Diciembre 15 de 2011.-Un sencillo mapa sobre el emplazamiento de los recursos naturales y energéticos en América Latina permite trazar la siguiente ecuación: las fuentes de riqueza se localizan, en gran medida, en los territorios donde habitan pueblos indígenas. La presión de las trasnacionales y los gobiernos sobre estas zonas suele ser asfixiante. Más aún, si albergan petróleo en el subsuelo. Y más, en Colombia, un país con ínfulas de gran potencia petrolera. En el Meta, una de las regiones colombianas con mayor volumen de oro negro, y donde habitan 526 indios Achagua sobre unas 4.000 hectáreas, no hay otra salida que la resistencia.
Pero a veces el pez chico le gana batallas al grande y esto es lo que ocurrió el pasado 18 de noviembre, cuando la Corte Constitucional de Colombia dio la razón a los Achagua en el litigio que sostienen contra el gobierno de Colombia y la empresa Oleoducto de los Llano Orientales, por la construcción de un tubería (iniciada en 2008 y ya en funcionamiento) de 235 kilómetros para transportar crudo, que impacta de lleno sobre las tierras indígenas. La sentencia del alto tribunal da un plazo de tres meses para que se celebre la consulta previa que los Achawa pidieron en su día, y a la que el Gobierno se negó, alegando que no se podía “certificar” en la zona del proyecto la “existencia de comunidades indígenas”.
No es una sentencia más que se quede en retórica. El alto tribunal reconoce que el oleoducto afectó los territorios sagrados de los Achagua y, ahora, corresponde a la empresa “mitigar, corregir o restaurar los impactos culturales que el proyecto generó en detrimento de la comunidad y de sus miembros”. Es decir, compensaciones. Y lo esencial del fallo: ordena la ampliación del resguardo (asentamiento) de la comunidad, a fin de que le sean devueltas parte de las tierras que ancestralmente han ocupado. Un balón de oxígeno, ciertamente, para 526 indígenas que viven cercados en sus tierras, sometidos a la asfixia por grandes hacendados, petroleras, paramilitares y otras empresas instaladas en el resguardo Turpial-La Victoria (municipio de Puerto López).
El realizador valenciano Pau Soler ha visitado el asentamiento y elaborado el documental “El Renacer de los Ancestros. Pueblo Indígena Achagua”. A la vuelta de Colombia ha conocido la sentencia: “Es histórica, un ejemplo para Colombia y toda América Latina; esperemos que se siente un precedente”. Soler ha visitado el país en cuatro ocasiones y ha realizado 13 documentales, principalmente sobre la realidad de los indígenas de Colombia y el acoso al que los someten las trasnacionales estadounidenses, europeas y canadienses. “Los megaproyectos mineros están destrozando la Amazonía que, no lo olvidemos, es el pulmón del planeta; las compañías compran a políticos, que les hacen leyes a la medida; a este ritmo, Colombia perderá en dos décadas el 40% de su biodiversidad”, explica el documentalista.
Una de las autoridades tradicionales Achagua consultadas por Pau Soler en el reportaje subraya asimismo la relevancia de la coyuntura. En Colombia, relata, existen 38 pueblos indígenas de menos de mil habitantes, todos ellos emplazados en la Orinoquía, y en riesgo de desaparecer. Cada pueblo con su lengua, sus tradiciones y su cultura, agrega, “que si no reciben apoyo quedarán relegadas a mero documento de archivo”. La Resistencia (en mayúsculas) es el modo de vivir de las comunidades autóctonas. Y así ha sido siempre, en el caso de los Achagua, que cuando llegaron los europeos a sus tierras eran, con 30.000 miembros, el pueblo más numeroso de los Llanos del Orinoco.
La presencia de las empresas y los grandes terratenientes está cambiando la vida de los indígenas. A mucho peor. Denuncian que, como consecuencia del oleoducto, han aumentado las diarreas, vómitos, granos en la piel y enfermedades de todo tipo por contaminación de las aguas del río Meta (además de perjudicar la actividad pesquera); y se han incrementado la deserción estudiantil y los embarazos de niñas y adolescentes. Asimismo, la tubería cruza el cauce fluvial por un lugar sagrado y a menos de 50 metros de donde la población cuenta, desde 1926, con un asentamiento tradicional.
