Diciembre de 1928: terror, sangre y muerte: genocidio

Las compañías bananeras gringas vivnieron a la América Latina no sólo a saquear tierras y siembras, explotar riquezas y crear ecocidios, expoliar hombres y mujeres, sino también a dirigir y ordenar en vivo los designios del monopolio imperialista a los gobiernos “criollos” de turno. Colombia y, en especial, esas tierras generosas y ricas para el cultivo del banano donde pasó parte de su infancia el Premio Nóbel de Literatura don Gabriel García Márquez, fueron víctimas sangrientas de la esclavitud impuesta por los gringos y sus acólitos colombianos a pueblos antes independizados por el ejército libertador, cuya cabeza más brillante fue el venezolano internacionalista y antiimperialista: Simón Bolívar. Precisamente, lo que a continuación se narra aconteció en el diciembre de 1928 justo en esa tierra fértil y bondadosa (Santa Marta) que tuvo espacio para que el Libertador Bolívar viviera sus últimos días de existencia humana entre un cuerpo esquelético y la tos, entre la persecución y el olvido, entre el dolor y la pobreza, entre la agonía y la reflexión final: solicitando la unión para salvar nuestra independencia y el derecho a decidir nuestro destino.

 Nadie sabe nada. En noviembre la United Fruit Company ordena actuar libremente a sus provocadores contra los huelguistas ya garantizada desde antes la impunidad por el ejército y el gobierno colombianos. Las fronteras no hacen verse a los habitantes como hermanos sino como diferentes y enemigos. Reparten alcohol gratis en los trenes y una vez embriagados los consumidores, éstos son incitados a maltratar a golpes a los huelguistas que rechazaban los tragos de aguardiente y de discordia. Lo provocadores destruyen tramos de rieles para culpar a los huelguistas que son acusados de: terroristas y destrucción de bienes de la nación. Envenenan las aguas del corregimiento de Orihueca. Los gendarmes y los jueces estaban al servicio del monopolio gringo y no de los ciudadanos colombianos. La huelga era totalmente pacífica y los amos del monopolio y de las tierras usurpadas o usufructuadas a Colombia planificaron la violencia y el crimen de lesa humanidad. Para ello, contaron con un hombre-lobo o con un lobo-hombre, general de la muerte y no de la vida, gendarme de la tristeza y no de la alegría, soldado del terror y del dolor: el sanguinario Cortés Vargas, nacido en Colombia y criado para servir fielmente de polizonte a los intereses de la oligarquía criolla y foránea. Su profesión: General con doctorado de matanzas al servicio de la United Fruit Company.

 El escenario está preparado. Ante la opinión pública, producto de la mentira y la desinformación y el engaño de los medios de comunicación capitalistas y privados, se hace aparecer a los obreros bananeros como los violentos, los terroristas, los culpables del caos subversivo del “orden” legalmente constituido, los “traidores” a la patria que obedecen al comunismo internacional. Se inventa un asalto militar para acusar de él a los huelguistas, cuando éstos lo único que hicieron fue desarmar a un provocador y entregárselo a los gendarmes que de antemano estaban de acuerdo con el mismo provocador. El gorila Cortés Vargas comunica a su ministro de guerra: “Sigo inmediatamente a batir por el fuego amotinados”. Así son los telegramas de los sanguinarios y mercenarios de la guerra y de la muerte.

 El genocidio era una crónica de muchas muertes anunciadas. El 5 de diciembre los trabajadores fueron convocados a la plaza de la estación del tren de Ciénaga, y les anunciaron que el jefe de la United Fruit Company y el gobernador de Santa Mnarta se harían presentes para que se firmara el contrato colectivo de los trabajadores con la empresa bananera. Para no asistir, el monopolio inventó que estaba preparado un plan para asesinar al mandatario departamental. Los provocadores lograron echar encima los huelguistas a los dirigentes sindicales, creyendo que era cierto que se iba a cometer el crimen anunciado. El gobierno nacional de Colombia, dando la espalda a la justicia reclamada y merecida por los trabajadores colombianos, entra en pánico y sólo piensa en cumplir las órdenes que recibe del imperio mayor: el gobierno estadounidense. Declara el estado de sitio en la provincia de Santa Marta. Eso era lo que ansiaba el sanguinario general Carlos Cortés Vargas. Era el momento esperado para demostrar a los gringos explotadores de tierras y de hombres y mujeres colombianos, cuánto era capaz de hacer matando a los hijos y las hijas de “su” patria de nacimiento. Ya había solicitado, para garantizar su victoria pírrica y criminal, barcos gringos en costas de Colombia.

