Enfoque cosmocultural (II)

La vida contemplándose a sí misma

He aquí parte de la memoria escrita de los encuentros que sostuvimos con Jacinta, una vieja andariega campesina venezolana, mística, silenciosa, apacible, con una tierna y profunda mirada, donde se vislumbran respuestas siderales y misteriosas para todo. De voz sublime y sonrisa de colores. Imperceptible para el subyugante dominio del ego. La conocimos desde niño, cuando ella llegaba en horas de la tarde a la casita donde vivíamos junto a mis padres y hermanos. El tiempo pasó casi imperceptible, pero los encuentros continuaron. En la espiral de la vida retornamos a los montes de nuestra niñez y allí estaba ella.

Ataviada con pantalones enrollados hasta la media rodilla, botas de cuero grueso y curtido por el tiempo, vestido largo, una marusa que le guindaba, cruzada entre sus hombros y una soñadora sonrisa que invitaba a penetrar su mirada y vivir sus misterios. Nuestros encuentros y conversas se hicieron muy frecuentes. Para cada encuentro, cada tarde, cada mañana o cada noche, tenía un cuento diferente, pero siempre manteniendo la esencia vivaz, natural de sus historias. Planteaba la vida percibiéndolo todo desde un enfoque profundamente espiritual. Ella realmente era un misterio, como una mensajera de la vida de las comunidades asentadas en el pie de Monte Andino, al occidente de Venezuela.

Una mañana, muy temprano llegó a nuestra casa. Luego de saborear un caliente café e intercambiar puntos de vista acerca del estado del tiempo y las siembras del periodo de lluvias, que ya se aproximaban, nos miró fijamente y dijo que ya había llegado el momento de contarnos algunas cosas que deberíamos saber. Dijo que la acompañara a su refugio, como así le decía a su casita que se escondía en la montaña de Los Barzales, entre nubes y aves anunciadoras del arcoíris. Nos preparamos para el viaje e iniciamos el camino. Durante el trayecto mantuvimos un silencio cómplice. Ella iba delante, no mostraba cansancio, a pesar que eran senderos bastante inclinados. A veces se volteaba y sonreía. Nos invadía una gran expectativa. Sentíamos una extraña sensación de alegre incertidumbre. Llegamos a una casita localizada entre unos frondosos guamos y bucares. Una bella casita de barro, madera y zinc, adornada con muchas flores y aves que entretejían sus nidos en las cornisas. Algo así como un refugio espiritual. Todo allí estaba dispuesto de una manera muy sencilla.

La mañana era fresca y la neblina besaba los tiernos guamos bañados de rocío. Una tenue llovizna aquietó la percepción humana, y sentimos una honda percepción mística. Regresaba a un lugar del cual había partido hacía muchísimo tiempo. Quizás no era un lugar. Ella más tarde nos dijo que era la elevación al mundo de la conciencia, a una dimensión espiritual. Esto fue lo que dijo, luego de invitarnos a pasar y sentarnos en una silla hecha de juncos, bejucos y tiras de tallo de ortigas, mientras ella tomaba asiento en una cómoda silla tejida artesanalmente y cerraba lentamente sus ojos:

Mira, uno el ser humano es como un árbol, va pasando por muchas etapas, cada etapa vivida le va dejando enseñanza. Uno no se queda en una sola etapa, la naturaleza no trabaja así. Lo que hay que hacer es vivir jugando a la vida. Revivir el pasado pero solo para tenerlo como referencia y buscar respuestas de cosas que suceden en el presente. Lo mismo pasa con el futuro, hacer proyecciones de lo que a uno le parece que debería ser el mundo venidero, pero no para vivir angustiado, preocupado, no, no señor. Vivir jugando al ahora, que es un eterno presente.

