Maquiavelismo de última generación

Parece ser que la teoría expuesta por Maquiavelo, que dio origen al término maquiavelismo, se fundamenta en cuatro principio básicos. Un hipotético poder autónomo, ejercido de forma directa y no subrogada. Frente al abrigo de las creencias tradicionales, se añade que el soporte de ese poder es la racionalidad. Resultando que el eje de la racionalidad pasa ser la razón de Estado. Finalmente, la función de la personalidad es llevar a la práctica, siguiendo unas directivas coherentes, la razón de Estado o el interés general. Pese a que el papel del sujeto —el príncipe— es articular el procedimiento para el triunfo teórico de la razón de Estado, por su propio interés particular, sin adornarla con ningún tipo de creencias, resulta que ha pasado a ser interpretado como el punto central de la teoría; con lo que solo se refleja de ella la parte anecdótica asociada al personaje. Como acompañamiento, para desviarla exclusivamente hacia el matiz personal, quienes venían sosteniendo desde tiempo inmemorial el fundamento del poder en las creencias, suplantando a la racionalidad, se han limitado a estigmatizar la teoría de Maquiavelo, centrándose en el argumento de la personalidad del sujeto ejerciente del poder, como símbolo de la maldad. De esta manera, el maquiavelismo, encasillado en el tópico, viene a ser el término empleado, generalmente en política, para tratar de definir a un gobernante inmoral, hipócrita calculador, manipulador, cuya actuación se orienta a satisfacer sus egoístas intereses personales, camuflados tras la invocación del llamado interés general. Resultando que solamente ha quedado para el dominio público esta última versión.

En una visión previa, referida en el maquiavelismo actual, la deriva de la teoría quedaba clara, dado que ya era un reflejo de la teoría original; ahora, con el maquiavelismo de última generación —expresión en línea con el progreso tecnológico—, de ella solo queda en pie el rasgo de la personalidad del ejerciente del poder, que aspira a perpetuarse en el sitial; mientras que lo de la razón de Estado o el interés general es un titular propagandístico para guardar las apariencias. De ahí que no cabría atribuir el calificativo de maquiavelista al que, en nombre de la política, solo vela por sus propios intereses, sino simplemente de oportunista. Utilizar aquel término sería darle cierta relevancia política que le quedaría demasiado grande, dado que realmente, siendo un producto publicitario del sistema servido por los medios, no llega a tener el carisma necesario que exige el modelo original, aunque se haya desnaturalizado.

Y es esta la referencia que utilizan algunos medios de difusión españoles cuando usan la palabra maquiavelista, actualmente con la mirada puesta en el personaje que ha pasado a ser el centro de la última comedia electoral. En este punto, aunque se trate de maquiavelismo de última generación, no parecería apropiado utilizar el término, reservado para personajes como aquel príncipe que hacía del poder algo exclusivamente suyo y aspiraba a conservarlo de manera vitalicia, siguiendo los consejos del experto en materia política ateniéndose a la racionalidad. Tal vez, resultaría conveniente etiquetarlo, en vez de maquiavelismo, de oportunismo, como estrategia dirigida por un equipo de expertos para dar lustre al personaje político, quien, debidamente protegido por la fuerza superior, en realidad simplemente trata de mantenerse a toda costa en el poder, sin el menor pudor, invocando un Estado de Derecho, que tratan de adecuarlo a la medida de sus intereses.

En definitiva, con ese maquiavelismo de actualidad mediática de temática política, diríase que la referencia a Maquiavelo, que ha servido de punto de referencia para acuñar el término, asociándolo a la astucia personal del político, dispuesto para obrar sin el menor escrúpulo, es decir, ateniéndose a la ética del gobernante —cuyo principio fundamental es aferrarse al uso del poder sin que los sometidos lo perciban— y no a la ética del poder —la parte aséptica del poder, una vez liberado del interés personal, ha derivado en algo que nada tiene que ver con el maquiavelismo original. No obstante, ese otro maquiavelista ocasional de andar por casa —el oportunista—, que por lo general no suele estar dotado de esa astucia que exigen los principios del maquiavelismo, acaso tenga cierto mérito si es que realmente cuenta con algo de picardía natural, exigible para mandar, se atiene a las pautas marcadas por los cerebros del equipo que se mueve a su sombra y sigue la corriente que le empuja desde más arriba.

