La mega sacudida telúrica de Sumatra, sumada a los gigantes maremotos que el 26 de diciembre de 2004 golpearon las costas del Océano Indico provocaron una de las catástrofes más colosales de la historia. La tragedia humana -150.000 muertos, 500.000 heridos, 5 millones de personas desplazadas, según cifras provisorias (1)- alcanza un nivel poca veces visto. Se agrega a ello el carácter internacional del desastre: ocho países asiáticos y cinco países africanos fueron golpeados el mismo día por el cataclismo. Y alrededor de 10.000 ciudadanos de unos 45 otros países del mundo murieron o figuran como desaparecidos (entre ellos 2.000 suecos, 1.000 alemanes, 700 italianos, 500 austríacos, 200 franceses, 200 neozelandeses, pero también mexicanos, colombianos, brasileños, filipinosS).
La presencia de occidentales y el elevado número de víctimas entre éstos contribuyeron a la repercusión planetaria de la catástrofe, ocurrida, en horrorosa coincidencia, en pleno período de las fiestas de fin de año. Ello también provocó una cobertura mediática de dimensiones excepcionales que, con seguridad, la tragedia no hubiese suscitado -lo cual es lamentable- si se hubiese circunscripto a su dimensión asiática.
Todo esto produce un formidable golpe emocional que toca profundamente a la opinión pública occidental. Una conmoción perfectamente comprensible ante tanto desamparo humano, tantas destrucciones y tanta desolación, que tradujo en una fuerte voluntad de ayudar y en una calurosa dinámica de solidaridad. Según las organizaciones humanitarias, raras veces antes se había manifestado una generosidad tan amplia, tanto pública como privada.
Esta solidaridad hacia todas las víctimas del Océano Indico permitió a muchos de nuestros conciudadanos descubrir, más allá del cataclismo, la realidad de las condiciones corrientes de vida de los habitantes de esos países. También se nota con claridad que la ayuda movilizada, a pesar de su importancia, será muy insuficiente para resolver sus dificultades estructurales.
Recordar algunos hechos
Una catástrofe 'natural' de idéntica intensidad causa menos víctimas en un país rico que en un país pobre. Por ejemplo, el sismo de Bam, en Irán, ocurrido exactamente un año antes, el 26 de diciembre de 2003, de 6,8 grados en la escala de Richter, provocó más de 30.000 muertos. Sin embargo, tres meses antes, el 26 de septiembre de 2003, una sacudida más violenta -8 grados- en la isla Hokkaido, en Japón, no provocó ningún muerto. Otro ejemplo: el 21 de mayo de 2003, un terremoto de 6,2 grados golpeaba Argelia causando más de 3.000 muertos. Tres días más tarde, el 26 de mayo, un sismo más violento -7 grados- sacudía todo el noroeste de Japón sin provocar una sola víctima mortal.
¿Por qué tantas diferencias? Porque Japón, como otros países desarrollados, posee los medios para aplicar normas de construcción antisísmicas mucho más costosas. ¿Somos por lo tanto desiguales frente a los cataclismos? Sin la menor duda. Cada año, distintas catástrofes afectan a unas 211 millones de personas. Dos tercios de éstas se encuentran en los países del Sur, donde las desigualdades acentúan su vulnerabilidad. Un informe titulado 'Reducir el riesgo de los desastres', publicado el 2 de febrero de 2004 por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), se pregunta incluso si se debe seguir hablando de catástrofes 'naturales'. El impacto de un sismo, de un ciclón o de una inundación es muy diferente según los países. A menudo depende de las políticas de prevención aplicadas por las autoridades.
Si el mismo tsunami se hubiese producido sobre el Océano Pacífico, el número de víctimas hubiera sido mucho más reducido. Porque los Estados costeros -tras la iniciativa de Japón y Estados Unidos- pusieron a punto un sistema de detección y de alerta capaz de advertir por anticipado la llegada de las 'olas asesinas', permitiendo a la población ponerse a resguardo. Pero la compra, la instalación y el mantenimiento de tal sistema cuestan muy caro.