“Llegan, colocan sus vallas, sus casetas y sus celadores, y nos dicen que por allí no podemos pasar; nos dicen que no es nuestro territorio; pero aquí vivimos nosotros y anteriormente nuestros antepasados; además de cercarnos nos amenazan y, de este modo, consiguen acaparar cada vez más tierras”, resume José Arrepiche, gobernador Achagua. No hay consultas, diálogo ni negociaciones. Se ofrecen compensaciones mínimas por las tierras y, con el argumento de que el subsuelo pertenece al estado, se construye el oleoducto por las bravas. Además, la sombra de la presencia paramilitar invita a un prudente silencio.
El gobierno y las compañías (en este caso, Oleoducto de los Llanos Orientales) actúan al unísono, como si de un cártel se tratara. El Ministerio de Medio Ambiente concedió la licencia ambiental para la actuación y el Ministerio del Interior certificó “que no se registraban comunidades indígenas en el área de influencia del proyecto”. Ahora la Corte Constitucional ha tumbado estos argumentos. El estado se desentiende cuando las empresas que rodean el asentamiento “pagan a la gente salarios ínfimos, cuando no nos usan como mano de obra esclava; muchas veces, ni siquiera pagan; y prefieren contratar cada vez más a las mujeres porque las consideran trabajadoras muy sumisas”, explica José Arrepiche.
Y no es por falta de medios. Tras Oleoducto de los Llanos se esconden dos de las principales compañías del sector de los hidrocarburos en Colombia, la estatal Ecopetrol y la canadiense Pacific Rubiales Energy. Según datos de la Agencia Nacional de Hidrocarburos (AHN), citados en Notiagen.wordpress.com, la trasnacional canadiense mantiene una cuota de aproximadamente el 26% del mercado colombiano de petróleo, con unos ingresos totales que la compañía cifra en 957 millones de dólares (segundo trimestre de 2011). Cifras estratosféricas de producción y beneficios, pero también de huelgas, impactos negativos sobre el medio ambiente, salarios precarios y denuncias por impedir la libre asociación sindical.
Esperanza Castillo, trabajadora intercultural con indígenas, reconoce que la llegada de empresas al entorno del resguardo Achagua ha generado trabajos y salarios, pero a unos costes insoportables. “Hay una mayor descomposición social; los trabajos comunitarios y las ayudas colectivas a familias, un factor de cohesión entre los Achagua, se están perdiendo, sobre todo por parte de los jóvenes”. Una de las tradiciones, también en situación de riesgo, consiste en que el anciano se siente con niños y jóvenes para enseñarles dos de las virtudes más preciadas para los indígenas: compartir los alimentos y la vida en armonía.
Pero hay otros elementos que invitan al optimismo: “cada vez las mujeres asumen un mayor liderazgo, se autoorganizan mejor e intervienen más en las asambleas; y aquí el liderazgo no depende del dinero, como en occidente, concluye Esperanza Castillo; de hecho, el gobernador Achagua no cobra un sueldo”. También se han logrado avances en la defensa de un modelo educativo propio. Tras años de lucha, los Achagua gestionan la escuela de la comunidad (aunque con financiación estatal), en la que se enseña la lengua autóctona (de la familia Arawak) y se imparten currículos propios. Aspiran ahora a implantar una biblioteca en su idioma y, a largo plazo, desarrollar el proyecto de una universidad indígena.
Puede que la correlación de fuerzas sea desigual pero también es cierto que los Achagua no están solos en la pugna. El pasado 10 de octubre una caravana de 400 personas, organizada por la Unión Sindical Obrera de la Industria del Petróleo (USO) y la Central Unitaria de Trabajadores (CUT), llegó hasta los Llanos Orientales de Colombia, para comprobar las condiciones laborales en los campos petroleros de la compañía canadiense Pacific Rubiales.
Además de denunciar la sobreexplotación laboral, las jornadas extenuantes y los despidos injustos en el tajo, las conclusiones de la movilización hacen referencia a la situación de los Achagua. Se denuncia, en el documento final, “el desplazamiento de sus territorios ancestrales de las comunidades indígenas y campesinas; la contaminación permanente de los ecosistemas, su confinamiento en áreas no exploradas y el sometimiento a humillantes controles”. “Las comunidades que conviven con la industria petrolera adolecen de la satisfacción de las más elementales necesidades y se les niega asimismo un desarrollo sostenible”. A pesar de la desigualdad en los medios, la batalla continúa abierta y, como decían las Madres de la Plaza de Mayo, la única lucha que se pierde es la que no se afronta.
Esta nota ha sido leída aproximadamente 20121 veces.