Sentados ante una pantalla vacía que no es igual a la página en blanco de antaño, o de frente a la impresión con letras de plomo la de los linotipistas seguros de lo que hacían, resulta siempre una aventura libre pero a la vez prisionera de los sentimientos y del momento que se vive, en el lugar donde uno se encuentra y en determinadas circunstancias que brinda la existencia humana, la del hoy, del presente de la vida misma.
Al parecer prisionero de lo que acontece en el día a día, y al quererse proyectar a un mañana solo como posibilidad, la mente no deja de pensar en lo que le ocurre a un país en particular, a Venezuela, con su proceso bolivariano al borde de la extinción, en una sociedad donde priva la anomia, esa falta de direccionamiento de quienes se instauraron en el gobierno o en el partido aún mayoritario, por delegación de uno que se las jugó hasta que las energías le permitieron, a nombre de una revolución que quedó en la pura y vacua retórica, inútil y cansona, de un discurso que a nadie convence y solo es una especie de adormecimiento de la consciencia de los otros que se encuentran a punto de decir basta, de ese extremo que puede conducir al fascismo, como otras veces lo ha hecho la historia cuando cunde la desesperación y el querer salir del atolladero donde se encuentra una mayoría que vive de su trabajo, y no de los capitales ni menos de una renta que se agotó hace tiempo, la entrampada renta de los hidrocarburos, que nadie produjo pero que todos desean poseer como suya y propia, producto de la facilidad de una renta que le es ajena pero considerada como vital para seguir con la juerga y el despilfarro.
Anomia social, desgobierno, irresponsabilidad de quienes se creen eternos por la gracia de no se sabe qué tipo de protector o Dios supremo, o inventado tal vez en su egocentrismo ad ultranza, sin límites, desproporcionado, desconcertado, incapaz de actuar para tratar de salir del laberinto.
Pero lo que da un punto de quiebre en esta historia de atropellos e insensateces es la decisión de entregar nada menos y nada más que cerca un décimo del territorio nacional a las empresas transnacionales, las que si saben cómo los imperios de ayer de extraer los materiales y dejar la naturaleza desprovista de sus recursos, para seguir el derroche y la fiesta en que se encuentran sumergidos.
Se trata del ya famoso y rechazado por cada vez más personas el oprobioso ¨Arco Minero del Orinoco¨, con toda su potencialidad de preservación para las próximas generaciones, pero que en la forma más cínica ha sido entregada y se tiene el tupé de afirmar que es la mayor y más grande decisión de los últimos doscientos años, es allí donde la prudencia se termina y la indignación se hace presa de los sentimientos de cualquiera, marcando la hora de la próxima rebelión del pueblo venezolano, el actuar con la mente fría pero con la mayor determinación para detener semejante locura e impensables consecuencias.
Llegaron los nuevos tiempos de poner coto a tanta arbitrariedad en personajes que como se llegó a afirmar de otros, resultan ¨cómicos de feria, dado que no dudaban de nada porque lo ignoraban todo¨. Suerte de emplaste entre la mediocridad, la ignorancia, la irresponsabilidad y el cinismo, vaya carga explosiva que pone un límite a la paciencia y la prudencia del ser más sensato que tenga el pueblo venezolano.
Sonaron las trompetas de la rebelión y de la indignación popular… …no hay tiempo que perder…