Los derechos humanos son algo muy serio. Usted puede jugar con cartas, a las carreras de caballo, con los terminales, pero jugar con algo que define nuestro nivel civilizatorio y nuestra cualidad como personas y como especie traspasa los límites.
La tortura y la desaparición son delitos especialmente abominables. Ya es bastante monstruoso el malandro que mata a la víctima del robo sin ninguna razón, sin rabia ni cálculo. Igual desprecio por la vida ajena tiene el guapetón bien trajeado que asesina al que lo miró mal en una tasca. Pero el torturador es de una condición enfermiza, para mí, inexplicable e imperdonable.
La desaparición fue popularizada en Venezuela por el gobierno de Leoni. Con Betancourt siempre aparecían los cadáveres, que no los asesinos. Pero con Leoni, el gobierno negaba saber nada de nada, y los familiares ni siquiera podían enterrar a su deudo ni cerrar el terrible capítulo de la pérdida. Más tarde, las dictaduras del Sur hicieron uso masivo de esta experiencia venezolana. Con CAP II, y la represión post-Caracazo amparada en la suspensión de garantías que aprobó Ramos Allup, los desaparecidos pasaron del millar. El gobierno de Maduro carga el estigma de Alcedo Mora, chavista que señaló actos de corrupción en PDVSA, desaparecido hace más de un año.
No se debería, pues, tomar a juego algo tan serio como la lucha por los DDHH. Pero se hace. Se politiza la denuncia. Y los actos más macabros son filtrados, si conviene. Es vicio mundial: es notorio el silencio sobre los abusos de la monarquía saudí: o sea, los amigos de Estados Unidos pueden violar los DDHH a su antojo.
Los gringos, mientras mantienen en Guantánamo una prisión especializada en la violación de los derechos más elementales, prostituyen la defensa de los DDHH. No firmaron el Protocolo de Roma ni son parte de la Comisión de Derechos Humanos de la OEA, pero promueven denuncias en esas instancias contra los gobiernos que no se les arrodillan. Por eso el “sistema” de DDHH de la OEA no dice una palabra de los asesinatos de negros en Estados Unidos ni de los estudiantes desaparecidos en México.
Cuando la Guarimba de 2003, Pompeyo Márquez y Delsa Solórzano denunciaron la desaparición de no sé cuántos guarimberos de nombres reservados, porque dizque los familiares temían la represión. Primeros desaparecidos anónimos que yo escuchaba, porque hasta en dictaduras como la de Pinochet y Videla no hubo terror suficiente para callar la voz de una madre por su hijo desaparecido. Pompeyo perdió viejas amistades entre las familias de las verdaderas víctimas de la represión adeca: la viuda de Alberto Lovera y la madre de los hermanos Bottini Marín, que, indignadas, rompieron con Pompeyo.
A Rosales, siendo gobernador, le pareció algo nimio que su Jefe de Seguridad, Mazuco, fuera acusado no sólo de asesinar a un detenido, sino de torturarlo. Lo mismo pensó la Oposición, que declaró a Mazuco perseguido político.
Pérez Venta, el que torturó, asesinó y descuartizó a Liana Hergueta, daba declaraciones a NT24 como defensor de los Derechos Humanos de Voluntad Popular. Estaba defendiendo a Lorent Saleth, quien consideraría un insulto que lo tildaran de “pacifista” y había sido deportado por Santos por sus tratos con paramilitares.
Con toda esta siniestra guachafita con los derechos humanos no es de extrañar que Obama nos siga considerando una “amenaza inusual y extraordinaria” y nos acuse de violar los DDHH. Ni que la MUD apruebe una vergonzosa Ley para exonerar no sólo el desfalco bancario, el tráfico de drogas y armas, la corrupción, el fraude, la usura y el uso indebido de niños, sino también a los que colocaron trampas mortales de alambres de púas en la vía pública.
En los acuerdos de paz, luego de insurrecciones internas, se amnistía la rebelión y las actividades vinculadas con la rebelión (como el uso de armas de guerra), pero no se cubren delitos no relacionados con la política (como el fraude o la estafa). Esta ley es al revés: enumera los delitos (prácticamente todos los imaginables) y los perdona, siempre y cuando hayan sido realizados para protestar contra Maduro. No sabía que el derecho a delinquir era un derecho humano.
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