 La United Fruit Company era experta en crear psicología asesina en el gobierno colombiano. Jorge Eliécer Gaitán diría un día: “La United no quería arreglar con los obreros (...) La United pasaba telegramas inexactos, fomentaba los disturbios, insultaba al gobernador (Núñez Roca), para hacerle creer al gobierno de Bogotá que había una situación gravísima, a fin de que los obreros fueran abaleados”. Cortés Vargas, el ogro y asesino, fue nombrado máxima autoridad civil y militar de Santa Marta.

 Le llegó la hora para su macabrosa actuación militar. Miles de obreros, mujeres y niños, estaban en la plaza de la estación preparando sancocho para alimentarse y no abandonar el lugar de concentración en Ciénaga. Eran como la una y media de la madrugada del 6 de diciembre. Un poeta, artista al fin y al cabo, funcionario de gobierno y admirador del ejército colombiano, escribió así: “Cuando llegué a la estación de Ciénaga, el miércoles (5 de diciembre), los huelguistas se hallaban en gran número localizados allí. Habían clavado entre los rieles una bandera nacional, otra roja y una efigie (sic) del Libertador. En uno de los muros de la estación estaba colgado un cartel enorme que decía poco más o menos: “Viva la soberanía nacional. Los soldados para los piratas del petróleo, no para los obreros de Colombia”... Había en aquel sitio la animación de un campamento y una banda de música tocaba alegres aires...”. Luego, de la masacre o genocidio, se vio en la necesidad de preguntarse: “¿Por qué no se aguardó la mañana para promulgar la orden de disolver grupos? Todavía al día siguiente había muchas personas que ignoraban que la ciudad estaba en estado de sitio”.

 ¿Cómo justificar ante la historia la orden de disparar las metrallas del genocidio?. El sanguinario Cortés Vargas se las ingenió, “reflexionó” como reflexionan los mercenarios: “pensar es difícil, actuar pensando mucho más difícil, es mejor actuar sin pensar y de una vez contra esa camarilla de malhechores, revoltosos, incendiarios, bandoleros, asesinos y comunistas, antes de que una pizca de razón humana me pase por la cabeza

 Los oficiales y soldados fueron obligados a consumir alcohol por los representantes del monopolio imperialista para que tampoco pensaran y no se les despertara ningún indicio de conciencia o de humanismo, porque sabían que eran hombres del pueblo armados que iban a aseinar a hombres y mujeres del pueblo desarmados e indefensos. La orden a la soldadesca fue: “¡Sin vacilar: disparen a matar!”

 Comenzó la matanza.Fuego”, gritó el superior y fuego hubo. La plaza se inundó de sangre obrera, de sangre de mujeres de obreros, de sangre de hijos e hijas de obreros, y se llenó de cadáveres. El Espectador de Barranquilla señala que hubo 150 muertos y más de 400 heridos, mientras que, casi al mismo tiempo, se produjo otra masacre en Sevilla de más de 30 muertos y otro número importante de heridos. Cortés Vargas, ¡se las comió!, mató mucha gente desarmada sin que le presentaran combate. El petit de Blucher, se graduó de bárbaro y de asesino. Alberto Castrillón, comunista y dirigente de la guerra y luego juzgado y condenado a 24 años y 8 meses de prisión, sostuvo que hubo más de 1500 muertos. ¡Dios Santo: qué barbaridad de patriotismo la del ejército colombiano! La tos del Libertador protestó desde la ultratumba.

