La Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos (OEA) realizada el pasado 10 de abril, fue escenario de una ruptura sin precedentes en la historia política y diplomática del continente.
A través de un acto de fuerza y en violación flagrante del marco normativo de ese organismo, se llevó a cabo la expulsión de facto del gobierno de Venezuela, mientras que a partir de las presiones del gobierno de Estados Unidos, se produjo la imposición arbitraria e ilegal de un representante del denominado gobierno interino de ese país caribeño .
El signo ilegal de esa acción tiene dos orígenes. En primer lugar, porque el gobierno interino no proviene de la soberanía popular, no ejerce funciones y no constituye poder concreto alguno sobre el territorio venezolano. En segundo lugar, porque como se mencionó, para imponer el nuevo representante se recurrió a una especie de golpe al multilateralismo y a la institucionalidad del foro, mediante el desconocimiento y el atropello hacia los estatutos de la misma OEA.
Es cierto que la OEA se ha caracterizado históricamente por ser un organismo funcional a la influencia y los intereses de los Estados Unidos. El diseño, estructura y metabolismo de este foro, responde a las lógicas del modelo de dominación estadounidense sobre su considerado patio trasero.
De allí que no son casuales las alegorías que identifican a la OEA como un instrumento de la Doctrina Monroe, que actúa como Ministerio de las Colonias de los EE.UU., y que está signada por una tradición norteamericana de ejercer de manera explícita la diplomacia de la zanahoria y el garrote para imponer sus designios .
Sin embargo, no hay ningún antecedente de desafuero como el ocurrido el pasado 10 de abril. Aunque se han registrado múltiples tensiones con gobiernos no alineados con Washington , y se han ejecutado procedimientos de fuerza desproporcionada avalados por el foro de naciones que integran a la OEA, el organismo había cuidado hasta ahora las apariencias y sustentaba sus acciones en la aprobación reglamentaria de al menos dos terceras partes de las delegaciones afiliadas .
El respeto del establecimiento norteamericano a las normas de la OEA, no obedeció a la vocación democrática de los EE.UU., sino al papel de este organismo como mecanismo de control y regulación de la función directiva estadounidense ante la comunidad de naciones de las Américas y el Caribe. Por tanto, llama la atención se haya sacrificado de manera explícita e indecorosa la relativa legitimidad de su sistema de gobernanza continental.
Tal situación expresa el desespero de la administración Trump en su afán por lograr el derrocamiento del gobierno de Venezuela, como medio para: i) reconquistar el control de los ingentes recursos energéticos de ese país; ii) contrarrestar la creciente presencia e influencia política, económica y militar del eje China-Rusia en el hemisferio; iii) Escarmentar al pueblo venezolano por su osadía de atentar contra la hegemonía estadounidense en el continente; iv) Presentar un trofeo de guerra en su aspiración de reelección.
Asimismo, confirma la tendencia de instauración de una nueva doctrina de política exterior por parte de Washington, inaugurada de manera oficial en la administración de George W. Bush en el marco de la invasión imperialista y de rapiña a Iraq , signada por el unilateralismo y el irrespeto a los organismos que rigen las relaciones internacionales.
Dicho de otra manera, en apariencia esta ruptura se percibe como una nueva excentricidad de Donald Trump, pero una lectura historicista de la política exterior estadounidense durante las últimas décadas (cabe subrayar la participación de Obama en Siria y en el golpe de Estado de Honduras), pone de manifiesto que en los hechos, Washington ha forjado de manera sistemática una nueva doctrina unilateralista, supremacista y belicista para preservar sus intereses y su posición hegemónica en el mundo.
Perspectivas
Ningún fenómeno está exento de contradicciones. El poder concentrado en el complejo militar-industrial norteamericano y sus cajas de resonancia primordiales (las vocerías de las burguesías nacionales, y los medios de comunicación), no podrán callar las voces disonantes que pondrán en evidencia la pérdida absoluta de legitimidad de la OEA. Tampoco podrán evitar la resistencia a esta nueva lógica de imperialismo avasallante.
Este quiebre en la política y la diplomacia del continente tendrá implicaciones significativas. Si algo fue trastocado con el denominado ciclo de gobiernos progresistas inaugurado con la revolución bolivariana en 1999, es la tradición de silencio unánime, trémulo, servil y cómplice ante los desmanes de Washington en el continente.
El mismo hecho de expulsión de facto de Venezuela de la OEA, se produjo ante notables demandas y argumentaciones en contra de la arbitrariedad estadounidense, lo cual marca un precedente de resistencia ante esta nueva doctrina.
Pero este atropello al sistema de relaciones internacionales también conlleva múltiples peligros para la paz y la estabilidad en el continente.
En primer lugar, porque es evidente que el gobierno de los Estados Unidos va a profundizar sus prácticas unilaterales, lo que implica la factibilidad de acciones de intervención militar, el derrocamiento forzoso de gobiernos, o la exacerbación de sanciones económicas ilegales, sin recurrir a ningún foro para barnizar la legitimidad de las mismas.
En segundo lugar, porque el socavamiento de los organismos multilaterales impone una lógica de relaciones centradas en la fuerza, por sobre la razón y el derecho. Tal circunstancia implica el desplazamiento de la política como medio para resolver los conflictos, lo cual representa toda una amenaza en la medida en que la cuenca del Caribe se ha convertido en un escenario de pugnas geopolíticas entre potencias transoceánicas , en plena crisis de hegemonía global (lo que hace inevitable evocar la denominada crisis de los misiles de 1962).
En tercer lugar, porque las tensiones multidimensionales – de signo económico, energético, político y militar-, entre dichas potencias y las rupturas dadas en otros organismos , significan un enorme riesgo para la paz mundial. Más aún, en el contexto de una recesión de enormes proporciones, la cual tendría el potencial de propiciar el colapso de la arquitectura financiera global.
Tal parece que la doctrina de caos controlado a escala global (en su versión supremacista y belicista de Trump y sus funcionarios de garrote), forma parte orgánica de la estrategia estadounidense.
Las sociedades y los pueblos regentadas por los gobiernos serviles a Washington no serán ajenos a las repercusiones del nuevo orden mundial que se pretende imponer (nuevas guerras, migraciones a gran escala, recesión económica y marginación estructural), desde el establecimiento norteamericano y su complejo e inestable sistema de alianzas.
Tal situación desencadenará nuevas contradicciones y será el caldo de cultivo para la emergencia de nuevos escenarios de lucha de clases y con ello, de nuevas rebeliones. Las burguesías de América Latina y el Caribe que se arrodillan a Washington están cavando su propia tumba.
Tal parece que el decadente imperialismo estadounidense está dispuesto a plagar de hambre y miseria a la América toda (así como a imponer una guerra cruenta), antes de renunciar a su función como potencia hegemónica continental y global. Pero cuidado, la historia ha demostrado que estos fundamentalismos, también han significado la tumba de los imperios.
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