En una de esas conversas callejeras o de tardes serenas con mi querido amigo Fáver Páez (Dios le dé larga vida), le pregunté cuál consideraba él que sería la época de oro del capitalismo. El poeta Fáver me respondió que los años 90, con el dominio del neoliberalismo en toda la regla y la unipolaridad impuesta por los Estados Unidos. Sería su momento de mayor triunfo.
A Fáver lo considero digno de llamarlo erudito, por la amplitud y profundidad de sus lecturas y sobre todo por lo bien digerido de esas lecturas, que sé de muchos a quienes las leídas les han producido indigestión. Pero yo no estaba de acuerdo. La época de oro del capitalismo es, para mí, la última posguerra, la etapa que va desde 1948 hasta 1968, le repliqué.
Durante esas dos décadas, en general, hubo crecimiento económico en los países desarrollados, el Estado desarrolló la seguridad social (salud, educación, pensiones) y el desempleo era mínimo. Y en muchos de los países periféricos había al menos crecimiento. Hasta 1968, la situación era prácticamente idílica en el capitalismo.
El capitalismo era felizmente keynesiano. El Estado invertía y cuidaba de mantener los niveles de inversión, incluso a costa de pequeños déficits. Nadie, ni la burguesía, hablaba del "Estado controlador" (los únicos que criticaban la omnipotencia del Estado eran los anarquistas). Había consenso en el papel del Estado como garante de un crecimiento seguro y continuo.
La miseria podía ser escondida bajo la alfombra, y se podía vender la idea de que con los años la pobreza desaparecería. Que en las zonas deprimidas sólo faltaba que llegara más capitalismo. El paraíso, pues. Si se ignoraban, claro, las verrugas (que las había, en África y Asia sobre todo).
En los 90, en cambio, el capitalismo crece a costa de empobrecer y asfixiar al Tercer Mundo, de arrebatarle sus riquezas naturales y destruir sus industrias. Desmontó las conquistas sociales de los años anteriores. El capital financiero afianzó su poder. Y el Imperio yanqui tuvo la sensación de que ya no tenía contendientes ni desobedientes en todo el planeta.
Son etapas. La actual es más espantosa. El capitalismo mundial cada vez más es guerra. Y no es solo por mala intención, que la hay y bastante. Desde los 40, el gasto militar mantiene la inversión que a su vez sostiene el crecimiento. Pero década tras década la guerra ha aumentado su papel en la economía. De allí que Reagan, el neoliberal, aumentara escandalosamente los gastos militares, y dejara (en contra de su fe liberal) el mayor déficit presupuestario conocido hasta ese momento en gringolandia. Ya no solo se hacen guerras para conseguir o acaparar negocios, la guerra misma es un negocio, y muy lucrativo: con sus mercenarios llamados eufemísticamente "contratistas", con empresas como la Halliburton. El Pentágono parece haber perdido la cabeza. Y desde hace años, la guerra es permanente.
El capitalismo se ha vuelto esencialmente financiero. Hasta los Estados Unidos retroceden en su base industrial, que las grandes marcas prefieren producir en China. La especulación es estructural, y todos los productos agrícolas son ya "comodities" sujetos a ella.
Y no digamos nada del desastre ecológico. Este año será declarado el más caluroso desde que se lleva la cuenta, según la Organización Meteorológica Mundial. Pero les doy malas noticias: el 2016 le arrebatará el título.
Hasta dudas hay sobre el funcionamiento de capitalismo como motor de crecimiento, porque aún, tras 7 años, no ha logrado recuperarse totalmente de la profunda crisis del 2008.
Hay algo en lo que estamos totalmente de acuerdo Fáver y yo, y a lo mejor usted también, amigo lector: definitivamente estos no son los años dorados del capitalismo. Los años mozos pasaron ya.