Algunos supuestos “chavistas” o presuntos “bolivarianos” andan pidiendo diálogo y tregua a los fascistas, en momentos en que estos han ocupado unos cuantos espacios oficiales que estaban en poder de la izquierda. Parece que sienten temor al encontrarse en una circunstancial desventaja electoral frente al enemigo y aspiran tender puentes por si ocurre una situación peor que los afecte. Pues nos parece que son momentos en que ese grupito de conciliadores se largue lejos y con ello deslastrarnos de esa bazofia infame y cobarde que aún queda en nuestras filas donde, sépanlo bien, sobra el valor.
Mientras tanto, los que no pretendemos claudicar, debemos avivar el alma con las significativas enseñanzas de nuestra historia, que no son pocas. No basta la estatua en la plaza que nos convoque sólo a llevar flores y entonar canciones. Aprendamos de un ser humano que ha vivido a nuestro lado cabalgando siglos, y en tiempos difíciles se nos adelanta para señalar el camino con su ideal libertario. Hoy Simón Bolívar es el mayor ejemplo del revolucionario incansable que se sobrepone a las derrotas. Casi al borde de la muerte en 1824, en medio de los peores augurios, Joaquín Mosquera lo interroga. Bolívar, loco, febril, genial, flotando en aquel abismo de Pativilca dice una sola palabra, un verbo que hoy debe ser vocablo obligatorio e inconjugable de todos nosotros, ¿Lo quieren oír?
". . .encontré al Libertador ya sin riesgo de muerte, pero tan flaco y extenuado que me causó su aspecto una muy acerba pena. Estaba sentado en una pobre silla de vaqueta, recostado contra la pared de un pequeño huerto, atada la cabeza con un pañuelo blanco, y sus pantalones de jin que me dejaban ver sus rodillas puntiagudas, sus piernas descarnadas, su voz hueca y débil y su semblante cadavérico. Tuve que hacer un grande esfuerzo para no largar lágrimas y no dejarle ver mi pena y mi cuidado por su vida (…) en aquella época el ejército peruano, fuerte de seis mil hombres, se había disipado sin batirse; (…) el ejército auxiliar de Chile nos había abandonado regresando a su país; (…) no quedaban más fuerzas que unos cuatro mil colombianos y tres mil peruanos. La fuerza de los españoles ascendía a veintidós mil hombres. Los peruanos, divididos en partidos, tenían anarquizado el país. Todas estas consideraciones se me presentaron como una falange de males para acabar con la existencia del héroe medio muerto, y, con el corazón oprimido, temiendo la ruina de nuestro ejército, le pregunté [al Libertador]:
— ¿Y qué piensa usted hacer ahora?
Entonces, avivando sus ojos huecos y con tono decidido, me contestó:
— ¡Triunfar!”1
1 Augusto Mijares. El Libertador. Caracas. Academia Nacional de la Historia. 1987. Pág. 447.