Un catanare cargado de chatarra viene llegando por la ruta cósmica del tiempo. Como un autobús cumpliendo su horario, cada Navidad regresa este estúpido carnaval de consumo, adornos inútiles y sentimientos artificiales a dizque conmemorar el cumpleaños de Chuíto. Un símbolo de lo peor de la dinámica socioeconómica del capitalismo despliega y arma sus barracones de circo en el campo de la siquis colectiva; una avanzada del peor ejército mercenario penetra y se instala cómodamente en el territorio ya no soberano de nuestras conductas para hacer estragos de lo poco que nos queda de autóctono y originario. Las huestes de soldados de fortuna secuestran y violan nuestros infantes con nuestro permiso, sembrando en el vientre de sus tiernas mentes las ideas que en el futuro los harán sus cómplices en la predación de lo nuestro.
Los invasores levantan sus estandartes de pinos y bolitas, sus Santas barbudos y sus lazos de regalo; el aire retumba de las peanas de victoria de villancicos, gaitas y músicas navideñas mientras nuestras poblaciones son arreadas prisioneras a las mazmorras de los centros comerciales donde se transan las miserables ganancias de las horas-hombre sustraídas de sus vidas por bienes suntuarios e inútiles en la atmósfera surrealista del comercio.
En nuestro propio suelo, sin el menor reparo ante nuestra mirada atónita, los amigos del imperio invasor compiten en actos de sumisión y entreguismo. Desfilan con fervor los colaboracionistas, cada cual lidiando por prostrarse con más gracia y donosura en abyecta adoración de los símbolos del mercado que los ha privado de su esencia interior dejando en su lugar un corazón falso de hojalata.
Festones y guirnaldas por doquier, paisajes nevados con carrozas volantes arrastradas por renos, nuestro país deja de ser nuestro y se convierte en lo que en realidad es y seguirá siendo si no actuamos: un bastión más de la penetración cultural que precede a las invasiones reales. Las hamburguesas y los sannicolases llegan antes que las bombas, aplanan el terreno sicosocial para moldear nuestro pueblo a la aceptación e idolatría de los productos chatarra que vomita sobre nosotros la industria de lo artificial y accesorio a cambio de la renta petrolera, igual que otrora pasó con nuestro oro y piedras preciosas a cambio de espejos y vidrios coloreados.
Los vidrios coloreados vinieron acompañados de la ponzoña judeocristiana que reemplazó nuestra cosmogonía; nuestro pueblo rinde culto a la misma cruz en cuyo nombre se libraron las más horrendas guerras, y se prostra de hinojos ante sus purpurados parlanchines de feria buscando redimirse de pecados que nos son ajenos y de los cuales no somos culpables... pero he allí el sublime truco de la fe, el mismo que nos condenó al trabajo esclavo con la promesa de un nirvana después de esta vida, cuyos frutos entregamos como ofrenda al altar blasfemo e hipócrita que usurpa el ejemplo del Cristo socialista que debería ser ejemplo de conducta de sus pastores.
La revolución de la que somos protagonistas debe tomar como suya la tarea de recuperar los espacios sicosociales ocupados durante cinco siglos por fuerzas alienígenas para las cuales somos, y así nos lo han hecho creer, seres inferiores. Hasta llegó a discutirse si teníamos o no algún componente espiritual (alma, le dicen por allí). Con amos de esa calaña ordenando nuestras vidas, muy poco será lo que podamos avanzar, ya que grava demasiado el lastre del sentimiento de inferioridad al momento de liberarnos de los yugos. Esclavos timoratos de la luz de la autodeterminación, ya lo hemos visto antes, se resisten a dejarse quitar las confortables cadenas de la mansedumbre; se hicieron adictos al látigo.
Librémonos del lastre intelecual. Fuera cruces, miquimauses, santas y supermanes. Para avanzar ligero, esta revolución debe sacudirse de encima esa chatarra.
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