El progreso técnico no necesariamente redunda en bonanzas económicas o en la estabilidad sociopolítica. Más bien, son incontables las evidencias donde la técnica incrementa los riesgos y las posibilidades de crisis y catástrofes en las sociedades contemporáneas. De ahí que no pocas veces la praxis política marche a la saga del desbordamiento de la técnica y de sus impactos diferenciados en los territorios.
Si bien varios avances del progreso técnico son beneficiosos y facilitan la vida de individuos, familias y organizaciones, otros desestructuran campos como el laboral, los mercados financieros, la internet y las redes sociodigitales, el propio de la gestión pública o, incluso, la contradictoria relación sociedad/naturaleza. Múltiples son los ejemplos de esta relación discordante entre técnica, sociedad y política; de ahí la relevancia de recuperar algunos. Progresos como la inteligencia artificial pueden destruir oficios y profesiones tradicionales, al tiempo que surgen otros nuevos y apuntalan actividades económicas que no son intensivas en mano de obra. La sofisticación de los derivados financieros y del desregulado proceso de financiarización y especulación, y que explican las recurrentes crisis económicas con impactos globales. Los impactos de las tecnologías de la información y la comunicación en la privacidad y en la interpretación de las libertades políticas (¿la tergiversación, denostación y ninguneo que predominan en las redes sociodigitales son, necesariamente, sinónimos de libertad de expresión o son agravios a la integridad humana?). Los riesgos incalculables de las llamadas “energías verdes” y del Green New Deal (las especies animales afectadas por las hélices usadas en las energías eólicas, los mismos generadores eólicos que se desechan y contaminan, las nuevas guerras en torno al litio, etc.). La suplantación de la política por la racionalidad tecnocrática es otro de los colapsos de la sociedad contemporánea ante la colonización de los expertos en el tratamiento de los problemas públicos.
Quizás en esto último radica el mayor desfase entre la praxis política y el progreso técnico. El giro tecnocrático de las últimas cuatro décadas hizo de los expertos y técnicos los propulsores de diagnósticos y soluciones no siempre acordes a las especificidades de las sociedades empantanadas en problemáticas de distinta índole. El mantra de la privatización de lo público despojó toda consideración en torno a los bienes comunes y a la relevancia de la acción colectiva en las deliberaciones públicas. Más aún, obnubilados por el dato y los indicadores, se extravió la reflexión en torno a las causas profundas de los problemas públicos y su complejidad. Asumiendo la exactitud y su distancia de las interferencias ideológicas, los expertos y técnicos se erigieron en portadores de la eficacia en lo público y promotores de la eficiencia en el mercado. Sin embargo, perdieron de vista la relevancia de la equidad social e hicieron del mantra del mercado el sucedáneo del Estado en la asignación de recursos. Los efectos negativos de esa proclividad no se hicieron esperar a lo largo de cuatro décadas.
No se subestima la relevancia de la técnica, pero resulta pertinente posicionarla en su justa dimensión, además de limitarla a su condición de medio para tratar de resolver problemáticas. Sin embargo, recurrir a ella para suprimir la deliberación pública no es el camino en el marco de sociedades signadas por la diversidad y la exclusión. La técnica, por sí misma, no resuelve todos los problemas públicos. Requiere de la praxis política para regular sus excesos y para contener sus desvíos y efectos negativos. Más cuando el progreso técnico tiende a concentrarse en pocas manos y a perpetuar las desigualdades sociales e internacionales.
Una evidencia de los tropiezos de la técnica es la desconfianza y suspicacia que despierta la ciencia económica para comprender las causas profundas de los problemas económicos mundiales y para anticiparse y prever las crisis económico/financieras. Sujeta a intereses creados y a tendenciosidades ideológicas, la teoría económica convencional es más una técnica administrativa que sustenta la racionalidad tecnocrática y coloniza los ámbitos de la toma de decisiones públicas. Regida por la ultra-especialización y la desconexión respecto a otros campos del conocimiento, la ciencia económica apuesta a la exactitud a partir de modelizaciones matemáticas que obvian las conflictividades, las instituciones, el carácter “inexacto” de la política y los rasgos históricos y culturales del proceso económico. Llevado ello al ámbito de las decisiones públicas, se pierden de vista las especificidades de lo local y los impactos territoriales diferenciados derivados de medidas que no asimilan la complejidad. Además, los modelos abstractos de que se dotan los expertos adolecen de la comprensión del sin fin de factores y circunstancias que subyacen en los actos y procesos económicos, llegando a conclusiones unilaterales en sus diagnósticos.
En suma, enfrentar y solucionar las crisis y colapsos contemporáneos no es un desafío meramente técnico, sino uno de carácter político que atraviesa por reconocer la diversidad de las sociedades, así como el carácter interdependiente de las causas y factores que subyacen en esas crisis. El retorno a la política es también un retorno al pensamiento crítico, y ello comienza con la urgencia de colocar a la técnica en una faceta accesoria en las decisiones públicas. Más todavía: la praxis política amerita recuperar los ejercicios anticipatorios para prever la emergencia, magnitud y alcances de las catástrofes que asedian a la humanidad.