Me meto en honduras al parafrasear el título de una entrevista al inefable y siempre imprescindible "Maestro" José Ignacio Cabrujas: "El Estado del disimulo", considerada uno de los ensayos más lúcidos acerca del "para entonces" Estado Venezolano, de la institucionalidad y de la manera en que se asumía el poder. Vistas a la distancia, sobre todo en medio de la Distopía Bananera a la cual estamos sometidos los venezolanos ya bien avanzado el siglo XXI, algunas de sus críticas pudieran parecer excesivas.
Decía Cabrujas que en Venezuela "El concepto de Estado es simplemente un "truco legal" – un disimulo - que justifica formalmente apetencias, arbitrariedades y demás formas del "me da la gana". Estado es lo que yo, como caudillo, como simple hombre de poder - como autócrata, agregaríamos ahora - determino que sea Estado. Ley es lo que yo determino que es Ley. Con las variantes del caso, creo que así se ha comportado el Estado venezolano ….. El país tuvo siempre una visión precaria de sus instituciones porque, en el fondo, Venezuela es un país provisional"
Esa provisionalidad, reflejaba una falta de "permanencia y solidez" que guiaba nuestras acciones, especialmente las del Estado, asumiéndolas como un "mientras tanto y por si acaso". De allí – sostiene – se internalizó la idea de concebir al país como un campamento que, con el tiempo, se transformó en un hotel, siendo la mejor noción de progreso que tuvimos. En algún momento – continua - ese hotel, tuvo la necesidad de una gerencia – un Estado – para administrarlo, por lo que fue necesario crear instituciones y leyes para garantizar una mínima convivencia. Si se hubiese obrado en consecuencia, y con sinceridad, estas deberían haber sido redactadas como los reglamentos ubicados en la puerta de los cuartos del hotel que, resumidamente, se reducen a "Este es su hotel, disfrútelo y trate de echar la menos vaina posible".
Pero – destaca – "En lugar de esa sinceridad que tanto bien pudo hacernos, elegimos ciertos principios elegantes, apolíneos más que elegantes, mediante los cuales íbamos a pertenecer al mundo civilizado. El campamento aspiró a convertirse en un Estado y para colmo de males, en un Estado culto, principista, institucional, …… Las constituciones nacionales, desde los hermanitos Monagas para acá, son verdaderos tratados de contemporaneidad y hondura conceptual. El déspota, y vaya si los hubo, jamás usó la palabra "tiranía", ni los eufemismos correspondientes, como podría ser la palabra "autoritario" o "gobierno de fuerza" o "régimen de excepción". Por el contrario, redactar una Constitución fue siempre en Venezuela un ejercicio retórico, destinado a disimular las criadillas del gobernante. En lugar de escribir "me da la gana", que era lo real, el legislador por orden del déspota, escribió siempre "en nombre del bien común" y demás afrancesamientos por el estilo".
Pero, y ahí podemos reprocharle algo a Cabrujas, debe señalarse que en esa aspiración de convertirnos en "un Estado y para colmo de males, en un Estado culto, principista, institucional" hubo notables, y no pocas excepciones de empeñosos, que, en un período de 50 años, que pueden circunscribirse entre la muerte de Juan Vicente Gómez (1935) y el reventón de la crisis a mediados de los ochenta, transformaron, para bien, al país. Que en ese breve período de la historia republicana, lograron construir una importante institucionalidad, desafortunadamente poco sólida, que permitió avances en lo social y en lo económico haciendo descollar al país en el concierto latinoamericano. Algo que, por cierto, unos cuantos, imbuidos de alguna mezquindad política, nos negábamos a reconocer, aun cuando, incluso, éramos beneficiarios directos de las acciones que se adelantaban, por ejemplo, en salud y educación, por citar sólo dos ámbitos fundamentales del bienestar. Se argumentará que eso fue gracias al petróleo que, como señala nuevamente Cabrujas, creo la cultura del milagro, en la que el Estado, a punta de petrodólares, se constituía en una providencia capaz de impulsar un desarrollo milagroso y espectacular. Pero, como ha quedado amargamente evidenciado en los últimos 15 años, los petrodólares por si mismos, no son capaces de operar ningún milagro, ni siquiera mantener la institucionalidad.
Recientemente, en las "redes sociales" se produjo un gran revuelo con el nombramiento de una nueva ministra en educación, actividad que, lastimosamente, anda por el subsuelo. En el período citado en el párrafo anterior, si en algo hubo avances que pudieran calificarse de trascendentales fue en le educación. Recuerdo que una profesora uruguaya exiliada en Venezuela donde, por cierto, hizo una pequeña pero importante parte de su carrera como investigadora, me comentaba con asombro de los avances que había experimentado el país. Asombrada, señalaba que en 1930 apenas existían en Caracas dos liceos públicos. Era inicio de los ochenta y trabajaba sobre la educación universitaria, constatando, por si misma, cuanto se había avanzado en los diferentes niveles, aunque sin dejar de reconocer que no estaban exentos de importantes problemas.
