Todo parece indicar que los grandes partidos siempre terminan siendo autoritarios, cupulares, estalinistas. ¿Será que esa es su naturaleza? Mientras se construyen, cuando están en proceso de florecimiento, lucen muy democráticos y abiertos al debate, pero cuando se dejan llevar por la ilusión de la omnipotencia, quienes tienen cargos de poder partidista suelen apelar al garrote. No importa cuán salidos del pueblo hayan sido esos dirigentes.
No es una condición obligatoria, pero casi siempre esas actitudes son un síntoma de decadencia. Los brotes de autoritarismo surgen cuando comienza el declive. Quienes tenemos “cierta edad” recordamos cómo Acción Democrática al final de su reinado como gran partido de masas de la Venezuela del siglo XX se había constituido en una banda de mafiosos en la que mandaban ciertos “hombres fuertes”, amparándose en valores (es un decir) como la disciplina partidista y la lealtad con cualquier decisión que tomase la dirección política.
Antes de que Chávez la convirtiera en un micropartido henchido de nostalgias, AD era dirigida férreamente por un señor apodado, no por casualidad, “el Caudillo”, quien con un solo golpe de enter en su computadora, borraba del padrón a cientos de adecos que habían osado rebelarse contra sus dictados. (Luego, por ironías de la política, cayó en su ley: los compañeros lo despojaron de la candidatura presidencial y lo expulsaron del partido en un intento desesperado -y fallido- por evitar la derrota en 1998. Pero esa es harina de otro costal, o al menos eso parece).
En fin, que eso de pasar gente al tribunal disciplinario, suspenderla de militancia, expulsarla son rémoras de la IV República y cuidado si no de la Inquisición. Y una prueba de que muchas cosas cambian para que todo siga igual.
Lo peor de ese comportamiento es que se hace viral: cuando los jefazos nacionales sacan a relucir el garrote, los jefes regionales, los jefecitos locales y hasta los que tienen cochochos se envalentonan. En ese ambiente pesado, germinan las dudas: ¿si el poderoso partido tiene un tribunal disciplinario por qué nunca se ocupa de abrir averiguaciones (por notitia criminis podría hacerlo) a ciertos funcionarios que muestran, a veces desvergonzadamente, signos exteriores de riqueza incompatibles con sus ingresos legales? ¿Habrá una mayor falta disciplinaria en un partido de masas que cogerse los reales del pueblo pobre? ¿Si el partido dispone de mecanismos de autorregulación ética y moral, por qué no estudian las denuncias, pero sí salen raudamente a enjuiciar a los denunciantes? Fueron preguntas que se hicieron muchos adecos honestos a finales de siglo y que hoy, tristemente, son de nuevo pertinentes. Por algo será.