Un 26 de septiembre fue sepultado en Chile

Despidiendo a Pablo Neruda

Aquel 26 de septiembre de 1973 en que enterraron a Pablo Neruda vivía yo en
Santiago de Chile, a sólo escasos kilómetros del Cementerio General, y nada
hubiera sido más fácil para mí que caminar hasta el otro lado de la ciudad
para acompañar al gran poeta en su último viaje hacia la tierra. En efecto,
no me hubiera costado casi nada unirme a los hombres y las mujeres que
coreaban su nombre, podría haber cantado yo también ese nombre frente a su
ataúd, podría haberme despedido de él. Pero no lo hice: no caminé esos
kilómetros, no repetí su nombre frente al sarcófago, no asistí al funeral
del hombre que, más que cualquier otro autor vivo o muerto, me había
iniciado en el amor a Chile y al idioma castellano.

Es una de las pocas cosas en la vida de que me arrepiento.
Cuando había llegado a Chile en 1954 desde los Estados Unidos –un joven de
doce años, nacido en la Argentina y que, sin embargo, sólo pobremente
balbuceaba un par de palabras en mi idioma nativo– no había oído hablar de
Neruda ni menos hubiera podido recitar uno de sus versos. Durante la década
venidera, sin embargo, en la medida de que Chile y sus sílabas me fueron
seduciendo, Neruda iba a infiltrarse gota a gota en mi existencia hasta que
finalmente me tomó el corazón por asalto.

Mi primer encuentro con Neruda, si no recuerdo mal, fue a la edad de
catorce. Ardiendo por una distante y voluptuosa adolescente varios años
mayor, recibí el consejo de un compañero de colegio de que yo buscara medios
de susurrarle –si es que la fortuna me deparara tal cercanía– algunas
palabras selectas al oído de la esquiva bella: “Puedo escribir los versos
más tristes esta noche”, y ella de inmediato, insistía mi sibilino asesor,
caería en mis brazos, pronta a entregar esos labios lujuriosos y ariscos.
Hice el intento, pero mi interpretación debe haber sido tan deplorable como
mi acento, puesto que respondió: “¡Neruda! Veinte Poemas de Amor. Eres el
quinto aprendiz de poeta que me lo enuncia en un mes. ¿Porqué no te aprendes
mejor Una Canción Desesperada?” Yo era tan ignorante que ni siquiera sabía
que, además de cancelar mis ilusiones con un epitafio metafórico, ella se
estaba refiriendo a otro poema de Neruda de la misma colección. Lo que sí
quedó claro era que si pretendía conquistar a las damas era imprescindible
que me sumergiera en el repertorio Nerudiano con más seriedad, lo que hice
buceando en Los Versos del Capitán, esa obra anónima que el poeta chileno
todavía no había reconocido como suya, pero que transparentaba su particular
genio en cada una de sus eróticas estrofas.

En los años que siguieron, Neruda iba a ser mi guía a lo largo del camino
interminable de mi búsqueda de expresión emocional, intelectual, literaria,
el acompañante de mi perpetua re-invención. Vasto e inagotable, siempre
estaba Neruda al alcance de mi lengua, pronto a descifrar un mundo hostil y
misterioso, infinitamente disponible para cada inquietud y cada apetencia.
Cuando necesitaba entenderme con el torbellino existencial de mi vida,
sumergirme en el terror de mi propia extinción, mi añoranza de alguna ardua
resurrección, cuando se trataba de explorar las fronteras fluctuantes que
separan y comunican los sueños y las pesadillas y el caos oceánico de lo
cotidiano, ahí estaba Residencia en la Tierra. Y cuando había que ir
nombrando a la América Nuestra a la que ahora yo adhería, ahí se extendía el
Canto General, los pájaros y los ríos, las montañas y las piedras, así como
el sube a nacer conmigo, hermano, de las Alturas de Machu Picchu, toda la
furiosa historia de la América latina recobrada, los millones de vidas
perdidas de los pobres de hoy y ayer, desposeídos de todo menos de su
dignidad. Y cuando era cosa de contemplar mis propios pies, de discernir las
palabras para articular lo que significaba bañarse en el mar helado y
volcánico que Neruda también amaba, cuando había que sondear los enigmas de
la alcachofa y las lagartijas y el color azul, eraNeruda en sus Odas
Elementales, siempre Neruda, el que entreabría las ventanas coloquiales del
lenguaje una y otra y otra vez, como un amigo furtivo que me murmuraba en el
corazón las maravillas del mundo y que se maravillaba también de que ese
mundo no pudiera pertenecer a sus habitantes de la manera pródiga con que
pertenecía a sus poetas. La política, el caldillo de congrio, los callejones
con y sin salida, los relojes y los campanarios, los héroes y los burdeles y
los mineros, los dictadores y los pezones y los zapatos y las manos, las
manos, las manos - todo lo que uno quisiera saber de la vida en su
abundancia infinita, ahí estaba Neruda, ahí había llegado siempre antes
Neruda, con su exceso y su libertinaje de palabras, la mayoría de ellas
–pero no todas, por cierto - asomándose a la perfección.

