Los límites de la democracia liberal (en el sentido político de la palabra) dentro del mundo neoliberal (en el sentido económico) están quedando al descubierto en el caso de Grecia. El poder del capitalismo mundial, que no depende de elecciones (por eso lo llaman fáctico), no está dispuesto a ser colocado en tela de juicio en referendos ni bochinches asamblearios.
La estrategia del primer ministro griego, Alexis Tsipras, ha colocado la discusión en un punto inaceptable para las corporaciones financieras, industriales y comerciales que ostentan el gobierno mundial. Que un país pequeño y moroso haya puesto a la multitud a decidir sobre asuntos pecuniarios es un antecedente muy riesgoso para ese poder omnímodo. Y no hay que ser un gran profeta para saber que las tremendas fuerzas del "mercado" (así le llaman) harán todo lo que esté a su alcance para poner de nuevo las cosas en su lugar.
Si el superpoder global permite que Grecia salga bien librada de este momento, la democracia daría un paso sin muchos precedentes, el más importante en muchos años, pues entraría en el campo de la economía, uno que hasta ahora ha permanecido reservado a las decisiones de los dueños del capital. No es un avance menor, por el contrario, sería un salto sustancial y, por eso mismo, el modelo capitalista hegemónico no lo va a tolerar.
En los albores de la democracia, justamente allá en Grecia, el poder estaba en manos del pueblo. Pero no pasaba de ser algo nominal, para entusiasmo de los filósofos, pues el pueblo no incluía a los esclavos (ni siquiera los libertos) ni a las mujeres ni a los metecos (categoría que abarcaba a los no griegos). La democracia era un juego de los privilegiados de aquella sociedad, quienes podían lucir el rango de ciudadanos. Con el paso del tiempo hubo avances, pero no tantos como alguna gente cree. Hasta no hace mucho (en términos históricos un siglo o dos), en casi todos los países donde había democracia, ésta era censitaria, es decir, que para votar se necesitaba un determinado nivel de ingresos o tener unas propiedades (tierras, viviendas, ganado, etc.). En Venezuela se aplicó tal forma de elegir durante casi todo el siglo XIX y, al calor de esa democracia solo para ricos, se forjaron nuestras oligarquías, apellidadas conservadora y liberal únicamente para fines de notación histórica.
En el siglo XX, las democracias intentaron lavarse el rostro y derogar esas normas tan antipáticas, pero las clases privilegiadas se han asegurado de seguir teniendo más derechos políticos que las mayorías desposeídas. ¿Cómo lo han logrado? Bueno, mediante diversas estratagemas y trucos, pero uno de los fundamentales es reservándole a las élites (es decir, a ellos mismos y a sus aliados políticos) las decisiones de corte económico. Esto lo logran de diversas maneras: penetrando o influenciando a los gobiernos electos democráticamente; mediante dictaduras impuestas dentro de los países; o a través del gobierno financiero mundial, que impone las políticas macroeconómicas y los planes de ajuste.
La deuda externa ha sido el mecanismo primordial para este sometimiento, desde la década de los 90 hasta nuestros días.
La reacción de los pueblos ante este gobierno global de los ricos había sido, hasta ahora, netamente tumultuaria. El emblema (o uno de ellos) es el 27 de febrero venezolano. Pero ante ese tipo de conductas, el status quo tiene una respuesta clara en la aplicación de la ley para restablecer el orden público. Pese a los excesos represivos, la legitimidad ha estado de parte del régimen (¡este sí que es un rrrégimen!) corporativo mundial. Ahora, 26 años después del Caracazo, la respuesta del pueblo griego (guiado por un gobierno de nuevo cuño) cambia el foco de la legitimidad. Lo de los griegos ha sido como un Sacudón, pero civilizado y eso pone al poderío capitalista internacional en un gran brete. En rigor, tiene que reprimir en forma ejemplar este alzamiento contra el orden establecido, pero no puede hacerlo de la manera tradicional, es decir, a sangre y fuego y aplastando la rebelión, porque ésta tiene la legitimidad del voto, un ícono de la democracia representativa que los países capitalistas avanzados dicen defender.
A pesar de eso, no es razonable esperar sutilezas. El imperio capitalista tal vez haga algunas concesiones formales, pero no muchas ni nada significativas, pues eso significaría alentar el alzamiento general de las masas, no solo en los países periféricos (como lo es Grecia), sino también en las naciones llamadas desarrolladas, donde los pobres están igualmente sojuzgados y condenados a la miseria. Lo que cabe esperar es una durísima reacción hacia el pueblo insurrecto, ya sea mediante la asfixia económica, por la vía del golpe de Estado o aplicando el recurso más socorrido del reino capitalista: la guerra.
El gobierno planetario -omnímodo y feroz, como las peores tiranías- no se va a quedar tranquilo. ¿Apostamos?