Cualquier persona que, en medio del actual proceso político, se haya colocado del lado de las fuerzas populares sabe que esa actitud implica sacrificios, riesgos, retos de diversa envergadura. Pero, algunas veces, la defensa de la revolución lo que pone a sus militantes comunes y silvestres es a pasar pena.
Claro, la culpa no es de la revolución, como ente abstracto, sino de ciertos personajes colocados en posiciones decisivas del Gobierno, quienes parecen ser especialistas en llevar a los revolucionarios a situaciones en las que se les puede caer la cara de vergüenza.
Por ejemplo, ¿se imaginan ustedes lo embarazoso que va a resultar para un militante de la causa bolivariana el verse en la obligación de participar en una manifestación para protestar por el cierre de un programa de radio?
Después de tanto decir que acá la libertad de expresión es plena; luego de asegurar que los medios públicos no son como los privados, donde se hace la voluntad de los jefes, por más que sean imbéciles de nacimiento o rufianes de la peor laya; después de eso, digo, habrá que ir a pararse frente a la sede de YVKE Mundial con una pancarta que diga: “Con mis programas no te metas”.
Cada bolivariano puede prever la sorna en los rostros de sus familiares y amigos antichavistas –especialmente en los de los más enfermos- cuando se enteren de que el ocurrente director de una emisora del Sistema Nacional de Medios Públicos nos ha dejado rumiando por las esquinas, igual que los viudos de Runrunes, el infame bodrio de Nelson Bocaranda, supuestamente censurado por los dueños del circuito radial para evitar sanciones del rrrégimen.
El caso, no hay que aclararlo mucho, es el de Polémicas, un programa participativo y protagónico que transmitía YVKE Mundial desde Margarita, bajo la conducción de Ramón Echeverría, un revolucionario a carta cabal, a menos que alguien demuestre lo contrario (cosa que no creo que logren). En Polémicas opinaban venezolanas y venezolanos de todas partes del país y en eso, por cierto, radicaba su gracia y la razón por la cual ningún funcionario, por más que sepa de radio (cuestión que me permito poner en duda) y por buenas que sean las intenciones que le animen (lo que no tengo por qué dudar), tiene derecho a quitar de un plumazo.
Por supuesto que cuando digo “pena” no me refiero a ese sentimiento frívolo de la gente de la clase media acomplejada por el qué dirán de sus congéneres, si la niña de la casa osa salir con un limpio. Me refiero a la desgracia de perder autoridad moral, de ver debilitarse los argumentos, de tener que “meterte la lengua” cuando alguien te hable de arbitrariedades.
Pues, bien, con pena y todo, habrá que protestar, incluso en la calle. Se tratará, claramente, de ejercer –aunque sea rojos rojitos de la pena- el poder popular y la contraloría social.
Desde luego, una manifestación de chavistas descontentos por el cierre de un programa en una emisora del Estado será una noticia deliciosa para los medios opositores. Ravell y los demás no se van a pelar ese boche. Dirán que el rrregimen se cansó de censurar a los opositores y ahora se dedica a censurarse a sí mismo. Punto para la contrarrevolución.
Los opináticos de la derecha van a “gozar un imperio” (doblemente precisa, en este caso, esta expresión) recomendándole a los manifestantes que acudan a poner la denuncia ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos o sugiriéndoles que pidan la intervención del otro Echeverría, el del Colegio de Periodistas y Globovisión, no sé si en ese orden.
Otros sacarán a relucir sus frases favoritas, entre ellas esa que dice que cuando vinieron por los judíos, por los comunistas, por los negros, etcétera, el tipo no dijo nada porque no era judío, ni comunista ni negro y, entonces, cuando vinieron por él ya no quedaba nadie para decir algo. Y, de seguro, no faltará quien ponga cara de “te lo advertí, pendejo”, cuando te esté diciendo: “Así paga el diablo a quien bien le sirve”. ¡Qué pena!
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