicista que tiene como su soporte principal la teoría revolucionaria anticapitalista de Karl Marx. De prosperar e imponerse, como pareciera, no habría sino una humanidad individualista, materialista y altamente egoísta, sin rasgos de empatía ni de complementariedad que posibiliten las perspectivas de un mundo que, en muchos aspectos, sea de una manera menos semejante al actual.

El hecho de querer mantener todo más o menos igual a fin de no precipitar ningún cambio que produzca su desplazamiento del poder, hace que los grupos dominantes se esfuercen por evitar el surgimiento de nuevas demandas, nuevas propuestas y nuevos liderazgos que profundicen los diferentes logros sociales, políticos y económicos alcanzados. Muchas veces, a través de la constitución y la influencia de un hiperpartido. No existiría entonces una verdadera voluntad de cambio, regocijándose con lo existente, siendo ello un contrasentido histórico y un elemento reaccionario, al negarse el avance de lo que sería, en términos pacíficos, una revolución social y democrática necesaria. La horizontalidad desorganizada que pudo generar la globalización económica auspiciada por Estados Unidos y las grandes corporaciones transnacionales, especialmente en las áreas financieras y tecnológicas, hizo que surgieran distintos polos de desarrollo capitalista, siendo Rusia y China los más descollantes, seguidos por Bharat (antigüamente, India), Brasil Sudáfrica, conformando el grupo BRICS y haciendo factible una multipolaridad y un multicentrismo que los capitalistas estadounidenses y europeos, al parecer, no habían anticipado dentro de sus planes hegemónicos. Como consecuencia de esta situación, la autoorganización, la autosustentabilidad, la autoconciencia y la autoemancipación serían los pilares principales sobre los cuales debiera construirse y sostenerse un modelo civilizatorio de nuevo tipo, marcadamente diferente al modelo que se ha extendido y mutado durante la era contemporánea a lo largo del planeta, caracterizado por estructuras y subestructuras de dominación, desigualdades, explotación y discriminación que le impiden al ser humano su libertad, su satisfacción material y, lo que sería más importante, su potencialidad individual y colectiva en beneficio de toda expresión de vida sobre la Tierra entera.

Pero todo eso no es simple casualidad. El Informe Santa Fe II, con el título «Una estrategia para América Latina en los 90», recomendaba a la jerarquía gobernante de Estados Unidos que «el desarrollo de políticas culturales es importante para el apoyo norteamericano al esfuerzo latinoamericano por mejorar la cultura democrática. El esfuerzo gramsciano por socavar y destruir o corromper las instituciones que forman o mantienen esa tradición, debe ser combatido». Para lograr este cometido, aconsejaba llevar a cabo operaciones psicológicas, de desinformación, de terrorismo y de subversión cultural y religiosa; conjugando de este modo la fuerza y el consenso para garantizar su dominación sobre los pueblos de nuestra América (además de otros continentes). Algo que va, en cierto modo, en correspondencia con lo planteado por el filósofo y ensayista surcoreano, residenciado en Alemania, Byung Chul-Han, quien plantea que «el neoliberalismo es cualquier cosa, menos el punto final de la Ilustración. No lo guía la razón. Precisamente, su vesania provoca unas tensiones destructivas que se descargan en forma de terrorismo y nacionalismo. La libertad de la que hace gala el neoliberalismo es propaganda. Lo global acapara hoy para sí incluso valores universales. Así, incluso se explota la libertad. Uno se explota voluntariamente a sí mismo figurándose que se está realizando. Lo que maximiza la productividad y la eficiencia no es la opresión de la libertad, sino su explotación. Esa es la pérfida lógica fundamental del neoliberalismo». Ello sirve de soporte para que el caos generado por el injerecismo yanqui en los asuntos internos de otras naciones y regiones no sea apreciado en toda su dimensión y, menos, sus efectos colaterales; envolviéndose la gente en sus propios intereses, sin pensar en algo más allá de sus narices.

En un mundo cada vez más sobresaturado de avances en materia de telecomunicaciones y ciencias que poco contribuyen a liberar al ser humano de la alienación en que vive, es importante replantear, con Hebert Marcuse, una liberación en la tecnología de la irracionalidad, ya que su orientación principal es asegurar la hegemonía de las clases dominantes; creando la ilusión de una libertad que es coaccionada de distintas formas, en lo que sería una «sociedad de la tolerancia represiva», algo semejante a lo anticipado en «1984» por George Orwell y «Un mundo feliz» por Aldous Huxley, entre otras reconocidas distopías. Alineada con esto, la producción de subjetividades a través de internet es parte fundamental de lo que algunos especialistas denominan la Cultura de lo desechable. La misma representa también el consenso logrado por el capitalismo neoliberal, a diferencia del Estado burgués liberal habituado a reprimir a aquellos que lo enfrentan. Básicamente, una clase de sociedad teledirigida que ya está abarcando una diversidad de países, sin hallarse conformada (como se pensaría) en razón de unos iguales intereses u objetivos efectivamente democráticos, y sus efectos apenas tienden a ser debidamente analizados y confrontados; lo que exige nuestra prevención, dadas las consecuencias negativas que tendrían para el futuro de todos.



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Homar Garcés


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