Un cuento de hadas electoral

Ceniciento y los siete enanos

Había una vez una isla no muy lejana en la que gobernaba, desde hacía más tiempo del que nadie puede soportar, un malvado hechicero. En ese pedazo de tierra toda rodeada de agua, tal como la describió otro hechicero cuya maldad solo era opacada por sus rebuznos desfachatados, vivían un muchacho llamado Ceniciento y sus dos hermanastros. También moraban allí, por supuesto, los pobladores de la isla con sus animalitos, sus lanchas y sus partidos políticos.

Ceniciento era un muchacho muy trabajador. Se pasaba catorce horas diarias haciendo su trabajo de manera impecable. Desde hacía algunos años a Ceniciento se le encargó coordinar un trabajo vital dentro de la isla, vital como quien dice de vida o muerte. Su misión: llevar salud a los pobladores más pobres y a los menos pobres también. Ceniciento era doctor.

Sus hermanastros también trabajaban, pero, al contrario de Ceniciento, tenían unos cargos públicos muy importantes y no se cortaban de alardear del poder que dichos cargos les conferían.

Un día llegó una invitación para un baile, entre los asistentes al mismo se escogería al gobernador de la Isla. Muchos quisieron ir y como era un baile público, muchos supieron que la oportunidad se las estaban sirviendo en bandeja y acompañada con tequeños.

Los hermanastros, apenas se enteraron, corrieron a sus aposentos para seleccionar sus mejores galas, repasar sus mejores mañas y anunciar la buena nueva a sus amigotes vía celular.

Los amigotes de cada uno de los hermanastros, que a veces se llaman socios y otras aliados, empezaron a tejer unas hermosas redecillas que ellos debían usar en el baile y que habían de hacer que éstos destacaran sobre el resto de los aspirantes.

Como los hermanastros no se llevaban bien entre si, y sus amigotes menos, se generó una competencia de redecillas que se hacían cada vez más elaboradas y más vistosas.

A todas estas, Ceniciento seguía ejerciendo su trabajo vital, sin atreverse a soñar siquiera en poner un dedo del pie en la pista de baile. Pero sus amigos, que se llaman siete enanos, no porque sean siete, sino porque al lado de los amigotes de sus hermanastros eran muy pequeños, insistían en que lo querían ver bailar.

Ceniciento accedió porque sabía que tenia un buen son, por lo que creía que, aunque no ganara, los enanos no se sentirían defraudados, ya que él movería los pies con más estilo que es mismísimo Fred Astaire.

Los siete enanos felices ante la expectativa de ver a su Ceniciento bailar, empezaron recorrer cada caserío de la comarca, y, cual alegres juglares, empezaron a regar la buena.

Pronto Ceniciento y los siete enanos sintieron el poderío de los hermanastros quienes, sin ningún pudor, les restregaban en las caras aquellas elaboradísimas y costosas redecillas.

Conscientes de que contra eso no podían competir se dedicaron seguir haciendo lo único que podían hacer: Ir con Ceniciento a todos lados, hablar con cuanta gente se les cruzara por los caminos y sacar fotocopias en blanco y negro con la foto Ceniciento y un pequeño pero completo mensaje para que la gente se acordara de una cara que era inolvidable. Y es que olvidé mencionar que la sonrisa de Ceniciento si la ves una vez, ya no puedes vivir sin quererla volver a ver.

La rivalidad entre los hermanastros tomaba proporciones desmesuradas, el malvado hechicero se relamía porque él sabía que solo la unidad entre sus futuros contrincantes sería capaz de derrotarlo, por lo que se acurrucó, plácido, en su trono abrazado a su gallo mágico que ponía huevos de oro.

Así llegó el día del baile. Algunos moradores de la isla cayeron en las redecillas, muchos a mi modesto parecer, otros salieron de sus casas a aplaudir al doctor Ceniciento que sin zapatos de cristal, sin redecillas carísimas, su labor bien cumplida y su sonrisa adictiva, había despertado conciencias y había traído una esperanza hace mucho tiempo perdida.

Aplaudimos los enanos, aplaudimos tanto como los enanos podemos hacerlo y logramos junto a Ceniciento llegar de terceros en el concurso de baile. Los hermanastros incrédulos se preguntaban en qué fallaron, ¿cuándo había cambiado la gente de su comarca insular? ¿por qué si siempre habían sabido vender su futuro a cambio de unas monedas de latón, hoy aplaudían como enanos eufóricos al insignificante Ceniciento?

Porque lo vimos bailar sin dar un traspiés, sin meter una sola zancadilla, sin hundir ninguno de sus hermosos codos en el costillar de persona alguna. Ceniciento bailó como hace todo lo que hace, de manera impecable, alegre, sin perder la sonrisa por más que le dolieran los pies.

Ceniciento, junto a sus desconcertados hermanastros, esperan una decisión final, tal como los estipulaban las reglas del baile, si los tres primeros recibían más o menos la misma cantidad de aplausos, irían a demostrar en la capital qué hizo o qué dejo de hacer cada uno para merecer o desmerecer la candidatura a gobernador.

El malvado hechicero estruja con angustia a su gallo de los huevos de oro, los pobladores de la isla esperamos que en la capital sepan ver lo que vimos aquí, que vean a Ceniciento bailar, que vean como ha bailado toda su vida... es que si tienen buena vista podremos vivir todos rojos rojitos para siempre.

Y colorín colorado este cuento no se ha acabado...


carolachavez.blogspot.com



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Carola Chávez

Periodista y escritora. Autora del libro "Qué pena con ese señor" y co-editora del suplemento comico-politico "El Especulador Precóz". carolachavez.wordpress.com

 tongorocho@gmail.com      @tongorocho

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