El árbol ni vive recordando sus hojas caídas ni de las flores que vendrán. El árbol es el árbol, mas nada. ¿Tú crees que cuando los cafetales echan esas flores tan blancas, bonitas y olorosas, lo hacen para que nosotras las miremos? No, vale, eso lo hacen es porque esas son matas de café y no pueden echar otro tipo de flores sino de café. Ellas expresan la naturaleza de lo que son. Desde hace cierto tiempo, ando transitando los senderos cósmicos de la existencia. Acontecimientos inesperados, inexplicables para el intelecto humano, han sido los símbolos y las señales que han motivado a explorar los intrincados caminos de la dimensión espiritual. Desde la perspectiva humana, soy una campesina buscadora y encontradora del significado de la memoria de los abuelos que aquí vivieron antes que yo. Desde niña, capté la enseñanza de amar a la naturaleza y sentirme parte de ella. Trepando guamos, pomarrosas y guayabos y escuchando las melodías de las aguas de la quebrada vecina a mi casita de barro, aprendí a existir en los bellos paisajes de la existencia. Allí descubrí cosas que son extrañas para el mundo, raras, porque no tienen una racionalidad científica.

Entre esas cosas está la espiritualidad profunda, que es un enfoque de vida. Un enfoque que vincula el todo, desde lo más minúsculo conocido, hasta los soles y galaxias que percibimos durante las noches estrelladas. Así comencé a recordar lo que realmente soy. En momentos de reflexión, algo vibraba por la aventura de introducirme en el laberinto incierto de las hojas, las flores, los frutos, ramas y tallo de un frondoso árbol. Había identificado los componentes de ese árbol, pero una fuerza interna insinuaba otras interrogantes: ¿Cómo es la fuente que sostiene a ese árbol? ¿Quién la dirige? ¿De dónde viene? ¿Podré tener acceso a ella? Instintivamente relacionaba esa fuente con la savia que circula por los árboles que rodean mi casita.

Ahora entiendo que no soy yo. Me estoy dejando llevar. Todo se mueve. Permanezco todo el tiempo en contacto con la naturaleza, escuchando sus sonidos, privilegiando el diálogo con la noche y sus estrellas, el cultivo de todo tipo de plantas, la escalada a las montañas que parecieran ser besadas por las nubes, el escuchar los sonidos de las quebradas y dibujando las vivencias campesinas con la musa poética que emerge del todo y la nada, libre de análisis, de interpretaciones mensurables desde la mente que abunda en razones alimentadas por el pensamiento, que siempre intenta justificar el conocimiento desde el intelecto. Nos han hecho creer en la individualidad, en la fragmentación de la vida. Esa es una dimensión del conocimiento que ostentan los niveles de consciencia bañados de pensamiento razonado, pero carente de la naturaleza espiritual de las corrientes de vida que danzan en este plano y que ya empiezan a redescubrirse.

La naturaleza real de la vida es vivir. Juega, no preguntes, déjate llevar por la natural incertidumbre del todo que es nada. No intentes analizar, interpretar, teorizar, porque serás abordado por la egoica y presumida razón, que solo busca teorizar para inventar tesis y leyes, que contribuirán para que el sistema de creencias dominante, se justifique asimismo. Conversemos sin apegos, sin análisis, sin interpretaciones. Vivamos cada encuentro. Sin planes, sin metas, sin objetivos. Esbozando la memoria de los encuentros, como un ingenuo pintor, que se deja llevar por la danza de los pinceles y por la imaginación de los colores. La naturaleza se descubre asimisma. En ella solo hay respuestas. Las preguntas vienen de la vanidad de la razón. ¿Es posible razonar, analizar, interpretar el amor?

Solo percibe, intérnate en la memoria contenida en la naturaleza y experimenta ser nada para llegar a ser todo. En ese momento, serás un árbol, un pájaro, una gota de agua de lluvia, un vientecillo disfrazado de olor de miel. No te harás preguntas porque serás la respuesta.


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Héctor Honorio Rodríguez Orellana

Ingeniero Agrónomo (Universidad Central de Venezuela), M.Sc. Desarrollo Sustentable de Territorios Rurales(ESAT), Dr. en Ciencias para el Desarrollo Estratégico(Universidad Bolivariana de Venezuela),Profesor en Agroecología(UBV), Fundador de Fundagraria (Fundación Ecológica).

 forimakius@gmail.com

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