El físico y filósofo estadounidense Thomas Kuhn decía que "Cuando vives dentro de un paradigma, no puedes escuchar el universo".
Pero tal parece que el universo se hizo escuchar, llevándonos a replantear nuestra visión de vida y a percatarnos de lo definitivamente condicionados que estamos ante el entorno, frente al crédito derribado de no vivir supeditados a los patrones.
Ha surgido un cambio sustantivo en los estándares, desde toda índole. Los enfoques individuales han pasado a formar parte de una mirada global, y los pactos mundiales han quedado doblegados a responsabilidades particulares.
El sistema educativo ha sido adecuado al momento en el que vivimos, que más allá de la dependencia de la tecnología, ahora encierra la enseñanza de destrezas más que de conocimientos.
Nos hemos trasladado del conglomerado a la comunidad, adentrándonos a la co-creación que está vinculada a la economía colaborativa, y que surge como respuesta a la crisis.
Cambios drásticos en el ambiente económico, laboral y personal, aunados a las conjeturas de expertos, vislumbran una nueva normalidad; sin duda, muy imaginada, pero poco concertada.
Sucedió tras la Primera Guerra Mundial y la llamada gripe española, cuando "regresar a la normalidad" era un deseo tan extendido que un candidato presidencial en Estados Unidos ganó las elecciones de 1920 con ese eslogan.
Mientras algunos advierten que la normalidad "podría no volver tras la covid-19", otros creen que "seremos mejores" y que "los países se encaminarán hacia una mayor cooperación".
Pero los retos futuros tendrán que esperar, mientras nos ocupamos en captar las oportunidades que ofrece este estrecho panorama.
Reinvención, resiliencia, civismo, reciprocidad y mesura se disputan los primeros lugares con el sedentarismo, el egoísmo, el miedo y la supervivencia del más fuerte. Alternativas que van a la balanza con toda ventaja y desventaja, sin dejar opción a la inclinación que siempre sucumbe hacia donde dispongamos.
Estamos, así, ante la disyuntiva de la repetición de esquemas o el nacimiento de una nueva era, un nuevo mundo y un nuevo hombre, de bases más humanistas, razones más sabias, con conciencia de fragilidad y humildad, o más proclive al individualismo, a los malos arraigos y peores arrebatos, y al descalabro por consiguiente; amén de lo sensatos que seamos ante las bondades e infortunios de todas y cada una de las opciones.
La lucha pueril que nos confrontaba con cualquier bando ha quedado situada en un espacio de menor relevancia. Ser una generación enclenque y holgazana ha tenido que obligatoriamente erradicarse ante el dilema de vivir o morir. Ocuparnos más en la incompetencia que en la competencia se ha vuelto la faena diaria, y ser tratados como clase se ha reducido a un todos por igual.
El poder ha quedado en entredicho, la destrucción colectiva quedó atrás con el fanatismo, la penosa condición ya no se distingue por estratos y cada prioridad ha tomado su respectivo lugar.
Pero para el quiebre de los modelos antes dichos, fue necesario quedar atrapados en territorio inexplorado. El cambio de paradigma supone la pérdida de lo conocido para hallar lo nuevo y por mucho, mejor.
De aquí la procura de trabajar por una urgente y anhelada recomposición mientras perfilamos nuestro denuedo.
Hay que desistir de creer que en este cruento transitar en la unión está la fuerza, por el contrario, los fuertes se unen, porque a malas hazañas el débil no puede solo.