Ahí estaba él, Su Eminencia Reverendísima, el purpurado que encabeza la jerarquía venezolana, príncipe de la Iglesia católica, miembro del Sacro Colegio cardenalicio (por ende, integrante del cónclave y elector de Papas), primado de Venezuela, arzobispo de Caracas y suerte de Roca Tarpeya de la feligresía criolla.
Ante sus ojos un papel ominoso.
Pocos minutos antes el Procurador General de la República de Venezuela (Venezuela a secas, sin nada de pendejadas bolivarianas), doctor Daniel Romero, había leído el DecretoLey de rango supraconstitucional mediante el cual los poderes públicos creados por la Asamblea Nacional Constituyente de 1999 y refrendados por el pueblo mediante votación directa, quedaban cesanteados, obsoletos y periclitados, para decirlo con verbo romuliano.
Contemplándolo sonriente, sentado muy cerca, se encontraba el nuevo Jefe del Estado. El doctor Pedro Carmona Estanga en nombre de Dios y por autoridad de Fedecámaras, acababa de juramentarse, claro está, sin cometer la indelicadeza de Napoleón Bonapar te, de quien dicen le quitó la corona al cardenal procediendo a ponérsela él solito. En este caso, por cierto, no había corona, sino una banda presidencial tricolor, hecha a la medida en Madrid por la misma casa que confeccionaba las de Franco.
Para dar fe de que la cosa era en nombre de Dios ahí estaba Su Eminencia, en el estrado, en primera línea tras el autoproclamado gobernante. Refrendando el acto a nombre de Fedecámaras estaban los demás, un vasto auditorio que gritaba “¡Democracia, democracia!” cada vez que el lector de los considerandos decretaba la extinción de algún derecho constitucional.
Al momento de estampar su rúbrica en el Decreto, el Cardenal sintió la mirada embelesada de Carmona. El nuevo Presidente parecía decirle “Gracias, muchas gracias, por prestigiar con su presencia esta carmonada.” Mientras se inclinaba hacia el papel, con el bolígrafo en la mano, no sintió ni el más leve escrúpulo de conciencia. Ni por un instante consideró los miles de muertos, torturados, perseguidos y encarcelados que plenarían cementerios y cárceles venezolanas como consecuencia del decreto de marras.
En fin, de todo hay en la viña del Señor. Al cabo, hasta donde se sabe, ningún miembro de la Santa Inquisición fue condenado al infierno en castigo por sus actos.
Probablemente monseñor consideró que un gobierno del Opus Dei, donde los discípulos de San Escrivá de Balaguer llevarían la voz cantante, recabaría la bendición celestial de una u otra manera.
¡Dígalo ahí, mi Canciller, Pepe Rodríguez Iturbe! ¡Dígalo, José Curiel, a nombre de los más beatos entre los demócrata cristianos! Pero al final la verdad siempre resplandece. La prueba del hilo refutó las calumnias difamatorias.
El cordel pasó sin encontrar obstáculos entre cuerpo y cuerpo (metafóricamente entre monseñor y la carmonada). El prelado no firmó ningún decreto; era simplemente una hoja en blanco.
Hay aves que cruzan el pantano y no manchan su plumaje. El Cardenal es de esos.
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* Periodista