Este avance no fue un acaso gracias a la renta petrolera. Podemos rastrear una historia de perseverancia que, más allá de lo que reflejaban los números, evidenciaba la construcción de una cultura alrededor de la educación, de su valor supremo, cuyas raíces profundas las conseguimos en la creación de la Federación Venezolana de Maestros en 1936 por Luis Beltrán Prieto Figueroa, justo en el momento en que el Ministro de educación era Rómulo Gallegos. La conformación de una Cultura Magisterial, sí, dicho con mayúsculas, fue uno de los grandes baluartes de construcción de ciudadanía. Una cultura de vocación por la enseñanza, de entrega al país. Como reflejo de ello, siempre tengo presente las imágenes de Eva Moya Flores, quien, por allá en los sesenta, como Directora de la Escuela Municipal Guaicaipuro, en Petaré, se esmeraba por la calidad de la enseñanza, por inculcar valores. La de la Maestra Carmen Teresa, Directora del Grupo Escolar José Martí, en El Cortijo de Sarria, imbuida por los mismos valores y con el temple de educar y no vacilar en meter en cintura cuando se hacía necesario.
Podemos traer a colación muchos otros no por acaso, producto del esfuerzo de incontables ciudadanos ejemplares, que no nombraremos de próceres, por el demérito que sufre el término por el manido y torcido manejo que se le ha dado en los últimos tiempos. Personas que con su rectitud y sostenidas acciones, impulsadas fundamentalmente desde el Estado, nos empujaban a convertirnos en "un Estado, para colmo, culto, principista, institucional". Al vuelo destaco unos pocos. A Armando Gabaldón, que luchando con limitados recursos, pero con la gente, logró desarrollar una actividad extraordinaria y construir la institucionalidad necesaria para convertir a Venezuela en el primer país en erradicar la Malaria en América en 1961. A Rafael Pizani y Francisco de Venanzi, extraordinarios profesores que lideraron la transformación de la universidad venezolana avanzando en su masificación con calidad. De Carlos Raul Villanueva, que entre sus múltiples obras, diseñó la Universidad Central de Venezuela, considerada una de las obras más importantes del modernismo del siglo XX, Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO. A Marcos Falcón Briceño, Canciller de la República que en 1962, denunció como írrito el Laudo Arbitral de Paris que nos despojó del Esequibo, forzando a la firma del Acuerdo de Ginebra a partir del cual se discutiría la soberanía y posesión de los 159.500 kilómetros de ese territorio.
En el ámbito, de la producción y los servicios, podemos citar a Rafael Alfonso Ravard, que creó la Corporación Venezolana de Guayana (CVG) y fue uno de los diseñadores del plan de electrificación nacional. Por si fuera poco, fue el primer presidente de PDVSA, empresa a la que, quiéranlo o no sus detractores, en pocos años le inculcó una cultura que la llevó a alcanzar importantes niveles de producción e importantes niveles de dominio tecnológico. A José Gonzáles Lander, quien lidero la planificación, díseño y construcción de las primeras líneas del Metro de Caracas, considerado en su inauguración como uno de los más modernos de Latinoamérica y orgullo de los caraqueños
Todo esto formaba parte de una construcción colectiva desde o en torno al Estado. Paralelamente, hay que reconocerlo, avanzaba una funesta cultura del clientelismo, de la corrupción y la persistencia de problemas como la exclusión o, más exactamente, de poca inclusión social. Y no hubo capacidad, o no existió la voluntad para atajarlos, y una crisis generalizada comenzó a crecer como una bola de nieve. Pero, definitivamente, hubo una construcción, no sólo de obras, sino de institucionalidad, que cambiaron y mejoraron al país, que no ha sido reconocida en su significativa dimensión, y que tuvo detractores de muchos bandos.
Hoy mucha de la construcción citada, tanto de institucionalidad como de obras físicas, fue destruida o está en vías de serlo. Estamos frente a un Estado que, por inacción o incompetencia, y quien sabe si no con algo de deliberado, ha destrozado la educación venezolana en todos sus niveles. Que, por inacción, lenidad o incompetencia, nos deja prácticamente frente a la pérdida del Esequibo. Que por inacción o incompetencia tiene a La Universidad Central de Venezuela (hoy a punto de perder el reconocimiento de patrimonio de la humanidad por su deterioro), al resto de las universidades nacionales y al Metro de Caracas, en ruinas. Un Estado que por inacción o incompetencia acabó con las empresas de Guayana, de la CVG, tiene en situación ruinosa al sistema eléctrico nacional, a las obras hidráulicas, y hasta la otrora Joya de la Corona: PDVSA.
Triste paradoja. Un Estado que, pareciera, arremete contra todos los íconos que apuntaban a la conformación de un Estado institucional. Un Estado cuyo comportamiento, típico de una dictadura bananera, muestra un total desprecio por las instituciones. Un Estado, dele la denominación que considere apropiada de las muchas que hay, que, tan siquiera se toma el trabajo de disimular. Sin planes ni proyecto, donde el único objetivo es mantener el poder, aun a costa de llevar al país a la barbarie.
Es por eso, que los nombramientos en el gabinete, no deberían sorprender a nadie. La atorrante autocrácia ni siquiera se preocupa en disimular. Hace ya mucho tiempo se desechó la idea de las competencias para desempeñar un cargo público. Hoy lo que se valora es la "lealtad" del tipo "prefiero un ladrón a mi lado que a un traidor" como, muestran las redes, espetó la recién nombrada ministra de educación en una reunión política. Un simple reparto de cuotas en un país desmembrado en el que a toda costa lo que importa es mantenerse en el poder "mientras tanto y por si acaso".