 ¿Saben lo qué dijo el sanguinario Cortés Vargas?: “La masa humana cayó como un solo hombre, el fragor de la descarga ahogó el vocerío (...) La multitud se levantó y huyó dejando el suelo literalmente cubierto de machetes, sombreros y algunas prendas de vestir (...) fueron muy pocas las bajas que sufrió el pueblo”. ¿Qué cínico? ¿Qué siniestro personaje? Sólo reconoció, como si el sol pudiese taparse con un solo dedo, que tan sólo hubo 13 muertos y 19 heridos. ¿Acaso 13 muertos y 19 heridos que no estaban armados ni en combate militar no es una masacre, un genocidio? Luego, el sanguinario, ordenó la cacería de brujas, la represión y el disparar primero a matar que no habrá delito ni averiguación, es decir, se garantizó la impunidad para los asesinos. Las cárceles se llenaron de presos, y el verdugo, como sintiendo que una espina suelta se le había clavado en el corazón y lo obligó a pensar en mínimo pero no a dormir, reconoció que en su mayoría eran inocentes los presos pero denunciaba, justificando su genocidio o masacre, que en Ciénaga funcionaba un soviet de amotinados, lo cual obligó por complicidad, al ministro de guerra, Ignacio Rengifo, a apresurarse y decir que en Ciénaga “no hay huelga sino revolución”, y los criminales del capitalismo saben que las revoluciones proletarias o socialistas deben ser batidas a plomo limpio, pero no tanto como para asesinar a mansalva gentes inocentes y desarmadas. La bvurguesía no perdona, porque toda está hecha de fetiches alienadores de la conciencia humana. Sin embargo, a los presos políticos o huelguistas, los juzgarían como malhechores, incendiarios, asesinos, y no como hacedores de revolución, aunque el tribunal de la santa oligarquía y del imperialismo estadounidense, reconocieron que los presos (los dirigentes y, especialmente, Alberto Castrillón) poseía recurso efectista de oratoria comunista, orientador de obreros y portador de las doctrinas soviéticas en la propia fuente, Rusia, lo cual lo convertía (analicen esta monstruosidad jurídica burguesa): en director de cuadrilla de malhechores.

 El testimonio (dirigido al Congreso Nacional de Colombia), verídico en todas y cada una de sus partes, del camarada Alberto Castrillón, comienza así: “Incontinenti se dieron tres toques de corneta con intervalos de un minuto cada uno y una descarga cerrada ahogó el grito de ¡Viva Colombia libre! que quedó cuajado en témpanos de sangre en las bocas de más de cuatro centenares de víctimas indefensas que cayeron allí envueltas en el tricolor nacional en momento en que en Santa Marta el gerente yanki y los productores nacionales se frotaban las manos de satisfacción...” Y, entre sus preocupaciones, manifestó lo siguiente: “En otras circunstancias este hecho criminoso habría sido objeto de un minuciosa investigación, porque nadie ha sabido todavía cuáles fueron los verdaderos autores de esa tragedia, ni menos aún los motivos que la ocasionaron”. Por cierto, el preso político revolucionario (malhechor para la reacción) que fue condenado a mayor cantidad de años de prisión (25) fue un compatriota venezolano, de profesión u oficio agricultor, llamado: Nicolás Fernández. Hasta en el nacionalismo la oligarquía colombiana es vilmente monstruosa.

 Recordando a los masacrados, a esos centenares de víctimas que inocentes cayeron en un combate donde no participaron, Alvaro Sanclemente les escribió un poema magistral, una historia trágica en poesía, y por lo extenso del mismo, sólo -en esta oportunidad- le solicito prestado o permiso, para publicar, esa parte que se refiere a “Esa tierra, nuestra tierra”, que dice así: “... Esa tierra donde hay hambre de surcos pobres, sin semillas, al lado de la insolente y dorada plenitud de los racimos. Esa tierra con verde flamear de banderas vegetales donde es cálida y musical la voz del viento en los colinos. Esa tierra con jadear de bestias y hombres confundidos junto al mecánico roncar de caterpillars y tractores. Esa tierra donde hay amos y señores, capataces y verdugos, sobre peones, obreros, campesinos, parias y mendigos. Esa tierra poblada de ranchos enclenques y aplastados al pie de blancos chalets con nombres de asesinos. Esa tierra por sangre y huesos de obreros abonada, en los mercados de Wall Street por acciones cotizadas. Esa tierra, nuestra tierra, grávida del peso de sus muertos. 1928 ¡Tierra de la zona bananera!...”

 Lo cierto es que las masacres, sobre todo cuando las víctimas son una expresión de política reivindicativa justa y se inventa un combate para aseinarlas cuando todo prueba su desarme y su pacificación, no se vuelven en vano, se devuelven -como duendes- a golpear las cabezas de los asesinos. La masacre o genocidio de las bananeras en Santa Marta (Colombia) hizo posible, sobre la muerte de muchos y sobre el dolor de miles de miles de sobrevivientes, que se produjera -como estocada final- la extinción de la hegemonía política conservadora en el gobierno de Colombia. La danza de los millones, tarde o temprano, termina en la fosa donde con su sepultura pierde todo su mágico poder.



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Freddy Yépez


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