Reducida a una entelequia y a una argucia instrumental fincada en la representatividad y el sufragio, la voz democracia no solo fue raptada desde las estructuras de poder, riqueza y dominación, sino que fue extraviado su sentido en el mar del ostracismo y las promesas incumplidas. Condensadora de valores absolutos como igualdad de derechos ciudadanos, justicia social, bien común y estabilidad sociopolítica, la voz democracia llegó a la plaza pública sentenciada a fenecer.
La principal inconsistencia y contradicción teórica, política y ética de la ideología de la democracia es el mismo capitalismo, en tanto modo de producción y proceso civilizatorio que la necesita para legitimarse. Signado por la explotación -tanto la experimentada por la fuerza de trabajo como por la naturaleza-, la violencia y la desigualdad social, el capitalismo se torna incapaz de satisfacer las mínimas necesidades de amplias capaz de las poblaciones humanas. De ahí que la democracia no sea más que una narrativa que pretende la legitimidad de un statu quo regido por la exclusión social y la emergencia permanente de nuevas conflictividades.
El mayor peligro que se cierne sobre la ideología de la democracia es la plutocratización del poder político y la erosión o supresión de los mecanismos para la participación masiva en la toma de decisiones en torno a los problemas públicos y la construcción de los entramados institucionales. Mientras los poderes fácticos ataviados de intereses creados abalancen sus dientes sobre el Estado y constriñan las posibilidades de reducir o abatir las desigualdades socioeconómicas, la materialización de la ideología de la democracia no será más que un barco extraviado en el horizonte y expuesto al naufragio.
Lejos de erigirse en una praxis que redunde en una forma de vida o de gobierno en las sociedades, la ideología de la democracia no supone ni se traduce en contrapesos respecto a las estructuras de poder, ni aleja a sus poblaciones de vicios como la manipulación, la post-verdad, el (neo)corporativismo, el clientelismo, el "acarreo", el fraude electoral, las campañas negras e, incluso, el llamado lawfare.
Reducida a un expediente retórico, la ideología de la democracia no funciona porque no logra trastocar las formas de organización social y política ancladas a la exclusión y la concentración del poder. Mientras las necesidades básicas de individuos y familias ni los márgenes de bienestar social sean concretados, la perorata de la democracia perderá toda sustancia y su atractivo para los ciudadanos será cada vez menor.
Uno de los nudos problemáticos de la voz democracia estriba en su carga de deber ser que la aprisiona. Se asume como un valor absoluto con escaso asidero en la realidad social. Además, no se le vincula a los procesos de toma de decisiones públicas y se enfrenta a infinidad de medidas que le impiden materializarse mínimamente: políticas fiscales que no graban a las grandes fortunas, patrimonios y herencias; la evasión fiscal; la corrupción y la impunidad; legislaciones que propician la precariedad laboral; retracción de la inversión social (salud, educación, capacitación, esparcimiento, vivienda, etc.); el privilegio de la inversión especulativa por encima de la inversión productiva; militarización y criminalización de los pobres y de la movilización política; privatización y extranjerización de bienes públicos y recursos naturales estratégicos; socialización de las deudas privadas; privilegios concedidos a la banca comercial; entre otras que castigan y excluyen a los sectores populares.
La plutocratización del poder no solo entroniza a los milmillonarios y margina de la praxis política a los pobres, sino que las estructuras de dominación son raptadas por las prácticas del capitalismo cibernético que hace de la post-verdad el principal vínculo del neocortex con la realidad, hasta empequeñecer el pensamiento crítico en los sujetos y acrecentar el servilismo y la desciudadanización de los individuos. Entonces se abre la puerta a la despolitización y las sociedades son presas del mesianismo ultra-conservador que hace alarde del negacionismo y aprovecha el odio, la fractura societal y el social-conformismo. A ello se suma la veta del racismo, los afanes represivos en nombre de la ley, la criminalización del migrante y el desprecio a los pobres, banderas todas ellas que no pocos líderes políticos y organizaciones partidistas ondean en el mundo.
A su vez, la misma mercantilización de la praxis política amenaza con sustraerla de sus afanes de transformación social. La superposición del mismo mercado sobre la política termina por asfixiar a la ideología de la democracia. El bien común deja su lugar a la meritocracia, el individualismo hedonista y a las relaciones sociales leoninas y depredadoras.
Fenómenos como la pandemia del Covid-19 fueron contundentes en el retroceso en materia de libertades y en la prioridad que el individuo le otorga a la seguridad por encima de la libertad. Otras pandemias como la depresión, las hambrunas, la desnutrición, la malnutrición y la obesidad, se suman para alertarnos respecto a la vulnerabilidad social que apremia y socava toda posibilidad de democracia. Más aún: ante la infinidad y complejidad de los problemas públicos, las élites políticas solo responden con paliativos continuistas que no resuelven sus causas profundas, sino que solo "patean el bote para adelante", obviando las múltiples implicaciones.
Para que la ideología de la democracia funcione no basta con retóricas reduccionistas expuestas desde la lógica del sistema de partidos políticos, sino que es preciso ir más allá comenzando por reivindicar el pensamiento crítico, la participación social y la incidencia en las decisiones públicas. Se precisa también de un cuestionamiento del carácter excluyente del capitalismo, así como de una deconstrucción de los patrones de producción y consumo imperantes. Sin cultura ciudadana y sin acción colectiva, la democracia no será más que una quimera.