Venezuela, símbolo de modernidad petrolera y urbana en la periferia durante varias décadas de la segunda mitad del siglo XX, nación a la que el gobierno republicano de Eisenhower se refiriera como el modelo a seguir por América Latina, acapara la atención mundial como nunca antes después de casi un lustro de deterioro continuo. Al descalabro económico sin precedentes de nuestro país se asocian la hiperinflación, el desmoronamiento de la industria petrolera, la caída estrepitosa y extraordinaria del PIB, el aumento vertiginoso de la pobreza, el colapso de los servicios públicos, el resurgimiento de endemias dadas por desaparecidas, penurias de todo tipo que han forzado la emigración de millones de ciudadanos y una aguda y peligrosa crisis sociopolítica con un doble poder a la cabeza del Estado, cuya salida luce aún incierta y riesgosa en el marco de continuas protestas de diversos sectores, masivas movilizaciones, represión con saldo de decenas de muertos y numerosos heridos, denuncias de sabotaje y de corrupción escandalosa, enconados debates mediáticos, una crispación creciente de los ánimos, perturbadores muestras de anomia social y amenazas de invasión militar. Los sucesos de las últimas semanas cristalizan además tensiones geopolíticas mayores que derivan de la participación activa de las grandes potencias mundiales en el conflicto.
En un ambiente en el que los contrincantes hacen esfuerzos por repolarizar el escenario político, muchos atribuyen la crisis al gobierno de Nicolás Maduro, resultado del legado de Hugo Chávez y su fracasado ensayo de socialismo del siglo XXI, con su secuela de corrupción, desconocimiento de la normativa constitucional, violación de derechos humanos y desastre económico, incluyendo la influencia de los intereses económicos y estratégicos de la China de Xi Xinping, y la Rusia de Vladimir Putin. Otros, a una sostenida guerra económica emprendida por sectores adversos al gobierno que cuentan con el poderoso apoyo de la administración de Donald Trump, la cual mantiene una relación de continuidad con la tradicional injerencia imperial de los Estados Unidos en los asuntos internos de los países latinoamericanos. Cada grupo esgrime una parte de lo que pudiéramos llamar la “verdad”, pero son sólo dos partes que de ninguna manera completan el todo integrado en la medida en que, en algunos casos a conciencia y en otros muchos sin saberlo, dejan de lado el hecho de que el conflicto corresponde a una disputa de fondo entre factores y grupos nacionales e internacionales por ocupar un lugar preminente en un mismo sistema de control y dominación que expolia a la Naturaleza y degenera a los humanos. Pareciera aquí que las circunstancias históricas se conjugan para ocultar el verdadero y fundamental rostro de lo que está en juego, lo que lleva a diversos interpretadores al simplismo, el lugar común, el error y el estancamiento sin perspectivas de salida. Inmersos en una realidad compleja, surcada por velos, espejismos y potes de humo, quienes pretenden explicar se topan muchas veces con los árboles que no dejan ver el bosque, sin capacidad de vislumbrar el panorama de conflicto más allá del dramatismo de los acontecimientos cotidianos que tienen amplio eco en los medios de comunicación y el vociferante debate partisano. Esa dificultad resulta en gran medida de la propia realidad, de la imprecisión de muchos hechos, de la forma imprevista en la que se producen y las peculiaridades de la situación histórica; con un peso aún mayor agregamos la inadecuación de los sistemas interpretativos y los límites de la racionalidad que orienta reflexiones y acciones. También convergen en este conjunto falsedades y equivocaciones que se regodean de modo diverso y cambiante en la ilusión, el engaño y el autoengaño derivados de posturas ideológicas sectarias, reductoras y en franco proceso de obsolescencia ante el desmoronamiento de ideas que se tenían por permanentes. Nuestra historia y la historia universal, para nada lineales y homogéneas, están llenas de paradojas y “argucias”. Entre la perplejidad y la entrega, entre la confusión y la conciliación, muchos desorientados de buena fe, otros con beneficios e intereses mezquinos estrechamente ligados a las alianzas que defienden, participan en una dinámica que lleva a los llamados tiranos de ayer a convertirse en los liberadores de hoy, que hace que los que se presentaban como los paladines de la justicia social en el pasado se conviertan en los opresores del presente, todo un juego histórico de intercambio de roles que se adecúa y muta en función de la perpetuación de las jerarquías, el sometimiento, las desigualdades y la explotación. Se requiere entonces de visiones con mayores pretensiones de totalidad, integración y flexibilidad para entender comprehensivamente un conflicto en el que dos partes confrontadas en un plano aparecen en otro de mayor trascendencia como aspectos de una misma realidad, dos caras de la misma moneda.
