Los olvidados que seremos

“¿Vuelve al polvo el polvo? ¿Vuelve el alma al cielo ¿Todo es, sin espíritu, podredumbre y cieno?” (Gustavo Adolfo Bécquer). Todos estamos condenados a convertirnos en tierra, en polvo, en nada. La señora muerte cumplirá su indubitable misión. Desde los confines de los tiempos ella ha estado encargada de ejecutar su inapelable labor. Allí está, siempre al acecho. No duerme, no toma descanso ni se va de vacaciones. Espera con tranquilidad para darnos el zarpazo fatídico en cualquier momento. Y de pronto aparece sin aviso y sin protesta, y culmina todo para nosotros. Es el final, ineludible, seguro, inexorable.

Muy cierto es que venimos al mundo a vivir, pero también es cierto que estamos aquí para morir. Es ley universal, es el destino inevitable de cada uno, de los buenos y de los malos, de los amigos y de los enemigos, de los justos y de los torcidos. Nadie se salvará. Y cuando ya no estemos, a todo eso que fuimos le ocurrirá como a la llama que se va extinguiendo poco a poco, a medida que el combustible que la alimenta se quema paulatinamente. “Quién, al otro día, cuando el sol vuelva a brillar, de que pasé por el mundo, ¿quién se acordará?” (GAB). Entonces seremos mero recuerdo. Recuerdo en la memoria de unos pocos, de nuestros familiares, amigos y conocidos. Pero un recuerdo cada vez más borroso, menos nítido. Y luego, cuando también estos desaparezcan, desapareceremos nosotros completa y definitivamente. Desde entonces, nada.  La nada absoluta. Olvidados para siempre. Y la vida continuará con los otros. Porque la muerte es la continuación de la vida sin uno, sin mí, sin tí, sin los que se van quedando en el camino. Es nuestro destino y el de los demás. Enterrados y olvidados. Es la línea de la vida y de la muerte. 

De manera que, conscientes de cuán frágil y efímero es nuestro paso por este mundo, deberíamos aprovechar ese breve tiempo de la vida para hacer el bien, para hacer obras buenas. Y sobre todo deberían obrar muy bien los hombres poderosos, aquellos de los cuales depende en buena medida la vida de los otros. Pero esto no es lo que ocurre con muchas de las personas empoderadas. Algunos, acceden a posiciones de mando y se descomponen, pierden la sindéresis, se enferman y, así, en medio de sus perturbaciones, toman decisiones y adelantan acciones perjudiciales para millones de personas, que serán las víctimas de sus destemplanzas.

La historia está llena de tales ejemplares, de perversos todopoderosos, de hacedores del mal, de fabricantes de dolor, de empresarios del sufrimiento. Surge aquí la pregunta pertinente: ¿Por qué anida y crece la maldad en el espíritu y cuerpo de gente poderosa? ¿Por qué ese poder lo usan para destruir, para hacer daño, para atormentar a sus semejantes? Y aquí, en nuestro país, Venezuela. ¿Por qué esos poquísimos poderosos políticos, hoy con las riendas del país en sus manos, se han dedicado estos años recientes a demolerlo todo, a lacerar el cuerpo humano nacional, a atormentarle la vida a millones de ciudadanos que, confiando en ellos y en sus promesas, los eligieron para que gobernaran nuestra nación? Tienen la palabra ustedes, la quinteta todopoderosa, responsable de la descomunal tragedia hoy enseñoreada sobre toda la geografía nacional. 

Los integrantes de tan abyecta quinteta son por todos conocidos. No hace falta decir sus nombres. Están plenamente identificados. Recuérdenlo ustedes todopoderosos: hoy están aquí, pero mañana no estarán. Polvo serán. En tierra se convertirán. Es el destino de todos los vivientes, empoderados o no. A ustedes también los espera, como a quien esto escribe, el cementerio. Por tanto, antes de que pasen a engrosar la nómina de los que han pedido la baja definitiva, treinta millones de venezolanos les exigimos: no prolonguen un día más el sufrimiento que nos han causado. Detengan esta carnicería, su carnicería. 

“Polvo eres, y en polvo te convertirás”. Entonces: ¿Para qué seguir con este desbarro?



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Sigfrido Lanz Delgado


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