La catástrofe del Océano Indico nos conmueve en razón de su magnitud, de su brutalidad y también porque esta suma de tragedias se produjo en un día. Pero si se observara, a estos países y sus habitantes con una curiosidad parecida a la que se tiene actualmente a lo largo de un año, se asistiría -en cámara lenta- a una catástrofe de envergadura aun más trágica. Alcanza con saber que, cada año, en los Estados del Golfo de Bengala (India, Maldivas, Sri Lanka, Bangladesh, Birmania, Tailandia, Malasia e Indonesia), varios millones de personas (sobre todo niños) mueren simplemente porque no disponen de agua potable y toman agua contaminada.
- La ayuda pública y privada prometida a los países afectados por el tsunami alcanza actualmente a unos 4.000 millones de dólares. Todos se felicitan por la importancia de esta suma. Sin embargo, comparada con otros gastos, resulta despreciable. Por ejemplo, sólo el presupuesto militar de Estados Unidos se eleva, cada año, a 400.000 millones de dólaresS
Cuando el Estado de Florida fue golpeado, en el otoño boreal de 2004, por ciclones que provocaron daños severos, pero sin comparación con el desastre actual del Océano Indico, Washington desbloqueó inmediatamente una ayuda de 3.000 millones de dólaresS De todas maneras, los montos prometidos son insignificantes respecto de las necesidades de los Estados enlutados por el tsunami.
Es importante saber que, según las últimas cifras del Banco Mundial, la deuda externa pública de cinco de estos países supera los 300.000 millones de dólares. Y los desembolsos que implica son gigantescos: más de 32.000 millones de dólares al añoS Es decir casi diez veces las promesas de donaciones 'generosamente' anunciadas en estos días. A escala planetaria, cada año, los países pobres devuelven al Norte rico, en concepto de deuda, más de 230.000 millones de dólares. Es el mundo al revés. Se evoca, en ocasión del tsunami, una moratoria de la deuda de los países enlutados. Pero no es una moratoria lo que hace falta, sino la eliminación pura y simple de la deuda. Es lo que Estados Unidos acaba de imponer a sus socios del Club de París respecto de la deuda de Irak, país que ocupa militarmente. ¿Si se lo puede hacer para Irak -país rico en petróleo y gas- por qué no podría decidirse para países infinitamente más pobres, y por si fuera poco, golpeados por una catástrofe de dimensiones bíblicas?
Siempre según el PNUD, 'a escala planetaria, faltan unos 80.000 millones de dólares por año para asegurar a todos los servicios de base', es decir, acceso a agua potable, techo, alimentación decente, educación primaria y cuidados de salud esenciales. Es exactamente la suma del presupuesto suplementario que el presidente Bush acaba de pedir al Congreso para financiar la guerra en IrakS
La enormidad de las necesidades por cubrir, demuestra, por comparación, que la generosidad humanitaria, por más admirable y necesaria que sea, no es una solución de largo plazo. La emoción no puede sustituir la política. Cada catástrofe revela, ampliado a la lupa, el desamparo estructural de los más pobres, de aquellos que son la víctimas corrientes de la desigual e injusta distribución de la riqueza en el mundo. Por ello, si se desea realmente que el efecto de los cataclismos sea menos destructivo, se deberá avanzar en la búsqueda de soluciones permanentes. Y favorecer, para el conjunto de los habitantes del planeta, una redistribución compensatoria.
Para afrontar situaciones de urgencia como estas, y más simplemente para construir un mundo más justo, es cada vez más indispensable crear una especie de IVA internacional. Esta idea de un 'impuesto planetario' -deducido de los mercados cambiarios (tasa Tobin), de las ventas de armas o del consumo de energías no renovables- fue presentado en Naciones Unidas el 20 de septiembre de 2004 por los presidentes Lula de Brasil, Lagos de Chile, Chirac de Francia y el primer ministro Zapatero de España. Más de cien países, o sea más de la mitad de los Estados del mundo, apoyan esta feliz iniciativa. ¿Por qué no apoyarse en la emoción universal provocada por la catástrofe del Océano Indico para reclamar un puesta en marcha inmediata de este impuesto internacional de solidaridad?
Este artículo fue redactado el 7 de enero de 2005.
Traducción: Pablo Stancanelli
* Ignacio Ramonet es Director de Le Monde diplomatique, París.
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