Nadie sabe si la historia clasificará a Juan Pablo II como conservador o no. Ha sido conservador en su relación con el Opus Dei, en sus amonestaciones sobre la moral sexual, las parejas que utilizan la píldora o el preservativo, los homosexuales, los Estados que legalizan el aborto y la eutanasia. También ha sido conservador en su obstinación en rechazar el acceso de las mujeres al sacerdocio, el matrimonio de los curas, en el perfil de los obispos que ha nombrado, o en su actitud hostil hacia los teólogos modernistas y en particular hacia los partidarios latinoamericanos de la teología de la liberación.
Pero ha tenido otros aspectos desconcertantes: su compromiso en favor del diálogo interreligioso con los protestantes, los judíos y los musulmanes; sus llamamientos repetidos para la anulación de la deuda de los países pobres y sus invitaciones a construir un mundo más solidario. También hay que recordar sus denuncias repetidas de la guerra de Irak, así como su deseo de ver a la Iglesia y a las organizaciones católicas participar de modo masivo en las manifestaciones populares de protesta contra esa guerra.
Algunos se sorprendieron de esa actitud tan antibelicista del difunto Papa. Olvidaban que Juan Pablo II se percató muy pronto de que la invasión de Irak, en marzo del 2003, podía haber sido interpretada en muchos países del Sur como un conflicto entre ricos y pobres, o como un enfrentamiento de civilizaciones.
Oponiéndose a esa guerra, el Papa fallecido consiguió evitar que los musulmanes del mundo la interpretasen como un choque entre cristianos y musulmanes.
Y también, de esa manera, Juan Pablo II quiso subrayar que el cristianismo ya no es reductible a Occidente. Si, hace cincuenta años, las tres primeras naciones católicas del mundo eran Francia, Italia y Alemania, hoy lo son Brasil, México y Filipinas. La mayoría de los católicos viven ahora en el Sur. El catolicismo se ha conver tido en una religión del tercer mundo, en una fe de los pobres. Por eso, entre las especulaciones que circulan sobre la identidad del próximo Papa, muchos apuestan sobre la posibilidad de que el sucesor de Juan Pablo II sea, por vez primera en la historia milenaria de la Iglesia, un no europeo, un latinoamericano o un asiático.
En los Evangelios, los pobres ocupan un lugar central. La Iglesia siempre ha estado preocupada, acosada o atormentada por la cuestión de los pobres. Juan Pablo II decidió hacer suya la causa de los pobres y desafiar la globalización liberal. Por eso condenó muchas veces, de manera radical, el ultraliberalismo económico. Ya en 1987, en la encíclica Sollicitudo Rei Socialis, afirmaba que un crecimiento económico que no respetaba los derechos de los trabajadores «no era digno del hombre». En 1991, en Centessimus Annus, denunció los estragos de la globalización: despidos, precarización, salarios indecentes, marginalización de los inmigrantes y exp lotación de los países del Sur. En el 2001, ante la Academia Pontificia de Ciencias Sociales, declaró que «la globalización es una inundación destructora que amenaza las normas sociales». Llegó a afirmar, como lo hacen los altermundialistas , que eran legítimas «las luchas contra un sistema económico que establece la superioridad absoluta del capital y de la propiedad de los instrumentos de producción sobre la libertad y la dignidad del trabajo del hombre».
En innumerables ocasiones, Juan Pablo II recordó que consideraba los derechos sociales, económicos y culturales como indivisibles. Y lamentó que estos derechos reciban mucha menos atención que los derechos políticos. Estimaba que había violación de los derechos de los más humildes cuando los medios financieros se oponían a la supresión de la deuda externa de los países pobres. En 1998 declaró que había una contradicción entre liberalismo económico y cristianismo, y repitió que «la pobreza constituye una de las situaciones que violan de la manera más grave el pleno ejercicio de los derechos humanos».
Hijo de una familia de trabajadores, Juan Pablo II deja el recuerdo de un Papa del pueblo, defensor de los derechos de los trabajadores. Queda ahora por esperar que el futuro pontífice no sea menos progresista frente a la globalización. Pero que lo sea muchísimo más en materia de doctrina y de moral.