Juan Guaidó y Nicolás Maduro. National Post
Ahora bien, el esfuerzo para obtener una mayor coherencia en el entendimiento de la situación debe en nuestra opinión llevarnos a ubicarnos en un contexto de mayor alcance y significación, más allá de las especificidades de la situación venezolana. No pretendemos con ello obviar la constelación de angustias, incertidumbres y sufrimientos que afectan inmisericordemente a los millones de hombres y mujeres que hacen vida en nuestro país, ni tampoco menospreciar el carácter y sentido de las dinámicas internas, pero si creemos en la necesidad de entender su significado en el marco de otra crisis más profunda y extensa, crisis civilizatoria de alcance planetario que abarca múltiples aspectos y dimensiones, y que incluye como un componente central a una galopante crisis ecológica. Esta última se manifiesta a través de innumerables impactos, efectos perversos y desastrosos que inciden en una continua y acelerada simplificación y desnaturalización de la trama de la vida global. Conviene aclarar aquí que no buscamos entender la crisis venezolana contemporánea como una determinación mecánica de la crisis global pero si ubicarla en un entramado de relaciones en las que ella ilustra, revela y refleja problemas, y consecuencias de alcance global que tienen que ver, entre otros aspectos, con el rol desempeñado por el petróleo en nuestra configuración económica, societal y nuestras circunstancias ecológicas.
La refinería Cardón que forma parte de PDVSA, la petrolera estatal venezolana, en julio. Credit Carlos Jasso/Reuters
Con las mayores reservas de petróleo del mundo, Venezuela es un arquetipo de petroestado fallido en el que distintos factores han incidido durante cerca de un siglo para configurar una realidad estatal y social cuyo ingreso depende fundamentalmente de la exportación de petróleo, con un poder económico y político altamente concentrado en una élite minoritaria e instituciones que se mueven al vaivén de la discrecionalidad, la corrupción y el inmediatismo en un trecho temporal marcado por abruptas alzas y declives de la renta petrolera. Incapaces de sortear la lógica cortoplacista y de entender las complejidades económicas, políticas, sociales, culturales y biofísicas de la industria petrolera, distintos gobiernos, dictatoriales, de democracia representativa, neoliberales, populistas con pretensiones socialistas, mediatizados por un vínculo de dependencia que los ha atado siempre al orden mundial dominante, fundaron sus expectativas y propósitos particulares en la causa común de perpetuar el extractivismo sin tomar en cuenta sus propias dinámicas y transformaciones a escala local y global. Con una producción en declive desde hace más de 20 años, sin haberse recuperado del todo de la crisis de la deuda de los años 80 del siglo XX, afectada por la llamada “enfermedad holandesa” estructuralmente asociada a su economía, sin estar preparada en materia de infraestructura e inversiones, Venezuela se topó después del período de altos precios del petróleo 2005-2008, con un creciente desplazamiento internacional hacia formas no convencionales de petróleo y gas que se hizo más patente después del colapso de los precios en 2014 y que llevó al país a una situación de extrema debilidad e insuficiencia que le impedían colocar el petróleo pesado de sus vastas reservas (de explotación y transporte más difícil y costosos) en el mercado. Pero esto no es todo, el asunto petrolero se sitúa en el centro de la crisis ecológica que tiene en el cambio climático una de sus principales y más catastróficas expresiones. Comprender la crisis climática requiere una visión sistémica de la centralidad de la combustión de fuentes de energía fósil, causa fundamental de ese fenómeno, para la emergencia y la resiliencia constante del capitalismo. De hecho, el capitalismo en su versión contemporánea es prácticamente inimaginable sin el crecimiento exponencial del uso de la energía –y los vastos reemplazos de la energía por el trabajo– que los combustibles fósiles (el carbón, el petróleo y el gas) han hecho posible. Hace poco hemos visto confirmadas una vez más las predicciones de fenómenos climáticos extremos como el vórtex polar que afectó a buena parte de los Estados Unidos y las elevadas temperaturas registradas simultáneamente en Australia que causaron pavorosos incendios. Ya es un hecho el derretimiento progresivo del Ártico y la desaparición acelerada de glaciares en distintas partes del planeta. A esto se suman un conjunto de muchos otros impactos problemáticos y sistémicos del cambio climático actualmente en curso.
