Tal vez no mucha gente lo aprecie así, pero ser un periodista en ejercicio y transformarse, de la noche a la mañana, primero en ministro de Comunicación e Información y, un pestañeo más tarde, en un líder político que arenga masas en el Teresa Carreño —con la desenvoltura de un genuino heredero de Hugo Chávez, dicho sea de paso—, es lo que podría calificarse como una metamorfosis vergataria. No todo el mundo hubiese sido capaz de hacerlo y Ernesto Villegas Poljak lo hizo. O, mejor dicho, lo está haciendo porque la transfiguración sigue en proceso.
Con el permiso de los lectores, asumiré un tono personal en este perfil. Es raro hacerlo de otro modo porque se trata de escribir sobre un amigo entrañable. Confieso, en primer lugar, que este tipo de cambios me maravilla. A quienes dan estos giros inesperados y drásticos en la ruta de la vida, les admiro por su audacia. A Ernesto, a ratos, sin embargo, más bien lo compadezco porque esos viajes desde la tierra firme del periodismo hacia los tormentosos mares de la política casi nunca tienen boleto de regreso. Y Ernesto —me consta— es un periodista de vocación y devoción. Lo demostró incursionando, con igual éxito, en los medios impresos, la radio, la televisión y hasta en el poco explorado campo del reportaje convertido en libro.
Su trayectoria profesional ha sido eso que los cronistas deportivos suelen llamar “una carrera de ensueño”: comenzó remando en un galeón negrero: el diario El Nuevo País, en aquellos tiempos en los que a Rafael Poleo se le permitía hacer lo que le viniera en gana; luego pasó a brillar en la gran prensa, como reportero político de El Universal; ya en tiempos de Revolución aceptó el reto de hacer televisión y radio, y llegó a ser director del diario Ciudad CCS, una de las pocas cosas buenas que ha pasado en el periodismo venezolano de los últimos años. Y como si todo eso fuera poco, ofreció al público el libro Abril, golpe adentro: una pieza periodística de largo aliento, muy bien investigada y mejor escrita.
Disfrutaba de esa integral consagración profesional cuando al comandante Chávez se le ocurrió meterlo en uno de los grandes bretes de los 42 años de vida que Ernesto tenía a finales de 2012. Lo encargó de la política comunicacional del Estado en esa incierta época para la Revolución, cuando los hados más funestos se empeñaban en echar raíces en nuestra cotidianidad.
Como titular del Minci, le correspondieron tareas nada gratas. Fue el vocero de los partes médicos del jefe de Estado, tarea en la que conoció de veras el significado de la expresión “guapear”. Y le tocó dirigir —con una dignidad que nos hizo sentir orgullosos— la respuesta oficial a una de las más repulsivas campañas mediáticas que se haya organizado en país alguno contra un ser humano enfermo.
Luego de los días sombríos de marzo y de las convulsiones de abril, el ministro Villegas parecía encaminado a establecerse en su cargo. De hecho, el presidente Nicolás Maduro solía referirse a él como “el novato del año”. Pero el azaroso devenir de la política le reservaba una nueva metamorfosis: dejar de lado —ya por completo— el periodismo y asumir el acerado verbo del líder político para fajarse por la Alcaldía Metropolitana, en mala hora perdida por la Revolución. En eso anda este pana.