“He vivido: al deber juré mis armas y ni una sola vez el sol dobló
las cuestas sin que mi lidia y mi victoria viere” (José Martí)
Suelo mostrar a mis amigos un sobre blanco que exhibe mi nombre. Lo abro muy despacio, como por azar, y extraigo una partecita de una tarjeta mientras digo con indiferencia Ah, sí, es de aquella vez que me invitó… Y todos entreveen el escudo cubano y el nombre Fidel Castro Ruz. Nada más. Que me invitó, sí, esa vez que… Y mezquino el sobre y me dispongo a disertar sobre la problemática existencial del crustáceo mediterráneo. Pero no, me reclaman curiosos; qué es, qué es. Y quieren ver. Los tengo en mis manos. Y entonces, como ausente, sigo con resignación, Ah, ¿esto? Sí, cuando me invitó... Y cierro el sobre y cambio de tema y ofrezco café y deploro la humedad reinante y todos se ponen locos. Me exijen que les deje ver de una vez esa dichosa invitación. Finalmente, mi acto termina mostrándoles, con falsa modestia, la tarjeta en la que, en resumen, esa persona me invita al Palacio de la Revolución, donde se ofrece una recepción “en honor de los participantes en el X Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano”.
No me la envió personalmente, vamos, ni a los cientos de artistas, técnicos y periodistas que acudimos a la recepción el 17 de diciembre de 1988.
Yo estaba en Cuba durante aquel fantástico suceso cultural, y esa noche nos llevaron a ese edificio lleno de plantas donde nos esperaban con mojitos. El tema entre los invitados, claro, era si vendría Fidel. Que sí. Que no. Que sí. Que no. Y vino.
Surgió de la nada con algunos custodios. Me llamó la atención su buen humor contagioso y la sagacidad que exudaba. Parecía capaz de mirarnos a cada uno, leernos el alma y sacar una conclusión al instante. El brillo de inteligencia que reinaba en su mirada, mezclado con una malicia llena de picardía explicaba mejor que nada porqué un grupo de visionarios se embarcó con él en México rumbo a Cuba, con más ideas que armas, sin póliza de seguro, y se jugaron la vida junto a esa leyenda. “Había que estar locos”, comentó alguna vez el Che, quien algo sabía también sobre eso de hacer la Historia.
Los embarcados sabían que el liderazgo de Fidel se correspondía con el espíritu indomable y el coraje de los cubanos, con la fe en su pueblo. Sabían que no era solamente un intelectual que organizaba, estudiaba y ponía en práctica la teoría, porque Fidel no aporta sólo su intelecto, sino que agrega su pellejo.
Mezclado entre la gente, Fidel se movía como pez en el agua, prodigando ese legendario carisma que a veces suena como un lugar común. Pero no, es exactamente así. He visto a periodistas veteranos convertiéndose en colegialas, apresurándose a tocar a su estrella de rock en verde olivo. Se detuvo a conversar con algunos afortunados mientras su custodia controlaba los desbordes de efusividad. Imagínense, muchos volvemos de la Isla comentando que nos bañamos en Varadero, que fuimos al Tropicana, que visitamos la casa de Hemingway; pero nada comparable a decir: Conversé con Fidel.
Lo pasé rebién en esos días. Visité un Comité de Defensa de la Revolución. Vi Napoleón, de Abel Gance, en el teatro Karl Marx, en polivisión tríptica y con la Orquesta Sinfónica Nacional dirigida por Carmine Coppola. Como pronosticábamos casi todos, la película de Solanas, Sur, se llevó el Coral Negro. Compré tantos libros que reventé mi valija. Todos los días me codeaba con lo más granado de la cinematografía mundial. Asistí al Primer Congreso Mundial Gardeliano. Ví a Daisy Granados sonriendo madura y magnífica en los jardines del Hotel Nacional. Me hice amigo del pionero Iván. Estuve en la Plaza cuando Fidel reveló entretelones de la batalla de Cuito Canevale, en Angola. Le serví de intérprete a un amigo ecuatoriano que entrevistó al famoso crítico francés Marcel Martin.
En fin, repito que fue una estancia de lo más grata, como cada vez que voy a Cuba. Pero esa noche en el Palacio de la Revolución se me quedó pegada acá en el medio para siempre.
Fidel dispensa alegría, es así de simple; es el sentimiento que despierta la esperanza revolucionaria encarnada en un ser excepcional que cree apasionadamente en el ser humano. Así lo sentí aquella noche. Fue uno de los momentos más gratificantes de mi vida.
El comandante está hoy delicado, y confieso que junto a una grandísima angustia siento igualmente una confianza indestructible en ese pueblo maravilloso, ejemplo de dignidad, coraje y solidaridad.
A Fidel no lo perderemos nunca. Nadie se acuerda de los asesinos del Che, pero cada octubre millones lo recuerdan en todo el mundo. El comandante también será una estrella para todo oprimido, lo que sus enemigos, que son los nuestros, jamás le perdonarán. Peor para ellos. Nunca podrán borrar su ejemplo. No podrán borrar la alegría con que lo recordaremos. “El verdadero cementerio es la memoria”, escribió acertadamente Rodolfo Walsh. Ahí permanecerá Fidel por siempre victorioso.