Patrick Chappatte, politicalcartons.com
Por su parte Venezuela, se ha visto notablemente afectada por el creciente caos climático, lo que ha incidido en la aceleración de la espiral de su específico y hasta ahora incontenible colapso económico, social y político. Siendo Venezuela un país que genera más de un 60% de su electricidad a partir del agua contenida en represas, su provisión de energía hidroeléctrica resulta cada vez más vulnerable ante las sequías inducidas por el cambio climático. Recordemos que en 2016 el nivel de las aguas en la represa del Guri, infraestructura energética de carácter estratégico, alcanzó mínimos históricos. Más recientemente, en el mes de marzo del año pasado, el gobierno presidido por Nicolás Maduro se vio obligado a imponer un estricto racionamiento del consumo eléctrico en seis estados del occidente del país, dado que el nivel del agua en reservorios claves para la generación de electricidad había descendido drásticamente. En este sentido, investigaciones rigurosas han demostrado que Venezuela está expuesta a las oscilaciones cada vez más frecuentes e intensas del fenómeno El Niño, que es la mayor fluctuación del sistema climático de la Tierra. Entre 2013 y 2016 la intensificación de El Niño trajo como consecuencia una importante disminución de las lluvias y un severo déficit de agua en 2015 que dio pie a la peor sequía experimentada en casi cincuenta años, afectando con mucha fuerza a su red eléctrica, obsoleta y con un pésimo mantenimiento, lo que a su vez se tradujo en frecuentes y prolongados apagones. Según pronósticos del Panel Intergubernamental de Cambio Climático esta situación tiende al deterioro y, de mantenerse el estado actual de cosas, va a impactar significativamente en el futuro a extensas zonas del occidente y el oriente de Venezuela, provocando entre otras calamidades una mayor disminución de la pluviosidad, una devastación en los cultivos de rubros tales como maíz, caraotas y plátanos en todo el territorio, y mayor cantidad de apagones en el sistema eléctrico. No podemos dejar de mencionar los efectos climáticos que ya está generando la actividad minera en la Amazonia venezolana y en otras zonas del país y, especialmente, los que ocasionará el megaproyecto del Arco Minero del Orinoco, con el cual se busca diversificar y, por lo tanto, ampliar la base económica y societal extractivista. Ante este dramático panorama, aferrándose al modelo petrolero con anuncios de incremento de la producción y manteniendo el patrón de consumo energético interno, en gran medida dependiente de la matriz conformada en torno a los combustibles fósiles, nos encontramos con que es casi nulo lo que el Estado ha llevado a cabo y se propone realizar en materia de previsión y acción para hacer frente al cambio climático.
De manera pues que resulta indispensable emplazarnos en otros niveles de análisis a la hora de abordar la explicación, los efectos y las posibles soluciones de la crisis que ferozmente nos acomete en estos momentos. Esto supone deslastrarnos de una engañosa polarización que, aunque real, aguda y hasta violenta en un sentido, puede terminar en otro conduciendo a una transición pactada entre “caballeros” de una misma cofradía (vale a traer aquí a colación la famosa pregunta del genial actor cómico mexicano Mario Moreno, mejor conocido como Cantinflas: ¿Como caballeros o como lo que somos?), dejando como siempre a un lado al pueblo en toda su diversidad. Esta consideración vale también para lo que pudiera ocurrir en el ámbito del ajedrez geopolítico. Baste rememorar los acontecimientos que involucraron a Venezuela en 1902, año en el que, para forzar el cobro de una deuda externa, diversas potenciales imperiales europeas se aliaron para bloquear y bombardear nuestros puertos. No resulta descabellado pensar que, eventualmente, los rivales que representan los Estados Unidos, la Unión Europea, China y Rusia, podrían conformar una coalición similar en aras de “la seguridad y la estabilidad global”.
Las circunstancias históricas excepcionales que vivimos domésticamente nos obligan adicionalmente a trasformar de raíz nuestros modos hegemónicos de vida, el haz de relaciones socioecológicas tejidas en torno al petróleo. No obstante, como lo que ocurre en Venezuela es de cierta manera reflejo de situaciones presentes en otras partes y a la vez muestra lo que también pudiera sucederle a otros petroestados, pero también en un sentido más amplio y con matices diferenciados al resto del mundo, conviene embarcarnos también en la tarea universal de superar los legados de jerarquía social y dominación a escala global, sustituyéndolos creativamente, en un marco de diversidad, por alternativas, estructuras y modos que propicien la construcción de un mundo socialmente y ecológicamente más armonioso, para que la humanidad en su conjunto y la Tierra continúen existiendo en mejores y más fecundas condiciones.