Y ahora estaba muerto el artífice de mi mirada y yo iba a faltar a su
funeral.
Había muerto Neruda de cáncer, pero también de tristeza –la angustia que le
ocasionó el golpe de Estado del once de septiembre de 1973, la amargura que
trajo la muerte de Salvador Allende y de tantos otros amigos y compatriotas
apresados, torturados, fusilados, la devastación de los ideales de justicia
social y soberanía económica por los que Neruda, comunista de cepa, había
luchado gran parte de su vida, toda esa congoja acumulada terminó
liquidándolo. Un clima de miedo –el mismo miedo que Neruda había descrito en
sus versos fugitivos, la sangre que había denunciado en las calles de la
España Republicana– ahora estaba descendiendo sobre su propio Chile
pacífico, invadiendo y silenciando a cada habitante de la esperanza. Fue ese
miedo el que me impedía concurrir al sepelio de Neruda. Estaba ya en la
clandestinidad, intentando salir vivo del país –y me decía a mí mismo con
rabia que lo más estúpido que podía hacer sería acudir a un funeral colmado
de soldados y espías.

Miles de otros chilenos, tal vez más desesperados que yo, seguramente más
imprudentes y definitivamente más indomables, decidieron desafiar a las
autoridades y enfrentar el espectro de su propio pánico. Desde todo Santiago
convergieron sobre el Cementerio General, uno a uno, aquel día de
Septiembre. Amigos míos me contaron después que al principio, la multitud se
hallaba muda y desolada y de repente, una voz había germinado desde las
profundidades de la muchedumbre oscura y había gritado ¡Compañero Pablo
Neruda! Y centenares de voces tronaron la respuesta, ¡Presente! Y las tropas
que vigilaban no habían sabido cómo reaccionar a este homenaje al más gran
poeta de Chile, al escritor más popular de la América latina, una de las
voces más magníficas del siglo veinte o de cualquier otro siglo. Y entonces
el mismo barítono había vuelto a brotar –era el gran novelista patagónico
Francisco Coloane, un gigante de inmensas manos y larga barba blanca– y
ahora rugió otro nombre: ¡Compañero Salvador Allende!, exigiendo la
presencia y el reconocimiento del Presidente muerto que había sido enterrado
dos semanas antes en forma secreta y anónima, y de nuevo ¡Presente!, el
grito de combate de aquellos que no habían podido llorar todavía en forma
pública el saqueo de sus sueños de una revolución libertaria y que iban a
tener que llorar un dolor aún más vasto en los diecisiete anos de dictadura
que los aguardaba.

Neruda debe haber sonreído del otro lado de la muerte. El creía, más que
nada, en el cuerpo —sus jugos, huesos, genitales, sus pelos y piel y
tobillos– y tiene que haber sido una reivindicación de su visión darse
cuenta de que su cuerpo aparentemente difunto se estaba convirtiendo en la
mecha que iba a encender la resistencia chilena a Pinochet, que esta
afluencia funeraria terminó siendo el primer intento de parte del pueblo que
Neruda había cantado en sus poemas, para rescatar los espacios públicos
prohibidos. Y simbólico que este reto inicial a las fuerzas de la extinción
y del autoritarismo surgiera desde la despedida popular a un labrador de las
palabras que había proclamado él mismo que los poetas noeran dioses sino que
más bien panaderos o carpinteros, enmarañados en la vida cotidiana de los
hombres y mujeres comunes y corrientes, y compartiendo su destino.

Sí, era apropiado que fueran esos hombres y esas mujeres quienes, como yo,
habían sido nutridos a lo largo de su existencia por las baladas de Pablo
Neruda, de alguna manera justo que fueran ellos los primeros en informarle
al mundo que su bardo no los había abandonado, los primeros en jurar que lo
mantendrían con vida meramente recordando la caliente sombra de sus palabras
cuando hacían el amor y cuando bebían un buen tinto y cuando respiraban la
luz deslumbrante del mar, perpetuarlo cuando sentían la melancolía del
crepúsculo y la esperanza del amanecer y el ultraje de la explotación, yo
creo que Neruda hubiese querido que su último acto en esta tierra se
convirtiera en el preludio o quizás la anticipación de algo infinitamente
mejor, la profecía de aquel remoto día en que el planeta fuera digno de los
poemas que él nos ofreció con tanta generosidad y que todavía resuenan y
perduran más allá de nuestra muerte y de su propia muerte insignificante y
transitoria.

Ariel Dorfman es escritor chileno. Acaba de salir en edición de bolsillo sus
memorias, Rumbo al Sur, Deseando el Norte.


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Ariel Dorfman, publicado en Página 12 Argentina

Fue consejero de prensa y cultura del secretario general de gobierno de Salvador Allende en 1973. Autor de La Muerte y la Doncella y la novela Allegro.


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