La esclavitud invisible

Era muy fácil saberse esclavo cuando el látigo nos fustigaba la espalda, era muy fácil saberlo si había un amo visible ordenándonos trabajar para él. Hoy la esclavitud casi es parte de nuestra genética. No hay amos, hay jefes.  El salario, aquella porción de sal con que se retribuía la explotación se tiño de verde dólar, es la paga, la compra. La venta servil de nuestro tiempo de trabajo, nuestro esfuerzo físico o mental a cambio servirle al sistema imperante. Se nos vende como un código ya establecido, estudiamos para trabajar y trabajamos para que se nos pague algo a cambio. Cuando trabajamos obedecemos a un jefe que nos impone tareas que son necesarias para que la maquinaria infernal de la explotación prosiga su marcha. Somos comprados y no nos damos cuenta. 

Un incesante remolino de ofertas nos aturde y emboba, con el salario deberás comprarnos tales y cuales mercancías que te harán distinguirte entre los tuyos, relojes, marcas, perfumes, autos, muebles. Nos hipotecan después de que nos capacitan, así deberemos vendernos para pagar y pagar.  

Lejos se quedan nuestras aspiraciones de investigar tal o cual cosa, de aportar y avanzar en una de nuestras percepciones o sueños para un mundo mejor. Lejos quedan las aspiraciones particulares, nuestras potencialidades como humanos.  

Todas y todos nos levantamos temprano y nos lavamos la cara. Nos vestimos de importantes para darle una continuidad a la máquina a la que pertenecemos. Somos una mercancía y nos cambiamos por cosas, por objetos de consumo: por una renta para alquilar un espacio y llenarlo con todos los objetos que nos venden. DVD para adormecernos y transponer nuestros sueños en meras películas en las que nos proyectamos al identificarnos con los héroes mal escritos de la industria del cine, para mientras ir destapando latas con alimentos o deglutir cualquier comida chatarra. 

Lo peor es que nos hacen sentir libres. Se borra la conciencia de clase, el compromiso de lucha, yo soy mi salario y puteo a diario para venderme más caro y poder ser el más destacado consumidor de las apestosas basuras desechables con las que nos hipnotizan con constancia por la televisión. 

Lo peor es que terminamos defendiendo a nuestro amo, a esta sociedad que nos compra por miseria y a la que al final importaremos un bledo y nos reemplazará por un nuevo esclavo recién graduado. Y peleamos defendiendo esta supuesta libertad en la que nos enseñan a vivir en base a engaños. 

Es la esclavitud cotidiana hecha costumbre, la falta de conciencia de clase o de dignidad humana. No serás héroe de nada mas allá de tu intimidad rodeada de deudas. Para vivir ya no solo te hace falta aire que respirar, deberás tener saldo en tu celular, y tu nevera llena de enlatados. Tendrás que lucir, y con orgullo, tus zapatos NIKE y tu auto a cuotas. 

Lo peor es que lees a diario las noticias y no te das por aludido. Nada que ver contigo eso que llaman revolución. Tu a veces opinas, o botas por tal o cual opción, pero nunca te das cuenta de cómo has sido prostituido. El mundo sigue girando y tu trabajando incansable para comprar más cosas. El mundo sigue y ya se te olvidaron tus sueños y tus esperanzas por cambiar el mundo. Esa es la esclavitud imperial.  

Solo despertarás el día que ya no le seas útil a tu amo. Cuando quedes en la calle sin empleo, cuando se ejecuten las hipotecas y te arrebaten las propiedades sin pagar que creías que te pertenecían.  Tan solo entonces se levantará tu reclamo. Si el echado a la calle es tu vecino, pareciera que ni eso te despierta tu conciencia, habrá que esperar a que te toque tu barriga. 

Esta media clase que a diario pretende no darse por aludida. Tan adormecida y narcotizada por la oferta imperial de chatarras perfumadas de clase social ascendente.  

Esta esclavitud invisible soporta un servilismo tan poco conciente, que cada vez que veo aumentar las cifras de los despedidos, digo: el imperio mismo despierta la nueva conciencia. Es la historia que nos llena de la fuerza del descontento, es la injusticia cuyo dolor le abre los ojos a nuestros compañeros, será el hambre quien despierte el apetito de la libertad tan soñada. 

brachoraul@gmail.com



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Raúl Bracho


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