Estudié desde mi etapa inicial hasta octavo grado en un colegio de monjas ubicado en Las Mercedes. Para los últimos tres años de bachillerato, me cambié a un colegio mixto en Chuao. Mis estudios superiores los cursé en la Universidad Católica Andrés Bello.
Fue la etapa cumbre en la que apareció Chávez en nuestras vidas. Ese histórico “por ahora” del 4 de febrero irrumpió nuestra realidad como un rayo para sembrarse en lo más profundo de nuestra memoria colectiva. Mientras tanto, nuestra cotidianidad corría en medio de nimiedades que para ese entonces lucían importantes. Recuerdo que hacíamos protestas pacíficas en los espacios abiertos de la UCAB para que le bajaran el precio a los almuerzos en el comedor, por ejemplo. Recuerdo que nuestras peleas como grupo organizado de adolescentes era para que nos dieran permiso de salir a un paseo o para evitar que castigaran a los mala-conducta del salón que siempre, siempre, eran los populares, los más admirados, el alma de la fiesta.
En esa época sin conciencia, una generación eréctil absolutamente alienada, secuestrada por la televisión y por la permanente mentira mediática, no se preocupaba para nada en cambiar su realidad. Ese era nuestro mundo y punto, esa era el país que teníamos y que, según los voceros oficiales de la época, merecíamos.
Los pocos rebeldes que surgían en los salones de clase demostraban su inconformidad llevando pantalones rotos y escuchando Metallica a todo volumen. Sí, el trash metal llegó a ser una especie de bandera. En aquella época, en el este de Caracas, las canciones de Alí Primera sólo eran escuchadas por los viejos nostálgicos que fueron rebeldes en los 70, pero que ahora llevaban corbata y atendían al otro lado del vidrio en una taquilla de banco. Nos llamaban de forma peyorativa “la generación X” y no nos molestábamos. Sólo nos ocupábamos en demostrar nuestro desacuerdo bebiendo a escondidas en el parque de afuera, llevando los hombres el cabello largo y las mujeres maquillándose con excesivo delineador negro en una especie de antesala al auge de las pandillas mal llamadas Emo que luego harían vida por la Plaza Altamira.
Pero hasta ahí. Y no por ser la generación de la apatía. Era porque nuestro panorama estaba limitado, inconcluso, era mediocre. No teníamos referentes directos que nos sirvieran de inspiración. Porque en los salones de clase nos escondían al verdadero Bolívar. No como en los barrios o en los liceos públicos del centro de Caracas, repletos de héroes y heroínas que hacían patria mientras nosotros nos sacábamos los mocos en el estacionamiento de Plaza Las Américas. Éramos parte del rebaño.
Pasa el bachillerato, sobrevivo a la Universidad, comienza mi mundo real trabajando y pagando deudas hasta que sucede el milagro. Un día y por un golpe de suerte consigo trabajo en la Administración Pública. Era 1999. El auge de Hugo Chávez se volvió mi mundo. Conseguí en él todas las respuestas a las millones de preguntas que me estuve haciendo desde mis primeras espinillas. Y mientras yo me aprendía las canciones de Nirvana para demostrarle a mi madre que era “rebelde”, Hugo Chávez se echaba sobre la espalda el destino de los pueblos oprimidos del mundo.
De ahí hasta hoy todo pasó muy rápido. Cambié a Metallica por Alí Primera, comencé a leer a Marx, me enteré de la existencia de Trotsky, descubrí a Galeano y me volví fiel seguidora de Nietzsche. Abrí los ojos y vi el mundo. Ya no eran las telenovelas ni las comedias gringas, ya no eran simplemente las canciones de Los Beatles o las marchas pacíficas para bajar el precio de una empanada en el cafetín. Era mi Patria. Era el sueño de Bolívar. Era la reivindicación de nuestros pueblos originarios. Era la salvación del mundo. Era la batalla contra la injusticia.
Todo esto lo digo porque hoy en día y gracias a las redes sociales, uno se va reencontrando con viejos amigos, con antiguos compañeros de clase, con aquellos adolescentes de la botella de anís y las paredes del colegio grafiteadas.
Sería un feliz reencuentro de no ser por la indignación que me invade cada vez que alguno de ellos me dice «¿qué te pasó? », «¡Tan inteligente que te veías!», todo esto aunado a mi “condición” de chavista. Sí, porque para ellos ser chavista es una especie de enfermedad. Ese lastimero «pero si tú no eras así», lapida el romance en mis recuerdos y oscurece mi viaje en el tiempo, reapareciendo otros capítulos, no tan divertidos como los ya relatados, en los que observo mi diferencia de raíz con esa generación X.
En el colegio de monjas, al regreso de vacaciones, todas pegaban alaridos de alegría, cuales urracas en celo, para contar su divino crucero por Las Bahamas o para quejarse de sus padres que, una vez más, las llevaron a Disney y qué aburrido, cansadas porque fue “más de lo mismo”. Cuando me quitaban el habla porque mis zapatos eran Paseo y no Keds o porque mi chemise era Flipper y no Levi’s o porque mis cuadernos eran Caribe a dos grapas o porque mis creyones Prismacolor eran reciclados del otro año o porque nunca me pude comprar esos Timberland envejecidos que estaban de moda, esos mismos que recién sacados nuevecitos de sus cajas los ponían en el asfalto y les pasaban con los cauchos del carro por encima una y otra vez para que adoptaran ese “look” añejado que salía en los videos musicales.
O en el colegio de Chuao, cuando yo era la única que andaba a pie y en esa bajada interminable desde la colina hasta la avenida principal, ninguno me daba la cola porque yo no era, lamentablemente (para ellos), popular. Era una simple pobretona que no merecía pertenecer a su estirpe de bendecidos por ese dios verde llamado dólar.
Yo también me pregunto ¿qué me pasó? ¿Cómo fue que yo no terminé siendo como ellos? ¿Cómo fue que me salvé de esa “condición” de fascista, excluyente, clasista, racista, machista y todos los istas que se me puedan ocurrir ahora?
Gracias a Dios conocí a Chávez. Eso fue lo que me pasó.
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