Pese a todo, la cuestión de fondo vuelve a tomar presencia, el término, una vez más, ha sido malinterpretado y llevado en otra dirección. Baste señalar en este punto el desplazamiento del pleno uso del poder al mero uso del poder de otros, cedido temporalmente. Resulta que el señor maquiavelista, definido por el autor, hacía uso y se declaraba dueño de su propio poder, mientras que en el maquiavelismo de última generación, el señalado a manera de imagen de aquel, solo se limita a usar un poder prestado y aspira a disfrutar temporalmente de la concesión, pasando así de ser señor a la condición de siervo. Por otra parte, la clave de antaño, que partía de la superación de la simple creencia ancestral impuesta a las masas, cuyo recorrido comenzaba a agotarse y se sustituía por otro que aspiraba a ser más firme, como aquello de la razón de Estado, resulta que ha experimentando un considerable retroceso, al hacer de la racionalidad un adorno para retomar de facto las creencias. En este punto a los mitos de tendencia teocrática ha tomado relevo el mito de la democracia representativa y, en su auxilio, ha acudido el Estado de Derecho.

Tratando de aclarar tales extremos, propios del maquiavelismo de última generación, resulta que entre otros mitos del electoralismo, que se invoca como instrumento de legitimación de la partitocracia en vigor, se encuentra aquello de que la soberanía reside en el pueblo, pero parece obviar algo fundamental, que el poder real lo ostenta la sinarquía económica dominante. De manera que el poder político visible se ejerce bajo la supervisión del poder real, con lo que el nuevo señor de los nuevos vasallos locales carece de poder en términos maquiavelianos, y no se le puede aplicar el término de maquiavelista, porque solo puede hacer uso del poder tal como le ordena su superior jerárquico.

Igualmente, hablar de racionalidad política suena bien a los oídos del auditorio, pero solamente eso, puesto que a la racionalidad política —la síntesis de todos en la voluntad popular— ha sido sometida a la racionalidad del interés económico de esa sinarquía dominante. El resultado es una nueva deriva de las creencias tradicionales, ahora alejadas de la metafísica teológica, amparándose en una racionalidad de titulares, soportada en un derecho de conveniencia.

Por tanto, de lo que a primera vista se ofrece, hay que volver a reiterar que ahora el etiquetado como maquiavelista, es decir, el maquiavelismo de ultima generación, se mueve en el plano del personalismo local, pero no al viejo estilo, asociado a la maldad frente a la falsa bondad de los viejos gobernantes. De aquel manipulador, calculador, hipócrita, intrigante y mentiroso, dispuesto a utilizar cualquier medio para satisfacer su instinto de poder, en la actualidad, no queda más que el calificativo mediático para poner en escena el trabajo de algún que otro personaje para mandar a sus súbditos, ahora llamados consumistas —con todo lo que la expresión conlleva—, tal como a él le mandan. El poder original ha quedado al margen, la razón de Estado un simple dicho, y su valor político, el que mira hacia el orden social y el interés general, una falacia asumida con resignación por todos. De ahí que, ya sea invocar el maquiavelismo en términos peyorativos, en unos casos, o incluso meritorios, en otros, no pase de ser un simple dicho periodístico. Para merecer el calificativo de maquiavelista a nivel personal habría que contar con auténtica categoría política, y el maquiavelismo visible de ultima generación es simplemente oportunismo político, porque los así llamados mediáticamente solo aparecen como personajes de una comedia que se limita a seguir el guion del autor de la obra. Un estamento que, visto el asunto desde otra dimensión más elevada, ha mutado el personalismo maquiavelista por ese otro maquiavelismo corporativo de última generación, que camina a la sombra del personalismo maquiaveliano mediático, para conducir la política, acomodándola a los intereses mercantiles globales..



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Antonio Lorca Siero

Escritor y ensayista. Jurista de profesión. Doctor en Derecho y Licenciado en Filosofía. Articulista crítico sobre temas políticos, económicos y sociales. Autor de más de una veintena de libros, entre los que pueden citarse: Aspectos de la crisis del Estado de Derecho (1994), Las Cortes Constituyentes y la Constitución de 1869 (1995), El capitalismo como ideología (2016) o El totalitarismo capitalista (2019).

 anmalosi@hotmail.es

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