Desde
hace casi una semana, miles de personas de todas las tendencias se
manifiestan en Bucarest y en otras zonas del país, contra las medidas de
austeridad y la corrupción que gangrena la política.
Ya es hora, considera un sociólogo rumano, de que el Gobierno se tome en serio sus quejas. MIRCEA KIVU
Puede
que se trate de la protesta menos homogénea que se haya visto en
Rumanía. Tanto por la variedad de los participantes (jubilados,
estudiantes, revolucionarios, intelectuales, parados, seguidores de
equipos de fútbol, cantantes, etc.), como por sus reivindicaciones y sus
quejas: los sueldos, las pensiones, la tasa de circulación, el
desmantelamiento de los partidos, la explotación de oro de Roşia
Montană, la independencia de las finanzas mundiales, la dimisión del
presidente Traian Băsescu. Pero tienen un denominador común:
la indignación.
La diversidad tipológica de los manifestantes
implica también que existe una gran variedad en el tipo de conducta. Al
contrario que en abril de 1990 [cuando losmineros de Valea Jiului
pararon en seco una manifestación contra el Gobierno de Ion Iliescu],
los intelectuales, con su conciencia cívica y su diálogo culto de
coloquios doctos, ya no son mayoría en la plaza de la Universidad de
Bucarest.
Estos días, entre quienes se rebelan hoy hay también marginados y
grupos de jóvenes que están descontentos – ellos también – por no
encontrar trabajo, por la reducción de las prestaciones sociales, por el
aumento del coste de la vida, o porque la policía protege a los
usureros y a los proxenetas, pero para encerrarles a ellos basta con el
mínimo pretexto. Lo queramos o no, también forman parte de la sociedad
civil.
La violencia no está solo entre los alborotadores
Para ellos,
la confrontación significa sobre todo causar al adversario cuanto más
desperfectos mejor, escupirle en el ojo, doblarle en dos de un puñetazo.
Han roto los cristales de las paradas de autobús, no necesariamente
porque pertenezcan al “Estado” sino simplemente porque era de noche y
nadie les podía ver. Un gran número de ellos también son seguidores de
equipos de fútbol. Su pasión se desata porque todavía tienen necesidad
de un motivo para su espíritu gregario; porque les resulta fácil dividir
a la gente en "los nuestros" y los enemigos; porque tampoco tienen otro
tipo de distracciones.
Pero ésas no son las razones que les han llevado a salir a la plaza
de la Universidad: están ahí porque pueden chillar a los cuatro vientos
su exasperación, porque al fin, encuentran un sitio entre quienes los
que habitualmente les rechazan, porque esperan, como todos nosotros, que
algo cambie en su vida.
Estos días, los manifestantes han confraternizado con los policías,
los opositores con los progubernamentales, los periodistas de la cadena
de televisión Antena 3 con los de su competencia de B1.
Con todo
el mundo, salvo con los alborotadores. Los manifestantes que comparecen
ante las cámaras siempre han prestado mucha atención a subrayar que
protestaban pacíficamente. La violencia nos repugna a todos.
Pero la violencia, no se trata simplemente de arrancar trozos de las
aceras y lanzárselos a la cabeza a los policías. La violencia también
es imponer una ley electoral sin argumentos válidos y sin debate
público.
O reducir los salarios de quienes trabajan honestamente. O incluso
demoler los edificios que forman parte del patrimonio rumano. Si nos
limitamos a buscar la violencia únicamente por parte de los
alborotadores, entonces perderemos el sentido fundamental de la
protesta.
La conducta del Gobierno debe cambiar Parecería que los
alborotadores han sido identificados, arrestados y aislados. Las
protestas se desarrollan, al fin, en un marco pacífico. Los policías
controlan a todos los sospechosos y detienen a diestro y siniestro (113
detenciones el lunes 16 de enero). Respecto al Gobierno, manifiesta su
plena comprensión hacia las reivindicaciones de los manifestantes y
afirma que respeta el derecho democrático de que se manifiesten en
lugares autorizados. Pero eso no cambia para nada su conducta. Espera, a
todas luces, que una ráfaga providencial de ventisca o de hastío, se
adueñe de los manifestantes de la plaza. Me suena haber escuchado antes
esta solución: "¡Dejad que maceren en su propia salsa!", dijo Ion
Iliescu ante las manifestaciones de abril 1990.
Pero esta estrategia entraña riesgos: cuando la gente comprenda que
no basta con manifestar simbólicamente su exasperación, puede que
todavía no estén completamente agotados. Aunque se sentirán marginados. Y
se convertirán a sí mismos en marginados. ¡Y la policía tendrá que
identificar aún a más alborotadores!
VOX POPULI
“¡Todos corruptos!”
“Nadie, ni en el poder ni
en la oposición, cuenta con la confianza de la gente”, afirma el
Evenimentul Zilei en su portada, “tal es el grado de insatisfacción”. De
ahora en adelante, ya sea en la mítica plaza de la Universidad, enclave
emblemático de las revoluciones rumanas, empezando por la que derrocó a
Nicolae Ceausescu en 1989, o sea en cualquier otro lugar del país, “los
manifestantes colocan un signo de igual entre el USL [Unión
Social-Liberal, partido de oposición de izquierda] y el PDL [Partido
Demócrata-Liberal, en el poder]”, recoge el EVZ. Si, en lo que respecta
al PDL, se puede explicar por las medidas de austeridad tan duras que ha
impuesto, la oposición paga “sus escándalos internos, que han
erosionado la confianza del electorado y el discurso que no responde ya a
las prioridades de la población”, explica el diario, el mismo 19 de
enero en que la oposición ha convocado una manifestación masiva contra
el Gobierno de Emil Boc.
Respecto al presidente Traian Basescu, no debería temer mucho por su
sillón, de hecho, el Frankfurter Rundschau explica que “Los
manifestantes no deben esperar recibir el apoyo de Bruselas, porque allí
el autócrata de Bucarest todavía está bien visto por haber aplicado su
política de austeridad. Hasta 2014 no termina su mandato – el último
según la Constitución. Eso no implica que entonces llegue su fin puesto
que su apodo, “Putinescu”, hace temer lo peor